El Chico De la Camiseta Amarilla
de juanvilive @juanvilive
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El Chico De La Camiseta Amarilla
Aquel 18 de julio de 2024, lo recuerdo con especial claridad por tres razones. Primero, porque era el día en que cumplía catorce años; segundo, porque mi familia y yo visitamos el Parque Warner en Madrid para celebrarlo; y tercero, porque estuvimos cerca de morir todos.
Ese verano, mis padres, mi hermano Dani y yo decidimos embarcarnos en un viaje por España. Vivimos en un pequeño pueblo de Extremadura, donde la vida transcurre de manera lenta y tranquila. Mi padre, conocido cariñosamente como Don Carlos por los habitantes del pueblo, es el médico local. Mi madre, por su parte, enseña en la escuela primaria. No solemos viajar mucho, pero aquel verano era diferente, era especial.
A pesar de mi entusiasmo por el viaje, una parte de mí no podía evitar sentirse decepcionada. Aaron, el chico más popular de mi clase y por quien había suspirado en secreto durante meses, finalmente había notado mi existencia. Apenas dos días antes de partir, se me acercó con una sonrisa que me hizo temblar las rodillas.
'Raquel, ¿tienes planes este fin de semana?', preguntó. 'Pensé que podríamos ir al cine a ver esa película de terror de la que todos hablan'.
No podía creerlo. Era justo lo que había estado esperando. Pero tuve que rechazarlo debido al viaje. 'Lo siento, estaré fuera', murmuré, con un nudo en el estómago.
No pude evitar pensar que Aaron acabaría invitando a Vanesa, una chica que siempre estaba tras él.
El día de nuestra partida, un viernes por la tarde, la emoción era palpable. Mi padre había alquilado una autocaravana que parecía lista para una expedición al Polo, en lugar de un simple viaje de quince días. Mi madre, como siempre, había preparado suficiente comida como para alimentar a un pequeño ejército. 'Rosa, no vamos a dar la vuelta al mundo', repetía mi padre con una mezcla de exasperación y cariño.
El viaje hacia el Parque Warner estuvo lleno de anécdotas y risas. Incluso recordamos, para fastidio de mi hermano, aquel día en que descubrimos los bocadillos que Dani no se comía en el recreo, escondidos en su bolsa del colegio. Mi madre, impulsada por un arranque de indignación y curiosidad ante el olor que emanaba de allí, registró la mochila de Dani y extrajo, una tras otra, nueve bolsas con bocadillos en distintos grados de descomposición. La cara de Dani se tiñó de rojo y, mamá, oscilando entre el asco y la ira, lo castigó sin consola por el resto del trimestre. Aún recuerdo el olor nauseabundo que se desprendía.
Por fin llegamos al Parque Warner. Estábamos en la cola para entrar, rodeados de gente emocionada y bajo un sol que no daba tregua. Mientras esperábamos, jugueteando con mi entrada, lo vi. Un chico moreno con una camiseta amarilla estaba a unos metros de mí, en otra fila. Nuestras miradas se cruzaron y algo en cómo me miró me dejó clavada en el sitio. Era un momento extraño pero especial, como si solo existiéramos él y yo. pero había una chispa en sus ojos, un misterio en su mirada, que lo hacía inolvidablemente atractivo.
Me quedé observándolo, hasta que una pregunta de mi padre me distrajo. Cuando volví a mirar, el chico había desaparecido entre la multitud.
Una vez dentro del parque, una empleada de la Warner nos abordó para pedirnos posar para la típica foto que luego puedes recoger a la salida por un módico precio. Nos hicieron varias fotos, en muchas posturas distintas, con una fuente de Piolín a nuestra espalda.
Cuando terminamos la sesión de fotos, decidimos dar una vuelta por el parque antes de montar en las atracciones. El ambiente era electrizante. Parecía que habíamos sido transportados a un estudio de cine en Hollywood. La música, las tiendas, las calles temáticas; todo era un espectáculo.
Recorrimos el parque, sumergidos en un festival de colores y sonidos. Dani, rebosante de energía, iba de un lado a otro con un entusiasmo contagioso, señalando cada atracción con un emocionado '¡Mira! ¿Montamos en esa?'. Mis padres, aunque claramente emocionados por la aventura del día, trataban de moderar su efusividad. Recuerdo oír a mi padre, comentándole a mi madre en voz baja que quizás no había sido buena idea dejar que Dani tomara tanto azúcar en el desayuno. Aunque lo decía en serio, no pudo evitar una sonrisa al ver la alegría desbordante de nuestro pequeño torbellino, mientras negaba con la cabeza y seguía el paso acelerado de Dani.
