El sorteo
by Maritza Saavedra @maritza0701
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EL SORTEO
Maritza Saavedra Molina
-Buenos días doña Gladys – dice la niña del aseo cuando la observa llegar con paso cansino camino a la escalera de la unidad. Gladys piensa que tendrá que subir esos cinco pisos de la Torre B, que cada vez se le hacen más largos. No contesta el saludo, ni siquiera la mira. Sabe lo que hizo esta mañana cuando lanzó la basura sin bolsa por el shut y que lo hizo por molestarla. Detesta su pelo ensortijado y que sonría siempre, como si la vida fuera tan buena. Y además pone quejas.
Abre la puerta de su apartamento y pone sobre la mesa una pequeña envoltura con un pan, una caja pequeñita de leche y una rodaja de queso. Este será su desayuno.
Mira a su alrededor, ve los muebles de la sala con los bordes raídos y desde donde está sentada en el comedor la luz que entra por la ventana y cae suavemente sobre la mesa, le recuerda que no ha limpiado el polvo esta semana. No tiene ánimo, que le va a hacer. Tanto la sala como el comedor vieron tiempos mejores. El televisor es más reciente, una prima se lo regaló cuando le compró uno de mayor tamaño a sus hijos.
Sin embargo, siempre se pregunta porque sus primos que viven en la ciudad no la llaman. Cuando eran niños y los padres de todos vivían, eran muy unidos y se reunían en las casas para celebrar las fechas especiales.
Se siente sola. Ya tiene sesenta años. Cada día se acrecienta la rabia dentro de ella. La acumula hace tiempo. Sobre todo, desde que su hermana menor quedó embarazada hace ya treinta años. “Claro, piensa, ella aprovechó el pretexto del niño para salir a trabajar todos los días mientras yo me quedaba en la casa cuidando de su hijo y de mamá. Era justo que nos sostuviera a todos. Luego, ella y el hijo se fueron a Estados Unidos y allá hicieron su vida como si mamá y yo no existiéramos”. A veces siente que la soledad no le da tregua, y habla y vocifera contra todos los que cree culpables de su situación.
Resiente que por cuidar a su mamá hasta el día de su muerte debió quedarse encerrada, renunciando a divertirse, tener amigos, ir a cine que era lo que más le gustaba, especialmente las películas románticas que la hacían soñar con amores que nunca pudo hacer realidad.
Sin embargo, alguien se salva de su rabia y su rencor: su sobrino. En el depositó el amor que tenía y en su infancia lo llenó de cuidados y de la ternura de la que era capaz. El lugar más importante de la sala y la mesa de noche al lado de su cama lo ocupan sendas fotos del niño al que entregó años de su vida. Es verdad que casi nunca lo ve, pero él no la ha olvidado y es quien se hace cargo de sus gastos. Así le demuestra su gratitud, aunque poco la llama y hace años no lo ve. Con los envíos que él le hace mensualmente, puede pagar sus gastos básicos. Pero cada vez alcanza menos. Va a tener que hablar con él para decírselo. Ella se ayuda con algunas ventas por catálogo, aunque los clientes escasean.
Poco después de mediodía, después de tomar el almuerzo que consiste en arroz, carne y papa que guardaba en la nevera desde hace dos días, baja de nuevo al primer piso. Se viste como cada tarde con una blusa y bermudas que vieron tiempos mejores, y sandalias planas y gastadas. Se sienta en una banca de la glorieta que sirve de zona social en la Unidad Residencial. Las personas que pasan, la mayoría conocidos desde hace muchos años, la saludan. Ella contesta el saludo: “Buenas tardes doña Luz”, “Buenas tardes don Eugenio”, procurando suavizar la expresión de su cara. Pero en su mente piensa cuanto le disgustan todos, los desprecia, especialmente los que pasan con cara alegre. Y los niños que juegan en el parque le parecen ruidosos y cada vez más irrespetuosos.
“Será que Dios no se acordará de mí? Yo que me he sacrificado siempre por todos. ¿Porque les da tanto a esos?”
En el momento en que está pensando esto por enésima vez, suena su viejo celular.
Contesta: - Aló?
- Aló buenas tardes estoy contactando a la señora Gladys Tovar Otero. ¿Hablo con ella?
- Si, soy yo.
- Doña Gladys le hablo del Centro Comercial Dulcinea. ¿Recuerda que usted llenó unos datos en la factura del mercado y la metió en una urna para participar en el sorteo del mes?
- Si, lo recuerdo.
- Pues le informo que acaba de ganar doce millones de pesos y la esperamos mañana a las once de la mañana para hacerle entrega de su premio.
De ahí hasta el otro día la vida de Gladys transcurre como en un sueño. Esa noche no reniega por no tener los canales que desearía ver y en la mañana despierta sin la sensación de rabia, cansancio, soledad y sin sentido de siempre.
Se dirige al Centro Comercial, y después de identificarse le hacen entrega de una tarjeta débito con la suma que ha ganado. Le toman fotos, sonríe. Inmediatamente entra al supermercado y compra todo lo que se le antoja. Hacía tanto tiempo que no podía comprarse un buen aceite de oliva, vino, jamón serrano. Se transporta a su lejana infancia cuanto la situación económica era mucho mejor, cuando aún vivía su papá. También dulces, galletas. Y unos langostinos grandes y apetitosos.
Cuando llega a la unidad con el mercado, llega sonriente, saluda ahora sí con gusto y con aire triunfante a los vecinos de siempre y no le parece agobiante subir tantos pisos.
Durante unos días la vida de Gladys cambia. Compra ropa y zapatos. Se registra en Netflix. Come bien y se da gusto haciendo su comida. Compra muebles para la sala. No muy costosos, le basta que sean nuevos. Ahora empaca cuidadosamente la basura y saluda amablemente a la niña encargada del aseo, hasta le dice por su nombre, María. Sonríe a los niños.
Tanto cambia que una vecina se atreve a proponerle participar en una actividad del Barrio. Se trata de un bazar. Ella acepta gustosa y va de apartamento en apartamento tomando los pedidos para el almuerzo del día del evento. Todos están sorprendidos. Para bien.
Lo único que no hace es contarle a su hermana y a su sobrino que se ganó ese premio. Sabe que el dinero no durará mucho,
Así, los vecinos, el personal de servicio y los niños a los que antes intimidaba se van acostumbrando a esta nueva Gladys. Y se alegran, porque la cara de amargura, el pelo desgreñado y sus comentarios agrios eran molestos para todos.
Han pasado unas pocas semanas. Comienza un nuevo día. A las seis de la mañana del martes, María ingresa a la Unidad Residencial. Saluda alegremente al portero Martínez. Le pregunta por su hija y su esposa que estuvo indispuesta la semana pasada. También él se interesa por su salud y ella contesta que “muy bien”.
María se dirige al cuarto de aseo y recoge los elementos de trabajo. Lleva escobas, cepillos, trapeadores, trapos y demás en el carrito. Se pone el tapabocas, los guantes, y el delantal plástico. Hoy será un día de mucho trajín ya que hubo puente festivo y no se hace aseo desde el sábado.
Comienza la jornada en la Torre A, abre el shut de la Torre para comprobar que todo esté en orden para cuando llegue su compañero a recoger las basuras. Seguidamente entra al shut de la Torre B, y la recibe un olor desagradable, ve un reguero de residuos orgánicos, paquetes vacíos de comida y toda clase de desperdicios. Mira hacia arriba, tratando de ver hasta el quinto piso. Suspira y piensa con resignación:
“Ay Dios, volvió a lo mismo. Tendré que informarle a la administradora para que le llame la atención otra vez”.

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