Siempre hay una octava
by Desireé Martín @desireemartin
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Giro mi cuerpo hacia un lado por puro instinto y mi estómago vacía su contenido sobre el suelo, dejando un sabor ácido en mi boca. Me limpio con el dorso de la mano y trato de entender dónde estoy y qué ha pasado.
Abrir los ojos no hace diferencia alguna, todo está tan oscuro que bien podría seguir teniéndo los párpados cerrados. El olor del desastre que acabo de dejar a un lado se entremezcla con otros que me resultan conocidos pero la niebla en mi mente, y el dolor de cabeza, no me permiten localizar. Madera mojada, polvo, plástico.
Me pongo en pie de forma un poco torpe, como si estuviera flotando en medio del agua y no pudiera distinguir lo que es arriba y lo que es abajo. Tanteo en la oscuridad hasta tocar algo, parece una columna o el inicio de una pared. El suspiro de alivio que brota de mis labios pronto se convierte en una exclamación de sorpresa. Doy un brinco y me sacudo la mano, la sensación de cosquilleo sobre la piel hace que mi reacción sea automática. No noto nada, pero igualmente sufro un escalofrío. Habrá sido mi imaginación
Finalmente recuesto la espalda contra el pilar. Miro alrededor y solo puedo distinguir una ventana que parece tapada por algún tipo de cortina, el brillo al otro lado es muy ténue, debe ser de noche. Me parece un buen momento para intentar recapitular sobre qué ha ocurrido y cómo he llegado aquí: una oscuridad desconocida, con una enorme resaca.
Lo primero que se me viene a la cabeza fue el momento en que llegué a casa. El olor a la deliciosa cena que había preparado mi mujer llegaba hasta el jardín, atrayéndome como un oso a un delicioso panal de miel. Cuando entré me dirigí a la cocina para poder besarla y abrazarla.
— Llegas temprano — su voz era tan cálida como siempre. — La cena ya casi está.
Llevé una mano a su mejilla, acariciando con suavidad la tersa piel de su pómulo y dedicándole una sonrisa que ella me devolvió, con esos pequeños labios apretados en los que dejé un nuevo beso antes de ir a lavarme las manos.
La imagen del agua, turbia por los restos del maquillaje, sigue aún dando vueltas en mi cabeza cuando mi corazón se acelera en aquella oscuridad. ¿Dónde está mi mujer? ¿Le habrá ocurrido algo? ¿Y si está herida? Intento moverme de nuevo, escuchando chirridos a cada paso. Es un suelo de madera, es fácil de imaginar. Pronto entiendo que debe ser mi propio desván, ella siempre se queja de lo viejas que están las tablas y que deberíamos cambiarlas. De repente agradecí no haberlo hecho, al menos ya no estoy tan perdido.
Recuerdo que hay una bombilla, una de esas que tienen una cadena colgando, si la enciendo resultará mucho más cómodo moverme. Aún así grito su nombre, tal vez está abajo, o puede que se quedase fuera de juego conmigo, ¿nos pasamos bebiendo juntos? Escucho una respiración. No estoy solo.
— Está delicioso, cariño — miré de nuevo su sonrisa y estiré la mano para sujetar la suya, acaricié sus dedos que parecen pequeños gusanos asomando por el agujero de una pared tras haber devorado el yeso — Aunque un poco más picante de lo que me gusta.
Se disculpó por aquello, como siempre hacía, seguramente una costumbre adquirida de su antigua relación. Sacudí la cabeza y seguí contándole el maravilloso día que había tenido en el trabajo, ella escuchaba con atención, como si le estuviera narrando la más maravillosa historia y, mientras tanto, yo aprovechaba para perderme en sus preciosos ojos oscuros mientras las palabras salían como una imparable cascada.
Vuelvo a decir su nombre, ahora más alto, más insistente. No recibo respuesta. Aún así estoy seguro de que noto la presencia de alguien más conmigo, en aquel desván. Siento la respiración y cuando me detengo una tabla chirría. No he sido yo. Me quedo inmóvil durante unos segundos y escucho de nuevo las tablas, más cerca de mi. Retrocedo un paso y pregunto quién está ahí aunque no espero respuesta.