Al llegar a la zona de Gotham, el espectáculo de acción real de Batman estaba a punto de comenzar. La multitud nos impedía ver bien, así que mi padre levantó a Dani sobre sus hombros y yo me subí a un banco. En medio del espectáculo, mientras Batman y Robin luchaban contra el Joker y Harley Quinn, volví a ver al chico de la camiseta amarilla. Estaba apoyado contra la pared de la tienda de merchandising, mirándome fijamente otra vez. Sentí cómo mis mejillas se teñían de rojo y rápidamente volví mi atención al espectáculo. No obstante, no pude evitar lanzar miradas furtivas en su dirección, pero había desaparecido.
Después del espectáculo, seguimos explorando el parque. Mi hermano y mi padre se divertían en la zona del Oeste, simulando duelos de pistoleros, mientras mamá y yo entrábamos en tiendas y disfrutábamos del ambiente. Nuestra siguiente parada fue Los rápidos, una atracción acuática que prometía refrescarnos del calor. En uno de los giros de la atracción, vi de nuevo al chico de la camiseta amarilla, apoyado en una barandilla, observándome. Pero en el siguiente giro, lo perdí de vista. Empecé a sentirme nerviosa, preguntándome si realmente nos conocíamos de algo. Un chico tan guapo no sería fácil de olvidar, pensé.
Continuamos nuestro paseo hasta llegar a la atracción de Scooby-Doo, que parecía perfecta para toda la familia. Corrimos hacia la entrada con entusiasmo, sin saber la tragedia que nos esperaba en el interior.
La fila para entrar a la casa embrujada era interminable, serpenteando a través de pasillos oscuros y rincones misteriosos. Recuerdo a mi padre, con una sonrisa pícara, comentando en voz baja: 'Aquí huele a zorro', lo que provocó que mi madre, entre risas, se tapara la nariz de forma teatral. En uno de los giros de la fila, mis ojos captaron una figura familiar cerca de las vagonetas: el chico de la camiseta amarilla. Sin embargo, entre la multitud que se movía y los destellos de luces tenues, no pude estar completamente segura de que fuera él.
La espera se hizo eterna, y mientras avanzábamos lentamente, mi mente divagaba entre Aaron y el misterioso chico de la camiseta amarilla. ¿Quién era él? ¿Por qué me miraba de esa manera? ¿Era solo mi imaginación? Estas preguntas giraban en mi cabeza, creando un torbellino de emociones que me mantenían distraída.
'Esto va a ser genial', exclamó Dani, con una sonrisa de oreja a oreja. Mamá asintió, ajustándose las gafas, mientras papá revisaba su teléfono.
Cuando finalmente llegó nuestro turno, nos acomodamos en las vagonetas. La decoración de la mansión embrujada, con sus telarañas y espectros, nos sumergió en un mundo de misterio y aventura. Las vagonetas comenzaron a moverse, adentrándonos en la oscuridad de la atracción.
La risa de Dani resonaba mientras las vagonetas giraban y se deslizaban por el recorrido. Pero entonces, sin previo aviso, un sonido estridente y un temblor sacudieron el suelo, parando las vagonetas en seco. Al principio, pensé que era parte de la atracción, pero de repente una chispa saltó de un panel cercano y se dirigió hacia una cortina inflamable. El fuego se encendió con una ferocidad inesperada, propagándose rápidamente por la tela y las decoraciones cercanas.
Mientras las llamas devoraban las telarañas sintéticas y las figuras de cartón, un detalle crucial pasó inadvertido. En la esquina de la habitación, oculto tras la decoración temática, se encontraba un cilindro de gas comprimido, utilizado para los efectos especiales de la atracción. El calor creciente del fuego lo había alcanzado, aumentando la presión interna hasta un nivel crítico.
De repente, con un estruendo ensordecedor, el cilindro explotó. La onda expansiva sacudió la estructura de la mansión, lanzando escombros y provocando un estallido de llamas adicionales. La explosión arrancó fragmentos de las paredes y el techo, enviando un aluvión de chispas y pedazos ardientes por todas partes.
El pánico se apoderó de nosotros. Gritos de terror llenaron el espacio cerrado mientras el fuego se expandía, consumiendo todo a su paso. El humo comenzó a llenar nuestras vías respiratorias, y la visibilidad se redujo a casi nada.
