Filomena
by Paula Lanata @lanatapaula
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Introducción
Introducción
El sonido del cascarón de los huevos inundaba la cocina. También lo hacían el segundero del horno y el olor de la esencia de vainilla. La receta del queso de leche había pasado de generación en generación, aunque siempre tuve mis dudas. Pensaba que eso decía mi abuela para que nadie proteste si estaba pasado de azúcar o no quedaba consistente. Uno, dos, tres, llegaba a contar ocho huevos religiosamente en cada ocasión. Me gustaba verlos caer sobre el cuenco de vidrio especial que mi abuela reservaba para los postres. También era testigo de cómo se sumaban las tazas de leche, la leche condensada, el azúcar y una cucharadita de ron. Sobre el refrigerador, con ayuda de los magnéticos de New York que enviaba mi tío Andrés, estaban las recetas médicas de la abuela. Tantas eran y tanto tiempo había pasado que el color donde reposaban no era igual al resto del armatoste. Mi abuela decía que le gustaban las recetas, pero no las que enviaban los médicos porque esas eran para morirse en vida. Entre sus hijos hacían la broma de que iban a encerrarla en una jaula y solo le darían alpiste hasta que sea una buena paciente.
-Veo que mañana es su cumpleaños, ¿qué le han preparado sus hijos?
-Nada doctor, los viejos estorbamos.
La recuerdo con su labial borgoña mientras conversaba con el doctor. Para asegurarme de que no abriera la boca me lanzó una mirada fulminante. Los quesos de leche ya estaban listos para celebrarla, ella misma había supervisado la elaboración, había pesado cada huevo y dado órdenes a la empleada de cuánto tiempo batir y cómo preparar el baño maría. Pero claro, nadie quiere tener un llamado de atención a pocas horas de cumplir años. Salimos del consultorio entre la tristeza del doctor por los malos hijos de mi abuela y mi estómago saboreando la comida del día siguiente. Mi mamá también había dejado listo el refrito para el arroz con pollo con maduro.
Apenas despertamos, fuimos con mi mamá a saludarla. Mientras más años cumplía, más tiempo se demoraba entre abrir los ojos y salir de la cama. Podría ganar el récord de procrastinación con el edredón. Su “mudo” como lo llamaba de cariño al abuelo, había ido por flores mientras ella empezaba a recibir llamadas telefónicas. En un recorte de papel de despacho le escribí feliz cumpleaños y se lo entregué con una margarita que encontré en la ventana de la cocina.
Me dio un beso y me quedé un tiempo acompañándola. Sobre su mesita de noche estaba la estampita de La Dolorosa y la foto de su matrimonio. Había sido un matrimonio acordado entre dos familias cuyas raíces estaban a varios kilómetros. Ella era bilingüe porque en la escuela hablaba español y sus padres la obligaban a hablar en italiano. Él mucho más temeroso encontraba cualquier excusa para no salir de casa. A la escuela fue poco, así que su español era un poco incomprensible. Los hijos no tardaron, así como tampoco tardó la lengua del marido miedoso en aflojarse. Ella le enseñó incluso palabras secretas que no podría pronunciar en casa de sus padres. Ya en la vejez, con hijos y nietos, mi abuela decía que ojalá el abuelo muera primero, porque si ella moría, él moriría de pena. “La tristeza se lo llevará pronto”, sentenciaba.
En la cocina, los platos y el teléfono funcionaban de banda sonora. Empezaron a llegar más familiares para el almuerzo, hasta que un grito del abuelo detuvo todo. La sostuvo entre sus brazos mientras tocaba su cabello, fue súbito y no había nada que hacer. Llamaron a un médico que se rehusó a cobrar algo. Mi abuela tuvo razón en muchas cosas, menos en que el abuelo se marchitaría pronto. A él lo enterramos a los 98 y estoy segura de que ese día, ella lo recibió con su labial borgoña y le lanzó una mirada fulminante por haber demorado tanto.
Materiales
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Creatividad
Filomena
Filomena
Entre dulces y música que me recuerde a ella, logré imaginar su último día.
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