Mi proyecto del curso: Lahor Bernard
Mi proyecto del curso: Lahor Bernard
di Fernando Quintanilla @ferquinta24
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«La blancura de las emociones, el vacío del reflejo que dejan las palabras que no se transmiten, que no se comunican, que no llevan a cabo su función lingüística, como de si una mecánica biológica se tratase. Lo inexplicable de los nocturnos pensamientos, los enigmáticos llantos silenciosos de locura, de la inminente decadencia sin retorno, sin grandeza, sin tabula rasa» escribía Bernard minutos antes de acomodarse en la cama.
«Esto resulta muy interesante» pensó, mientras dejaba un cuaderno azul sobre la mesilla de noche y un bolígrafo de tinta negra sobre aquel. Seguidamente, se acomodó aún un poco más y deslizó su cuerpo hasta el final de la cama, quedando tumbado boca arriba. La luz de la lampara de la mesilla de noche todavía permanecía encendida, pues antes de dormir a Bernard le gustaba leer con una tenue iluminación en el dormitorio, o mirar a través de la ventana —que se encontraba a unos pocos metros por delante de la cama —mientras quedaba abstraído por las habituales cuestiones que le conducían a reflexionar en aquel momento del día.
«Nunca lo resolveré, ni yo ni nadie, pero me atormenta desconocer el sentido de la vida. Y más me atormenta, incluso, no llegar a atisbar el origen de estas preguntas» le decía su voz interior. Esta voz solía aparecer en los momentos de pesadumbre, de zozobra, de angustia a causa del desconocimiento.
«¿Para qué sirve el saber?» le preguntaba muchas veces la voz a Bernard, ante lo cual el muchas veces no respondía, pues podía quedar absorto por la amplia posibilidad de respuestas diferentes que hallaba. En los días que se encontraba con un temperamento más audaz y dinámico podía responder que el conocimiento no existía, que se trataba de una mera ilusión de la mente para estar entretenidos durante las eternas horas de la vida. Ante esto, su impávida voz le argumentaba: «eso es completamente subjetivo, puesto que el conocimiento es la objetividad, lo tangible, lo material, lo que se puede llegar a cuantificar. Por esta razón, no es una ilusión, sino una verdad. ¿Y, qué es la verdad Bernard?».
«Déjame de tantas preguntas, es hora de irse a dormir» exclamó Bernard en voz alta. «Y además…» —hizo una pausa. Acababa de percatarse que se había hablado a sí mismo. A ojos de los demás, eso sería hablar solo. Sintió, en primer lugar, vergüenza, acompañada de una momentánea preocupación que fue derivando en inquietud y ahogándose en cansancio. Apagó la luz, cerró los ojos y se durmió.
Al día siguiente lo sucedido no era más que pasado. Al levantarse, cogió el mismo cuaderno en el que había escrito la noche anterior. Releyó aquel texto y otros más de días anteriores, y dado que todos pertenecían a un mismo relato que llevaba escribiendo desde hacía un mes, comenzó a unirlos de forma coherente. De esta manera, formó una historia que contaba la historia de Lahor, un joven escritor sin éxito abocado al fracaso, pero este último es lo que lleva a una inspiración cuasimística que le trae de nuevo la esperanza de un prestigio artístico.
Tras unificar los diferentes pasajes de su relato, llamó a su íntimo amigo, Hermes Abat, quien le aceptó una comida en la terraza del restaurante japonés del barrio.
Cuando llegó al restaurante, Hermes le estaba esperando sentado en una mesa para dos de la terraza del Tanuki San. Hermes se levanto para saludar a Bernard, y tras el amistoso abrazo y un par de palabras típicas de saludo, volvió a su asiento.
—¡Cuanto tiempo, Bernard! —exclamó Hermes.
—Claro, has estado de vacaciones, tendrás que contarme qué tal se vive un mes en Tailandia. Un poco más y os quedáis tu y Helena —la mujer de Hermes —en Bangkok.
—O en Pattaya, la ciudad que me va a dar a trabajo. Hay tanto que escribir sobre viajes acerca de este sitio. Una revista de vuelos me ha ofrecido un contrato de un año para escribir columnas sobre qué hacer en Tailandia. De verdad, Bernard, tienes que ir. Ya viste las fotos que te envié, es todos los días así.
—No, ahora no puedo distraerme.