De pronto, una figura mecánica de la atracción se descolgó, golpeando a mi padre en la cabeza. Cayó, aturdido y confundido, incapaz de ver. '¡Carlos!' gritó mamá, pero él solo balbuceaba incoherencias. Mi madre, con esfuerzo, lo ayudó a levantarse. Agarré a Dani de la mano, gritando a mis padres que debíamos escapar de allí, mientras detrás de nosotros las llamas se hacían más feroces. Opté por un estrecho pasadizo que pude vislumbrar entre el humo, que parecía conducir a la salida. Fue entonces cuando lo vi: el chico de la camiseta amarilla, emergiendo del atajo que íbamos a tomar. Se detuvo, bloqueándome el paso y negando con la cabeza insistentemente, advirtiéndonos que aquel camino era peligroso.
Antes de que pudiera decir algo, una sección del techo comenzó a crujir peligrosamente. El chico, con gestos urgentes, nos señaló en la dirección opuesta. Sin dudarlo, lo seguí, justo cuando el techo donde momentos antes estábamos a punto de cruzar se derrumbó en una lluvia de fuego y escombros.
Mientras nos abríamos paso por los pasajes oscuros y estrechos, alejándonos de las llamas que consumían vorazmente la atracción, el chico de la camiseta amarilla nos guiaba con seguridad. Mi madre, con un esfuerzo palpable, sostenía a mi padre. Él, aún aturdido, apoyaba su brazo sobre el cuello de ella, con su mano derecha firmemente sujetada por la de mi madre.
'¿Estás bien, amor?', murmuró mi madre, su voz teñida de preocupación.
'Apenas... apenas puedo ver', balbuceó mi padre, intentando enfocar su mirada.
Yo rodeaba con mis brazos los hombros de Dani, avanzando agachados. 'Vamos a salir de esto, Dani', le aseguré, aunque mi voz temblaba ligeramente.
La presencia del chico, en medio de aquel caos, era extrañamente tranquilizadora. A pesar del peligro que nos rodeaba, una calma inusual me invadía al seguirlo. Era como si, en su silencio, portara un conocimiento secreto de aquel lugar.
Finalmente, nos topamos con una puerta de emergencia. Empujándola juntos, salimos al exterior, donde el aire fresco golpeó nuestros rostros, marcando un contraste tremendo con el ambiente sofocante del interior. Tomamos grandes bocanadas de aire, tosiendo y tratando de purgar el humo de nuestros pulmones.
En cuanto pude recuperarme, me volteé para agradecer al chico, pero él ya no estaba. Se había desvanecido sin dejar rastro. '¿Dónde... dónde fue el chico que nos ayudó?', pregunté, desconcertada.
Mi madre, que estaba intentando recuperar el aliento, me miró y me dijo: '¿Qué chico? Yo no veía a nadie, solo intentaba sostener a tu padre y seguía la silueta de tu hermano. Pero si nos ayudó un muchacho, le debemos nuestra vida', respondió con gratitud en su voz.
Miré a Dani, cuyos ojos aún húmedos reflejaban el terror reciente y una confusión profunda. '¿Viste al chico que nos guió?', pregunté, buscando alguna confirmación. 'Solo te seguía a ti, Raquel. Todo era humo y miedo', respondió con voz temblorosa. Al abrazarlo, sentí su corazón latiendo rápidamente. También quise preguntar a mi padre, pero supe que él no había visto al chico, seguía desorientado y aturdido.
En poco tiempo, nos encontramos con la frenética actividad de los empleados del parque y los servicios de emergencia, que atendían a mi padre de sus heridas y a los visitantes afectados. Nos reunimos con otros supervivientes, intercambiando miradas de alivio y palabras entrecortadas sobre nuestra experiencia traumática.
Los días posteriores al incidente en el Parque Warner fueron un hervidero de emociones. El regreso a nuestro pequeño pueblo fue tranquilo, con cada uno de nosotros perdido en sus pensamientos sobre lo sucedido. Mi familia intentaba retomar la normalidad, pero mi mente no paraba de darle vueltas al enigma del chico de la camiseta amarilla.
En las semanas siguientes, mientras mi familia volvía poco a poco a su rutina diaria, yo no podía dejar de pensar en aquel muchacho. Recordaba cómo había preguntado a todos los supervivientes y empleados del parque sobre él, pero nadie parecía recordarlo. Lo más desconcertante era que las grabaciones de las cámaras de seguridad no mostraban nada. Me llegaron a tratar como si me lo hubiera inventado y no era del todo falso, ni mis padres, ni mi hermano, ni absolutamente nadie había visto a ese chico aquel día. Llegué a pensar que fue algo que había generado mi mente para asimilar aquella situación tan difícil y poder escapar de allí.