La cena había sido copiosa pero eso no impidió que la pasión estuviera a flor de piel. Ni tan siquiera esperé a que la rutina de cada noche nos llevase a la habitación. Los platos con restos de comida adornaron el suelo, algunos hechos añicos, pero limpiar era algo para más tarde. En ese momento solo podía pensar en el precioso cuerpo de mi esposa retorciéndose sobre la mesa, en el chirrido que las patas hacían sobre el suelo cada vez que me movía, en sus dedos arañando la madera.
Cicatriz sobre cicatriz.
Un pinchazo parece atravesar mi vientre de lado a lado.
La oscuridad de la noche huye y deja paso a otro tipo de oscuridad. Casi me arrepiento de haber encendido la luz.
Recorro aquellas extremidades con los ojos, desde sus siete puntas apoyadas sobre el suelo hasta la unión de estas al cuerpo redondo tan grande como el coche que le regalé en nuestra boda. La negra piel brilla bajo la luz amarillenta y poco a poco da paso a algo más grisáceo, lechoso y mortecino.
La cintura de mi esposa se alza por encima de mi. Ese enorme cuerpo la obliga a inclinarse siguiendo la forma del techo, con los brazos colgando hacia abajo, hacia mi, como si de un cadáver se tratase. Sus costillas marcadas dan aún más sensación de descomposición. La miro y, cuando nuestros ojos se cruzan, sé que está viva. Ojalá no fuera así.
Su sonrisa es todo dientes, afilados como agujas mortíferas. Todos sus ojos, tan oscuros como su piel, están fijos en mi. Me dejo caer en el suelo, arrastrándome hacia atrás, hasta que de nuevo tengo la espalda apoyada en aquel pilar. No, no es un pilar. Alzo la vista y lo compruebo. Ahí está la octava pata.
Dejo escapar un grito que parece desgarrar mi propia cabeza. Me llevo las manos al vientre, el dolor es insoportable. Y las veo, sacando sus alargadas extremidades, naciendo de mi. Una, dos...hay una tercera. Al menos eso es lo que estoy seguro de sentir antes de dejar de sentir por completo. Mis ojos se quedan fijos en ella, mi esposa, es lo último que quiero ver, aunque sea esa horrenda versión de la mujer que amé.
Con mi último aliento solo puedo preguntarme, ¿cómo pude estar con ella y no ver lo que realmente era? ¿Cómo escondió el monstruo que llevaba dentro entre tanta docilidad y obediencia? ¿Si los golpes hubieran sido más fuertes, podría haberme salvado? Si en lugar de su brazo hubiera sido su cuello, ¿habría evitado esa pesadilla?
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Su vestido negro hace ver su piel aún más pálida de lo que seguramente es. Sentada sola en una de las mesas, con la mirada perdida en la danza de los recién casados. O eso cree él. No puede evitar pensar que es la mujer más hermosa que ha visto nunca. Ha escuchado hablar sobre ella y se pregunta si será la indicada.
— Vete a casa, estás haciendo el ridículo. Te dije que con esos zapatos pareces un niño pequeño aprendiendo a andar. Mejor ve a cambiarte antes de que salgas en el vídeo — murmuró, poniendo la atención en su acompañante, la cual agachó la cabeza y fue a recoger sus cosas, acatando su sugerencia. Disculpándose con él, como siempre hacía. Nadie notó su ausencia, todos estaban demasiado centrados en su propio baile.
Ahora, libre de las ataduras que ya le aburrían, pudo dirigirse libremente a aquella mesa. Hacia aquella mujer de preciosos ojos oscuros y mirada melancólica. Se presentó, con aquel encanto que tanto había perfeccionado a lo largo del tiempo.
— Lamenté mucho escuchar lo de su marido, imagino que debe estar destrozada — ella le dedica una sonrisa triste y agacha la mirada, con timidez, encogida sobre si misma como si no fuera más que una niña pequeña, afligida por su desgracia. Él decide que la ha encontrado. Como se suele decir: de una boda siempre sale otra.
Es un hombre atractivo, no el más llamativo que haya visto nunca, pero sin duda encantador. Ha escuchado hablar de él. La decisión está tomada.
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