—¡Vaya! ¿Se viene algo?
—Si, pero aún tengo que hablar con Jorge, a ver qué le parece.
Un camarero de aspecto asiático se acerca a la mesa de los dos amigos y les toma el pedido.
—Cuéntame, ¿de qué trata?
Bernard le relata la historia de Lahor de principio a fin, de las aspiraciones, miedos y obstáculos de su personaje con intenciones de escritor.
—Tú y tu romántico ascetismo otra vez.
—Pero ahora con un toque diferente, más moderno.
—La gente está cansada de los ideales típicos del romanticismo, Bernard. La gente quiere sentimientos profundos, verdades escondidas, identificarse con la miseria de la sociedad contemporánea. No una miseria donde al final todo sale bien, porque a veces pocas cosas salen bien. Sino, una miseria auténtica, que verse sobre la depresión de la época actual.
—Para eso ya está mi vida. No soportaría leer sobre gente deprimida, me angustiaría en demasía.
—¿Tu angustiado? ¿Desde cuando? Si nunca me has expresado nada relacionado con esa palabra.
—Lo sé, pero hay algo dentro de mí que me reconcome.
—¿Otro desamor en este mes que he estado fuera, Bernard? —le pregunta Hermes con una mirada pícara.
—Ojalá, Hermes. Esto es peor.
—Cuéntame, sabes que puedes confiar en mí.
«No se lo cuentes. No confíes en lo que dice» —le dice la voz a Bernard.
—No, mejor otro día —le contesta Bernard a Hermes.
—Bien, como prefieras, amigo mío. Espero que no sea grave.
«Dile que no es grave» —prosigue la voz.
—No, no lo es. Gracias, Hermes. Sé, a ciencia cierta, que puedo depositar mi confianza en ti. — «Ahora cambia de tema» le ordena la voz a Bernard, obedeciendo éste sin un ápice de titubeo —Bueno, por lo demás, ¿qué tal todo? ¿Cómo sienta volver a la realidad tras el paraíso? — le pregunta a Hermes.
—Me siento como Adán y Eva tras ser expulsados del Jardín del Edén. Amigo, la vuelta a la rutina es todo un génesis.
—Y eso que trabajas la mayor parte del tiempo desde casa… —dice Bernard mientras mira a su amigo con una media sonrisa. El camarero trae los platos pedidos. Un ramen para Bernard y un combinado de sushi para Hermes. Tras el primer bocado, Hermes le pregunta a Hector acerca de su libro.
—¿Puedo leer algo? ¿Algún extracto o pasaje del relato?
Seguidamente, Bernard sacó su cuaderno azul —que siempre lleva consigo en caso de repentina inspiración —, lo abrió por una página al azar, leyó detenidamente lo escrito, se lo cedió a Hermes y comentó: «Esta parte me gusta mucho. Dime qué opinas antes de que se lo enseñe a Jorge».
Una vez en sus manos, Hermes leyó lo siguiente:
«Así es como Lahor se sintió tras haber caído, cual angel desde su cielo, a la mayor de las bajezas, a la más profunda lejanía de lo considerado social.
Fue entonces cuando, por magia divina, supo que en su caso esa situación no suponía convertirse en demonio con un significado judeocristiano, sino con uno griego: el de daimôn, traducido al español como ‘ser espiritual’. ¿Cómo intuyó Lahor esto?
Pues bien, porque experimentó una indescriptible inspiración que le agració con una fuente inagotable de ideas. Y no ideas cualquieras, sino las más vanguardistas, típicas de artistas que dominan la técnica a la perfección. Fue entonces cuando disoció el ser del bien y el mal y dio origen a una vida basada en el orden dentro del caos, en la aceptación de cualquiera de las situaciones que se topasen en su existencia, pues comprendió que la vida le daría lo bueno para disfrutar y lo malo para aprender.
De esta manera, no rechazaba nada. Y su literatura, tampoco estaba en posición de rechazo, sino de aquiescencia, tanto por él como por el resto.
