El espejo sangrante
El espejo sangrante
by Carlos Eduardo Terán Carrasco Zanini @ccarzani
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El espejo sangrante
Esa mañana transcurría lo más normal posible para Vicente y Paola Hernández. Un matrimonio envidiablemente perfecto. Él todo un caballero, siempre complaciente para con su esposa y ella siempre tan tierna y afectuosa. Aunque lejos de la vista de los demás, no eran tan perfectos, pero no había duda de que se amaban. Sobre todo Vicente, el pobre de Vicente Hernández, tan enamorado que tenía tantos miedos y preocupaciones creciendo cada día más en su interior.
Miedo a perder su empleo, miedo de que sus amigos le dejaran de hablar, miedo de perder su casa. Temores que, para quienes lo rodeaban, no tenían razón de ser. Estos eran originados por su propia voz interior, la cual le atormentaba con todas sus equivocaciones y fallas como humano. Pero existía algo más que solo el suplicio y la angustia, torturándole constantemente dentro de su cabeza… Existía la culpa.
Cada vez, al mirarse en el espejo, podía verse perfectamente sus ojos miel y su tez morena, en ocasiones con espuma de afeitar en la barbilla, otras con pasta de dientes, pero siempre veía detrás de sí la imagen de Paola, su mujer, con su cabello opaco y lacio y sus ojos café claro con mirada asesina. Ella acercándose cada vez más a él, dejando ver sus colmillos y una mueca tétrica, dibujando una tosca y macabra sonrisa, mientras que de sus ojos brotaban lágrimas, escurriendo rímel o quizás sangre, o tal vez una mezcla de ambos, resbalando hasta sus mejillas. Y antes de que Vicente pudiera emitir algún sonido, la imagen reflejada en el espejo era su afligido rostro paralizado.
Esas visiones eran las que perturbaban los días de Vicente. Pero el amor hacia su esposa era mayor, tanto que hacía caso omiso de las aterradoras visiones y siempre despertaba a su amada esposa con un beso en los labios y ella le retribuía con una mirada de amor y en ocasiones, de deseo.
Los días pasaban de igual manera con los mismos espejismos terroríficos. Sin embargo, un día en el trabajo, el empleado perfecto Vicente Hernández, en plena junta de trabajo “muy importante” para la compañía, empezó a escuchar la voz de su esposa acompañada por la pequeña risa de un niño. Queriendo ubicar de dónde venían los sonidos, consiguió que su jefe, el señor Ruiz, le llamara la atención, volviéndose a centrar en el aburrido tema de la junta.
Llegó la hora del cierre de actividades del negocio. Victoria, la recepcionista, esperó en la puerta a Vicente, como era ya costumbre de todos los viernes. Porque a pesar de tener una vida de casado ejemplar, Vicente no podía renunciar a las tentaciones de la carne y más con las insinuaciones de Victoria Sánchez. Pese al remordimiento y su continua promesa de ser “la última vez” en someterse a la lujuria de sus deseos con ella. Aquello no dejaba de ser más que una promesa vacía.
El hotel siempre era el mismo, al igual que el cuarto. Las caricias, besos y toqueteos no se hacían esperar, el alcohol disminuía la culpa y una vez iniciado el acto solo había lugar para el placer carnal… Salvo esa noche, donde por azares del destino, Victoria dejó la puerta del baño abierta.
Mientras que Vicente jalaba con fuerza el cabello de su amante, dirigió sin pensar una mirada al espejo. En este se reflejaban los amantes: Victoria apoyada de rodillas y manos, dándole a él la espalda; Vicente tensando el cabello de ella y penetrándola una y otra vez, dejando entre ver la cama matrimonial y el frío rostro de Paola, observando la escena, con un semblante serio, de desaprobación. De sus ojos brotaba esa mezcla de sangre y rímel, pero ahora su expresión era de un grito endemoniado, un grito que dentro de la cabeza del infiel marido resonó como el repicar de una campana.
En un grito interno lleno de pánico y desesperación, lo más que pudo salir de su boca fue un gemido orgásmico a la par de su compañera sexual.
Una vez terminado el acto, ambos notaron que ninguno de ellos usó algún preservativo. Victoria tenía una sonrisa radiante, ella siempre había deseado tener un bebé de Vicente y además estaba en un día fértil. Pero para él, no era igual… El mundo se desmoronaba lentamente. Sus pensamientos se agolpaban dentro de su cabeza:
“¿Realmente me está sucediendo esto? ¿Por qué a mí?… Ella lo sabe…”
Ese pensamiento sentenció la locura de Vicente Hernández.
Sin saber si realmente reía o solamente era una risa dentro de su cabeza, miró a su amante con ternura. La observó, le acarició el cabello, las mejillas, su vientre y de pronto le asestó un golpe fulminante con la botella de vino casi vacía… Estampó la base de esta en la cara de Victoria, rompiéndole la nariz y llenando de fragmentos de vidrio, no solo el rostro de la víctima sino también el de él. Apuñaló repetidas veces la cara y el cuello de la mujer, haciendo volar cada vez más cristales, rajando con el último filo de la botella el abdomen de quien había sido su amante.
