Dos veces
by Claudia Soto @claudia_m_soto
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Maldita. La casa está maldita. Puede percibirse en las ruinas que la componen. El polvo se ha colado a través de las fisuras en los muros y de los cristales estrellados de los ventanales mal tapiados. Algunas tejas se deslizaron desde el techo de doble agua para convertirse en escombro al chocar contra el suelo. La gruesa capa de tierra que recubre el camino; desde la reja hasta la entrada muestra que no se ha recorrido en varios años.
Las hierbas de los jardines cumplieron su ciclo tantas veces que hoy son un nido de cadáveres espinosos invadiendo el terreno. Las aves hicieron sus casas en las ramas quebradizas de los árboles ennegrecidos. Los gatos encontraron refugio en el viejo cobertizo lateral que alguna vez funcionó como cochera. El concreto recubierto de piedrecilla luce opaco. La gente evita pasar en las cercanías tiene miedo de las leyendas, tiene miedo de las verdades susurradas bajo los cimientos.
Humedad, polillas y termitas han adelgazado la resistencia del piso torciendo las tablas que lo recubren; la madera se extiende desde la segunda planta, baja por las escaleras hasta el sótano. Largas piezas reposan inmutables, horizontales a la puerta de entrada.
Un alarido estremece la estructura, las personas que caminaban por la acera se alejan sin mirar, algunas se tapan los oídos con ambas manos y se encogen de hombros. El sonido hace eco en cada rincón de la construcción. Ha sido la misma queja desde la noche en que abandonaron la casa.
─¿Escuchaste eso? ─comenta un jovencito.
─No sé a qué diablos te refieres ─finge su compañero─ yo no oí nada.
─Hay algo en la ventana ─dice el primero, retiene la orina que intenta escapar luego de percibir un rostro.
─No es cierto, no hay nada ─niega su compañero a pesar de que vio que algo se movía en el segundo ventanal del primer piso.
Corren. El miedo los aleja. La casa los ahuyenta.
Un escalofrío los persigue, les araña la espalda mientras atraviesan la calle para llegar a la parada de autobuses que se encuentra una manzana adelante. Una silueta femenina se aleja del hueco entre las tapias. Suspira su tristeza. Sin quererlo el suspiro provoca que la casa se estremezca.
Abrazado por la cálida tierra, el sótano espera expectante, unos ojos se abren en la oscuridad del entierro improvisado. Los maderos gritan aterrizados cuando una fuerza sobrehumana las convierte en astillas. Los trozos podridos vuelan en todas direcciones, el olor a humedad impera. Una presencia se arrastra fuera del agujero que cubría su tumba.
Jadeos, hambre acumulada por décadas, sed de vida lo comprimen. Se tapa la boca con una mano mientras la otra pellizca el estómago. La espesa nube de polvo trastorna la mente recién despierta de Arturo. Su cerebro reacciona tras preguntarse dónde se encuentra, qué ha pasado y por qué estaba bajo tierra.
Sus ojos se ajustan a la densa penumbra y distingue los muebles arrumbados alrededor de la estancia. Siluetas gastadas del hogar que una vez poseyó. Reconoce algunos sin dificultad: la cómoda donde se resguarda la ropa, el espejo de caoba que colgaba junto a la entrada principal, la mecedora en la que su esposa reposaba el embarazo. Todo huele a nostalgia. Se pregunta por los hijos que tuvo. Sacude los terrones pegados a su ropa.
El movimiento de las ratas bajo un mueble aviva el hambre de Arturo. Intenta atrapar una, pero son muy rápidas para sus oxidados huesos, para su estropeado cuerpo. El reflejo dispara el horror dentro del hombre, o de lo que queda de él. A pesar de la suciedad que dificulta la visión, para los ojos de monstruo es fácil percibir la piel pegada a su esqueleto, un color grisáceo se apoderado del semblante antes elegante, los ojos hundidos son ya dos puntos castaños en medio de una masa viscosa y amarillenta. El terror se apodera de sus pasos, se conduce a la única salida visible. Empuja un mueble, las ratas, arañas y demás bichos huyen erráticamente tropezando unos con otros. Entre la confusión, Arturo logra atrapar dos ratas con la cola anudada. No hay chillido, asco, ni prejuicio que impida al vampiro clavar sus colmillos en la peluda alimaña mientras la otra se retuerce intentando escapar.