Así fue como pasó noches sin dormir por quedarse escribiendo. Mañanas sin desayunar por quedarse escribiendo. Tardes sin pausa para el café por quedarse escribiendo. En menos de quince días había escrito una novela, y en menos de veinte la había repasado y preparado para presentarla a una editorial. Esta sería su oportunidad de salir de la miseria, pues había estado viviendo debajo de un puente, sin nada que le perteneciese, y robando cuadernos y bolígrafos de las papelerías para poder salir adelante. 'La aceptación me ha gratificado con la abundancia. El no desear me ha gratificado con el placer' se decía Lahor a sí mismo. 'Esta es la oportunidad que me ha dado a la vida a través del aprendizaje' proseguía.» terminó de leer Hermes. Anonadado, miró a su amigo fijamente a los ojos, y permaneció unos segundos en silencio.
Seguidamente, se levantó, le dio la mano y le dijo: «Sin duda, es lo mejor que has escrito hasta ahora, al menos el extracto que he hojeado. Quiero leer más, envíame una copia cuando la publiques y redactaré una crítica positiva en una de mis revistas literarias. Al igual que Lahor, vas a triunfar».
Terminaron de comer y pagaron la cuenta a medias. Hermes le devolvió el cuaderno azul a Bernard, le dió un abrazo, le comentó lo alegre que estaba de volver a verle y le recordó lo de la copia. Consecuentemente, salieron de la terraza del restaurante y marcharon por caminos opuestos. Bernard no quería volver a casa, prefería caminar por la ciudad y aprovechar el sol de primavera típico de las tres de la tarde en un clima continental. Además, le encantaba hacer lo que los franceses llamaban flâner, que consistía en pasear sin ninguna intención concreta, dejándose llevar por la sorpresa y la incertidumbre. Y como buen amante de lo francés —pues su mayor influencia provenía de autores de origen galo —se dejó llevar por la belleza del momento, por la admiración de la arquitectura de diferentes índoles característica de metrópolis que han padecido el cambio de los cánones estéticos que daban lugar a un heterogéneo encanto en la época contemporánea. «¡Qué deleite poder vivir en la época actual!» se decía a menudo, «con acceso al conocimiento y con una trayectoria histórica que nos permite gozar del arte de tantos movimientos estéticos» solía proseguir.
En la literatura, Bernard era un ávido lector de los existencialistas y naturalistas franceses, desde Camus a Guy de Maupassant. De éste último, le conmovía con gran particularidad Le Horla, y en reiteradas ocasiones le decía a su editor, Jorge Caneda, que se sentía bastante identificado. De hecho, el nombre del protagonista de su último libro lo extrajo del título de aquel relato y mediante un anagrama dio vida a Lahor.
El aire nuevo de la ciudad, la amalgama de colores que combinaban las modernistas fachadas con los primaverales árboles, el perderse entre las variopintas gentes, los olores que desprendían los restaurantes y las perfumerías, los callejones aun desconocidos, los espontáneos eventos que sucedían en las calles, las ideas, el progreso, el pensamiento. Todo resultaba una sugerencia artística para Bernard.
Repentinamente, cual rayo atravesando su mente, comenzó a escribir asaltado por las musas: «La luz de la libertad, la no-necesidad de palabra, la sucesión de imágenes que invitan a la absoluta alegría. He dejado de ser Lahor, objeto, a ser un hombre nuevo, sujeto. Ahora vivo» redactó Bernard tras sentarse en un banco frente a un parque del centro. El ruido que emitían los niños gritando y jugando en los columpios no le impedía concentrarse para escribir lo que en aquel momento dijo que era «el final de la obra, el último párrafo».
Tras finalizar la corta pero intensa escritura, permaneció sentado en el banco observando el paisaje urbano unos minutos más. Miró las verdes hojas que mecía el viento, el tumulto de vehículos de la calle de enfrente desvaneciéndose en la distancia y las vestimentas de los transeúntes que paseaban a su alrededor.
Pensó en la valoración que Hermes hizo de su texto, y se entusiasmó al recordar que le prometió escribir una crítica en una de las revistas literarias de su amigo. «Puede, que al igual que Lahor, esto sea un gran paso hacia el éxito» se dijo para sí.
Se levantó del banco y prosiguió su paseo. Solo eran las cinco de la tarde de un domingo cualquiera, tenía tiempo para dejarse llevar por la improvisación hasta volver a casa y ver la serie televisiva que seguía en aquel momento a través de una plataforma de transmisión de vídeo.