En el arrebato de locura, escribió en una pequeña hoja de papel: “No es culpa de él.” Escrita con sangre. Intentando hacer una falsa y patética nota de suicidio.
Después de una ducha llena de gritos de dolor por retirar las astillas de botella más profundas, Vicente se miró al espejo y dónde solía estar el reflejo de una Paola molesta, ahora ella sonreía y besaba la mejilla de su amado marido mientras lo abrazaba por detrás.
Esa sería la mejor mañana de Vicente desde que contrajo nupcias con el amor de su vida. Salió del hotel sin pena ni remordimientos. Cerrando con llave la habitación, con la intención de desaparecer lo ocurrido de la faz de la tierra.
Al regresar a casa, notó que su esposa seguía dormida. Vicente se dispuso a mirar el espejo, deseoso de ver el afectuoso reflejo de su mujer mientras se afeitaba, pero en su lugar se encontró con el mutilado rostro de Victoria. Con la mirada iracunda, con un vidrio de botella en el ojo izquierdo y sangre brotándole de las mejillas y cuello. Ella con los labios rajados gesticuló una palabra inaudible, pero que él sí pudo comprender a la perfección: “Mátala”.
Lentamente, las facciones de la alucinación cambiaron, hasta tomar la forma de Paola, con el mismo semblante, tal vez peor… Con unos ojos totalmente negros, llenos de sangre y sombras, las mismas sombras que lo habían arrastrado a la locura. Esos entes, solo audibles en su mente, finalmente se habían convertido en sombras, las cuales brotaban de las cuencas de su esposa y la acompañaban. En el espejo él podía ver cómo estas sombras y Paola comenzaban a acercarse más y más; la macabra figura empezó a pegarse totalmente a la espalda de Vicente. El reflejo mostraba al diabólico espejismo sujetando un largo cuchillo de cocina. El atormentado esposo sintió recorrer lentamente el filo desde la sien hasta el cuello; donde cortó sutilmente, y de esta herida salieron sangre y sombras.
Ante el terror, Vicente logró recapacitar un momento y ver de reojo hacia la cama, para cerciorarse que su amada esposa estuviera recostada. Y así todo aquello se podría solucionar con ayuda psiquiátrica. Pero por desgracia la cama estaba vacía y su esposa besaba lentamente su cuello.
Movido por la locura y el pánico, Vicente empuñó su hoja de afeitar y con un giro brusco, cortó profundamente el cuello de Paola, quien intentaba detener la hemorragia con sus manos. Los chorros de sangre habían brotado hasta manchar el espejo y la cara de su marido.
Paola cayó con la mano izquierda en su cuello y con la mano derecha sujetando firmemente una prueba de embarazo. Ella se había quedado dormida esperando feliz a su marido para darle la buena noticia. Sin embargo, su último pensamiento antes de morir fue: “¿Qué hice mal?”
Al mirar semejante escenario, la última gota de cordura de Vicente se había drenado por completo. Totalmente trastornado, sujetó de la cintura y una mano, el cuerpo inerte de su esposa y empezó a bailar un macabro y torpe vals, repitiendo las mismas palabras: “¡Qué maravilloso cariño, un bebé!”
Pero algo no se podía cambiar, la vida dentro de la muerte ya nunca más se dará.
Pasó el tiempo y Vicente pensó en replicar de nuevo una escena de suicidio; esta vez Paola estaba en la tina donde habría dejado caer su secadora de cabello conectada a la energía eléctrica, y una nota sobre el piso decía: “Estoy muy triste, no fue culpa de él”.
Vicente, totalmente trastornado, escuchaba como el espejo lo llamaba cada vez más. La sangre en él estaba completamente adherida y ya era imposible limpiarlo. Pero había una mancha que parecía provenir del otro lado y poco a poco no solo asomaba una sonriente Paola, sino que Victoria la acompañaba.
Ese día, las dos mujeres se besaban lenta y sensualmente, invitando a Vicente a que las acompañara.
Sin pensarlo ni una vez, Vicente estrelló su cabeza en el espejo, haciéndolo pedazos, pero aun así el reflejo macabro seguía seduciendo. El espejo se veía salpicado de sangre de nuevo, ¿o quizá…? No, eso era imposible… Seguramente la locura de Vicente se había desbordado por completo y en un arranque de desesperación (al ver que Paola desnuda soltaba un gemido de placer mientras Victoria le besaba apasionadamente uno de sus pechos) su lujuria y deseo no se contuvieron más, y así golpeó con fuerza el espejo, separando dos pedazos grandes de vidrio, los cuales se clavaron como colmillos de cualquier bestia hambrienta, en sus ojos.
La sensación fue totalmente placentera para los sentidos de Vicente, quien ya no podía ser atormentado por sus culpas. Solo veía un oscuro manto negro. Las sombras brotaron a la par de la sangre de sus ojos, manchando las paredes y el agua de la tina donde estaba su esposa. Y en ese momento, solo quedaron dos cuerpos en aquel baño con un espejo testigo de lo ocurrido… Un espejo del cual escurría sangre… ¿O quizá del mismo espejo emanaba sangre?

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