La sangre que las bestiecillas le proporcionan es suficiente para notar un minúsculo cambio en el color de su piel. Solo es hambre, piensa. Y se decide a salir. Invoca a las sombras que emanan desde el abismo y les suplica un sudario para no ser visto afuera, los escalones resisten el peso, pero no sin reprochar con un gañido hueco. Se detiene al ver la cadena que asegura la trampilla del sótano. Aferra el metal oxidado con los dedos y tira con fuerza; el primer tirón no resulta, los aros cobrizos se balancean y el sonido refiere una burla para Arturo. Estira con más fuerza aún. La cadena no se rompe, pero las bisagras de la puerta ceden y caen. La luz le hiere los ojos, varios parpadeos rápidos le permiten adaptar su mirada. Está en el pasillo lateral. Las luminarias de la banqueta emiten un resplandor blanco, intenso.
El aire reseco que acompaña al jardín muerto le recuerda otra época pero al fijarse en las estructuras que rodean su casa percibe que es su mismo barrio, su mismo vecindario. Las fachadas de cada una de las construcciones están remodeladas, todas excepto la suya. Voltea hacia atrás y se pregunta cuánto tiempo ha estado dormido. Las heridas que lo llevaron al letargo ya no duelen, han sanado. Pero, cuánto tiempo le ha tomado a su cuerpo regenerarse es lo que le preocupa.
Las sombras se disipan cuando Arturo entra al área de luz. Por los tacones que resuenan a lo largo de la calle, escucha que alguien se aproxima. Levanta la vista y distingue a una mujer. Huye hacia la oscuridad, se refugia bajo el follaje de un árbol. Mientras la incauta se aproxima, Arturo aprovecha los segundos para examinar el tronco del árbol. Por el grosor, la altura y las marcas en la corteza calcula que han pasado treinta años.
Ha sido mucho tiempo esta vez susurra para sí. Cuando la mujer está a su alcance, el vampiro invoca un hechizo para alterar los sentidos de la víctima; de reojo ella ve que algo se mueve. Pero al fijarse lo percibe distinto a como es en realidad. La criatura ha tejido una fantasía para convertirse en un hombre de mediana edad con un traje de lana de los ochentas, trata de imitar su propia imagen cuando estaba vivo, sus ojos castaños recuperarla vitalidad. Una mera ilusión.
─Disculpe usted, buena mujer, ¿sabe que le ocurrió a la familia que vivía en ésta casa?
La primera reacción es de sorpresa.
─¿Qué quiere? ─contesta ella a la defensiva, acostumbrada a los intentos de asalto en esa calle, aprieta la cartera bajo su brazo.
─Disculpa que te moleste, pero vengo de viaje y quería darle una sorpresa a mis familiares. ¿Podrías informarme si se han mudado?
─Lo lamento, no conocía las personas que vivían aquí ─ella se relaja, de alguna manera suena convincente. No se viste como un vago y su semblante es más bien de alguien educado─, desde que recuerdo, la casa ha permanecido sola.
─Entiendo ─dice él. Finge una sonrisa. Luego proyecta su encanto sobrenatural y se vuelve inexplicablemente fascinante.
─No te desanimes, vivo a unas cuadras de aquí ─la mujer no se da cuenta del segundo hechizo y ahora comienza a flirtear con él─, es probable que mi madre sepa que pasó con tu familia ─le regala una sonrisa coqueta y lo sujeta del brazo para guiarlo.
Ambos avanzan por la banqueta, sin darse cuenta Arturo la dirige bajo las sombras.
─Me llamo Arturo. ¿Cuál es su nombre?
─Nadia. Pero no me hables de usted.
─Correcto. Pero dime, ¿Llevas poco viviendo en el barrio?
─No, pero no recuerdo mucho a nadie de esa casa. Tenían una hija que iba a la misma escuela que yo ─lo piensa bien antes de decirlo─ nadie volvió a verla luego del suicidio de su madre.
Arturo no puede ocultar su cara de angustia. Ella no lo nota, él permanece un paso atrás. Sin querer, la ira, el dolor y el desconcierto lo invaden; la furia se apodera de él. En un certero movimiento, sujeta a Nadia con un brazo por la cintura y con la mano le tapa la boca. Con la mano en la cara de la mujer, tuerce el rostro para dejarle el cuello expuesto, de inmediato encuentra la vena principal. Rompe el encanto y le permite ver a la cálida víctima sus colmillos y su horrenda apariencia.