Mientras paseaba, se dio cuenta de que todo seguía unas normas, la sociedad funcionaba en un orden: los automóviles por la carretera sin apenas accidentes, la gente por la acera sin chocarse, tiendas de todos los tipos, viviendas para casi todo el mundo. Era, de alguna forma, el triunfo de la evolución. Exultaba esto tal lógica que era un axioma en sí mismo, no necesitaba cuestionamiento mayor. Sin embargo, Bernard absorto en su estado Cogito, ergo sum, le daba vueltas a todo.
Reflexionó sobre el libre albedrío. Tras unir unas ideas con otras, llegó a la conclusión de que aquel no existía, o al menos no de forma absoluta. Para demostrar esto, razonó que en el libre albedrío todo es un caos constante, y quizá fuese así, pero de alguna manera la vida sigue su curso y todo se estabiliza. Razonó también que las oportunidades están predeterminadas, es decir, estaba a favor de la idea de destino, pero de uno mismo dependía aceptar o no su destino, y es ahí donde entra el verdadero libre albedrío: somos libres en el concierto de todas las cosas. En definitiva, somos un caos en el orden. Así es como Bernard se explicaba a sí mismo la vida, su ser y todo lo que le había sucedido y podía suceder.
«Es un soliloquio de lo más interesante, Bernard» le susurró la voz. Bernard, desconcertado, no hizo caso omiso a la voz. «Cuanto más me ignores, más querré que me escuches» prosiguió la voz, pero Bernard continuaba su camino sin respuesta alguna. Sintió un cierto temor que se transformaba en un temblor que le recorrió el cuerpo lentamente desde las piernas hasta las extremidades y la cabeza. Experimentó un leve mareo, y por un instante, parecía que el mundo daba vueltas, al igual que las vueltas que le daba él al mundo. Todo ese caos en el orden se convertía en, únicamente, caos. Lo de abajo se encontraba arriba y lo de arriba abajo. Las imágenes urbanas que contemplaban sus ojos se disipaban en una nube de irrealidad momentánea que le hizo dejar de sentir, dejar de vivir, dejar de ser. Durante unos segundos, Bernard no era Bernard. Tampoco sabía que o quién era. Quizá la descripción más acertada es que, simplemente, no era, ni estaba. Al igual que Lahor, caía cual angel desde su cielo a la tierra del miedo.
Al volver a sí mismo sintió un asfixiante pánico, y al sentirse rodeado por la multitud, echó a correr. Correr sin parar. Correr sin destino, como si su teoría del orden y concierto se hubiera desvanecido. No tenía meta, solo huida. Huir hacia adelante, huir hasta sentirse a salvo de aquella voz.
Recorridas unas centenas de metros, se detuvo a coger aire. El sudor se concentraba ligeramente en el borde de la frente y el cabello. Miró en derredor hasta reconocer dónde se encontraba. Ya había cambiado de barrio, el paisaje era distinto, y si bien el Bernard de una hora atrás se quedaría observándolo, el de ahora solo quería volver a casa. A paso lento, tomó la calle que más cerca le dejaba de su casa. Unos veinte minutos después de caminata, llegó a su edificio. Miró de arriba a abajo éste, como si intuyera que algo le esperaba en lo alto, como si, siendo un angel caído, observara la trayectoria que le había llevado hasta el momento presente. Abrió la puerta del portal, y subió las escaleras hasta el quinto piso. Abrió la otra puerta, la de su casa, y la cerró. Se dirigió a su despacho, donde solía escribir. En aquella habitación había un sillón que resultaba ser bastante cómodo, se sentó sobre este y cerró los ojos.
A Bernard le apesadumbraban las noches, los espacios vacíos, la incertidumbre, el sinsentido y el sufrimiento. Los sentimientos que de estos pavores florecían los experimentaba únicamente en soledad.
Por esta razón, nadie los conocía. Ni siquiera su amigo Hermes, quien consideraba a Bernard como una persona simpática y de hecho lo era, pero prefería pasar tiempo consigo mismo, ya fuera escribiendo o pensando en la nada misma.
Por esta razón, Bernard comenzó a escribir y continuaría escribiendo. Sin pausa, además. Necesitaba expresar con la mano todo aquello que no expresaba con las cuerdas vocales.