Bebe. La espesa sangre no le sabe a moneda vieja, es más bien un elixir dulce y tibio para el paladar. Una serie de tragos lo embelesan, lo sumergen en un trance placentero que poco a poco humecta su carne, sus huesos y su piel. Bebe. No se detiene hasta extinguir la vida de Nadia.
Se sumerge en el recuerdo de una época pasada, un tiempo en que su esposa saciaba el hambre con la sangre pura entregada con amor. Su cuerpo entibia, su corazón bombea el elixir carmesí y la piel se reestablece, luego los músculos y finalmente sus ojos. Ahora, cualquiera lo confundiría con un ser humano de no ser por el cadáver que yace en sus brazos y los colmillos de casi tres centímetros asomados en su boca.
Suicidio. La palabra regresa a su mente y el placer apaga como una vela en alguna fiesta de cumpleaños. Un soplo de realidad lo hace mirar hacia las ruinas que solían ser su hogar. Suicidio, se repite así mismo. Niega enérgicamente y recarga a Nadia contra la pileta que cerca un árbol.
No puede ser, se dice. Camina de prisa, trae a su memoria la última noche que contempló el sueño de Louisa, él ya era un vampiro, pero ella lo había aceptado sin miedo, con su nueva naturaleza, con su nueva hambre, con su nueva monstruosidad. Louisa, su mujer, había aceptado el reto de cuidar las indiscreciones de los hijos, y los había educado para que no revelaran jamás el secreto del cazador nocturno viviendo en la casa. Arturo se dedicó a disfrutar el amor humano proveniente de sus seres más cercanos, a sabiendas que cualquier imprudencia cobraría las vidas de cada uno de ellos, incluyéndolo a él.
El vampiro arranca un gemido a la reja principal cuando la abre sin cuidado. Con los pies firmes rompe las ramas que se le atraviesan, aplasta los nudos de enredaderas que le impiden el paso. Se detiene, agarra la perilla de la puerta y da un sólido empujón para abrir. Los clavos de las tapias son arrancados del marco, arañas y bichos se escabullen. Arturo no reconoce la oquedad de la sala, más que despejado, encuentra que su hogar ha sido destruido. Mensajes sin sentido reposan sobre los muros y los cuadros no retirados de la pared, mensajes en aerosol de diferentes colores braman palabras de odio hacia personas que jamás los verán ahí dentro.
Avanza en decididas zancadas hacia uno de los grafitis y trata de borrarlos con el antebrazo, el tapiz empolvado se desprende al intentarlo. Las telarañas se le han pegado en todo el cuerpo, pero no se detiene. La aflicción le deforma el rostro, golpea su cabeza contra la pared y fractura el muro. Louisa, susurra. Gime, pero las lágrimas no asoman, los ojos se enrojecen inyectados de sangre. Está a punto de perder el control, de volverse una bestia, un monstruo y destruir cuanto quede en pie cuando algo interrumpe su arranque de rabia.
─Arturo ─una voz espectral lo llama desde la segunda planta.
─¿Quién anda ahí? ─le ruega a su sangre enfriarse─ No te acerques, estoy enojado, soy peligroso ─anuncia sin estar seguro si alguien ha hablado.
─Arturo ─vuelve a escuchar, esta vez el sonido es más nítido pero lo percibe lejano. Forma un eco en la sala.
Despacio, se dirige a la escalera, mira el suelo en busca del intruso, al menos su rastro. No ve pisada alguna que no sean sus propias huellas. Ha comenzado el ascenso, la voz se transforma en tenues murmullos. Insistentes, le alteran los nervios. Se impacienta y sin cuidado llega al pasillo que conduce a las habitaciones. El alma se le encoge al distinguir las cintas plásticas y amarillas mecerse por el viento. Suicidio, recuerda las palabras de Nadia. Suicidio, se repite en su cabeza advertir que fue en su alcoba. Las piernas le fallan, por un instante tiene esa debilidad humana de desfallecer. Logra sujetarse de la pared, ahí no hay grafitis, pero persiste la evidencias de la tragedia. No puede creerlo, se le deshace el ovillo del peso y deshila su pena, las lágrimas sanguinolentas brotan de sus cuencas. No logra retener más su dolor. Solloza quedo con la cabeza gacha, ambas manos cubriéndole la cara.
─Deja de llorar cariño ─murmura una voz al fondo del corredor─ no es para tanto. De alguna forma ahora estoy muerta, casi tan viva como tú.