No había día que su mano no deslizase el bolígrafo negro que siempre le acompañaba sobre las blancas páginas del cuaderno azul que, también, siempre le acompañaba. No había día que su mente no elucubrase sobre las distintas ideas literarias de las cuales sacar provecho para crear historias. No había día, en definitiva, que la voz de su mente no le hablara. Y esto añadía un nuevo temor.
Sin embargo, Bernard desde que era niño había desarrollado una personalidad osada, un carácter que le hacía intentar buscar soluciones a sus problemas. Quizá fue la educación de sus padres, o el tener que aprender por sí mismo cuando en el colegio sentía que nadie le comprendía. Año tras año aprendía el doble que el resto. «De la incomprensión a la fortaleza» se repetía a menudo como antídoto para la tristeza.
Esa misma tristeza era una manantial de ideas, un torrente de emociones sobre las que dedicar, al menos, unas cuantas líneas literarias diarias. Así fue como consiguió enlazar todos los conceptos a los que aludía su última novela inspirada en el desamor: con la tristeza misma. Ahora, una nueva tristeza acechaba y amenazaba su claramente voluble estabilidad. Se trataba de aquella voz que hacía peligrar su equilibrio. No obstante, tal y como había hecho hasta ahora se decidió a enfrentarse a ella. De este modo, así de la nada y y luchando contra el horror vacui que el vacío del no-conflicto engendraba, preguntó en voz alta: «¿Quién eres?», pero nada ni nadie contestó. Pasado casi un minuto y mirando a cada lado de su habitación, volvió a preguntar: «¿Quién eres? ¿Estás ahí?». La leve onda sónica de un pequeño murmullo rebotó en la pared y atravesó, aún de forma más leve, la cavidades timpánicas de Bernard.
—Habla más alto, no te oigo —dijo Bernard.
—Estoy aquí —dijo la voz al momento que Bernard temblaba de la sorpresa y se percataba de que la voz le había respondido, no desde su mente, sino desde el exterior. «Puede que no esté loco, al fin y al cabo» se decía a sí mismo.
—No lo estás —le respondía la voz con un tono masculino y el volumen propio de un susurro.
—Esa respuesta no lo confirma —bromeaba Bernard —¿Quién eres? —insistió.
—¿Alguna vez te has preguntado de dónde proceden tus cuestiones universales, tus ideas, tu inspiración?
—No, nunca. O sí, no estoy seguro.
—Pues yo soy la respuesta a esa interrogación.
—¿A qué te refieres? —preguntó Bernard.
—Yo soy la voz que te transmite la sabiduría de la duda. Siempre he estado aquí, pero nunca has sido consciente de mí. No hasta que me creaste...
—¿Yo te he creado? Si, me has dado vida y ahora estoy sujeto a las mismas leyes que rigen tu naturaleza.
—¿Entonces, quién eres?
—Soy Lahor. En la historia que has creado provocaste mi génesis, mi inicio. Al principio, solo era un ente que te transmitía mensajes, pero ahora soy vida a través de ti. Por eso puedes escucharme, por eso puedes sentirme. Yo soy tú, y tú eres yo. Dos seres en uno, un ser en dos. —Lahor hace una pausa y continúa —Antes de mi historia, solo podía despertar en las noches, cuando tu mente descansaba, y así podía dar voz a las cuestiones que te transmitía en forma de preguntas, y tu a través de tu búsqueda y curiosidad como humano, mantenías una conversación conmigo. Pero ahora, puedo hacer lo que yo quiera, estoy en tí y tu en mí, y podemos vivir juntos, sin que nadie más sepa de mi existencia. Ambos somos escritores, Bernard. Podemos escribir juntos las mayores obras literarias que jamás hayan existido. La gente dirá de ti: «Escribe como si tuviera dos mentes» y así será, pero no sabrán el porqué. Tienes, o tenemos, todas las herramientas para resolver cualquier duda que obstaculice nuestro camino. Con mi sabiduría y tu experiencia seremos personaje y autor en una misma materia. Seremos Lahor Bernard.
Bernard, desconcertado, juzgaba si su locura había traspasado los límites de la cordura y se había convertido aquella en una nueva realidad. Era consciente, de que nadie más podría comprenderle. No podría expresar lo extraño de lo que le acontecía sin considerar que de una enajenación se trataba.
No obstante, y sin dudarlo, cogió su cuaderno azul, su bolígrafo negro y, allí sentado en el cómodo sillón de su despacho, comenzó a escribir.
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