Al reconocer la voz de Louisa, Arturo se pone alerta, explora los rincones más tenebrosos, pero no logra ubicarla.
─¿Por qué te fuiste? ─reclama Louisa con el eco espectral.
─No quise hacerlo, fue un error, pero estaba herido y…
─¿Por qué te fuiste? ─interrumpe.
─Nunca fue mi intensión dejarte sola.
Arturo ahora sabe que ella está en su recámara. Recorre los escasos cinco metros que lo separan de la puerta entreabierta, de un manotazo arranca cada una de las cintas de precaución.
─Mi maldición me condujo a un laberinto de intrigas y enredos. Mi maldición me obligó a dormir todo este tiempo. No fue mi culpa. Fue mi maldición. Este maldito vampirismo.
─¿Por qué no volviste si sabías que te necesitaba? ─la voz se vuelve cada vez más potente.
Arturo se introduce en la habitación y encuentra el cuarto revuelto. Las marcas de gis en el suelo que delinean el siniestro ya son casi imperceptibles. Para Arturo son una sorpresa reciente, una aguja enterrándose profundo en su memoria. El corazón le da un brinco cuando distingue la silueta de su amada junto a la ventana.
─Te marchaste esa noche sin decir a dónde, ni cuándo volverías. Te esperé por días, sin noticias; meses, sin descanso; años, sin rendirme. Hasta que me di cuenta que no regresarías.
Ella desprende su vista de la ventana y gira el rostro hacia Arturo. El vampiro enmudece, las palabras quedan presas en su lengua. Louisa antes hermosa es ahora una faz nívea, arrugada cual pasa, un pellejo ajado pegado a los huesos, las ojeras son dos huecos negros bajo los ojos tristes. Louisa de cabellos negros, ahora es un cuerpo encorvado y fantasmal, encogido por los años, con una mata de pelo albino. Sus manos esqueléticas están coronadas por uñas afiladas y amarillentas. Ya no es su esposa, es un espíritu sin reposo preso de la habitación por haberse suicidado.
─Ahora que he vuelto, puedes descansar. Lo lamento mucho cariño, no debiste pasar por esto. Descansa ahora, ve al reino del reposo eterno y disfruta de la otra vida.
Ja, ja, ja, ja. Louisa ríe con malicia. Arturo nota como el rostro se le desfigura y su quijada cae medio metro, dejando expuesta una lengua demoniaca.
─No hay descanso para los muertos. Tú deberías saberlo ─regresa su quijada a su lugar, pero sus ojos se han vuelvo violentos. Su mirada aterradora hace temblar al vampiro.
─Yo… yo no estoy muerto, estoy maldito. Maldito para no ver la luz del sol, maldito para comer cenizas y sangre, maldito para jamás morir.
─Mentiroso, eres un mentiroso. Volviste a la casa y no me buscaste, te escondiste cual rata en el sótano, mentiroso ─los gritos se convierten en chillidos que obligan a Arturo a taparse las orejas, intenta escapar. Corre despavorido en dirección a la escalera, ese demonio espectral ya no es su esposa, la escucha mientras baja a grandes zancadas─, ¡Maldito! Te enseñaré lo que es maldito. Pues yo te maldigo a volver una y otra vez a ésta casa sin encontrar descanso…
Arturo alcanza la puerta de salida, pisa las hierbas muertas que parecen asirse a sus pies para impedirle la huida. Cruza la reja y corre por la banqueta, recorre varias calles con la certeza de que al escuchar aquellas palabras que conjuran una blasfemia ha quedado condenado.
Busca refugio, no puede olvidar las palabras de Louisa. Se reprocha a sí mismo el dolor de su amada, la muerte de su amada. Ahora la que fue su esposa no es más que una mancha borrosa en sus recuerdos. Se convence de que está maldito, incrédulo de que alguien tan buena esté atada al mundo de los vivos sólo por el odio que él sembró. Vuelve, vuelve una y otra vez por más y más reclamos. Regresa a la casa para recibir más y más dolor.
La ciudad cambia, él ha bebido miles de vidas, los edificios se transforman, las calles se expanden. Su espíritu se desmorona al igual que su alma. Maldito a estar enamorado, Maldito a vivir por siempre, una eternidad amando a una mujer que lo desprecia aún muerta. Maldito, encuentra a diario el camino de vuelta a casa, en espera de que Louisa pueda perdonarlo, esperando a que su existencia algún día termine.

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