Recuerdo un día en particular, cuando mi madre estaba reorganizando los armarios en casa. De repente, me llamó con una urgencia en su voz que me hizo correr hacia ella. '¡Raquel, tienes que ver esto!' exclamó. Al llegar a la habitación, la encontré con varias fotos esparcidas sobre la cama. Eran de nuestra visita al Parque Warner. 'Mira, después de aquel incidente, cuando los servicios de emergencia nos atendieron, una empleada del parque nos trajo estas fotos que nos tomamos a la entrada,' explicó mi madre, con una mezcla de nostalgia y sorpresa en su voz. '¿Recuerdas las fotos?' 'Claro que sí, pero, ¿qué ocurre?' pregunté, intrigada por su tono. Con un leve temblor en las manos, giró una de las fotos hacia mí. Era una donde Dani y yo posábamos con los brazos cruzados, intentando parecer intimidantes para la cámara. Pero lo que realmente captó mi atención fue una figura en el lateral izquierdo, casi perdida entre la multitud del parque. Ahí estaba, casi borroso pero inconfundible: el chico de la camiseta amarilla.
En ese preciso momento me puse a llorar, no sabía si era del alivio de saber que no estaba loca o de comprender cómo aquel muchacho había arriesgado su vida para salvarnos. Mi madre, en ese momento, me besó en la frente y nos fundimos en un abrazo.
Los días que siguieron a ese descubrimiento no fueron fáciles. Ya sabía con certeza que ese chico nos había salvado, pero aún seguía siendo un misterio. Me propuse resolverlo fuera como fuera, aunque me llevara toda la vida. Mis padres notaron mi inquietud y me animaron a buscar respuestas. 'Quizás haya algo en internet', sugirió mi madre. Con esa idea en mente, me sumergí en los foros de internet y en las noticias antiguas relacionadas con el Parque Warner. Pasé meses navegando por páginas web, buscando cualquier mención de un chico con una camiseta amarilla.
Fue en una noche tranquila, sentada en mi escritorio con una taza de leche caliente, cuando finalmente encontré lo que buscaba. En un foro poco conocido, alguien había compartido un artículo antiguo sobre un accidente en el Parque Warner. La noticia, con fecha de 2002, relataba un suceso sombrío: la muerte de un joven llamado Jonathan Beckett en una de las atracciones acuáticas del parque. Que, según explicaba el artículo, había sido clausurada y demolida poco después del incidente, reemplazada por una nueva atracción para borrar todo recuerdo de lo sucedido.
Pero lo que me dejó sin aliento fue la foto que acompañaba la noticia. Era una imagen tomada el mismo día del accidente, mostrando a Jonathan sonriente y despreocupado, momentos antes de subirse a la atracción. Aunque la foto estaba descolorida por el paso del tiempo, su camiseta amarilla era inconfundible. Era él, el mismo chico que nos había salvado la vida. Al reconocer su rostro, un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Me quedé mirando la pantalla, sintiendo una mezcla de terror y tristeza. Por fin tenía una respuesta, pero era una historia más trágica de lo que había imaginado. Corrí a contárselo a mis padres. Nos sentamos juntos en la sala, leyendo la historia de Jonathan en voz alta. 'Pobre chico', murmuró mi madre, con lágrimas en los ojos.
'¿Cómo puede ser?', pregunté en voz alta, mientras mi familia me rodeaba, igual de intrigados por la historia. '¿Cómo es posible que alguien que murió hace años nos haya salvado?'
Mi padre, siempre el escéptico, sugirió que tal vez era una coincidencia, una mezcla de leyendas urbanas y testimonios distorsionados. Pero mi madre, con una mirada pensativa, dijo suavemente: 'A veces, hay cosas en este mundo que van más allá de nuestra comprensión. Tal vez Jonathan encontró una forma de seguir cuidando de los visitantes del parque, incluso después de su muerte.
Con los años, seguí investigando y descubrí en los foros de Warner relatos de personas que afirmaban haber sido ayudadas por un chico joven con una camiseta amarilla. Un caso en particular me conmovió profundamente: unos padres habían perdido de vista a su hija de tres años durante una noche en el parque. Estaban aterrorizados, pensando que la niña se había caído al lago. De repente, vieron a un chico con una camiseta amarilla, llevando de la mano a su hija. Antes de que pudieran agradecerle, el joven había desaparecido sin dejar rastro.
Tras lo ocurrido con Jonathan, empecé a valorar más los momentos con mi familia y decidí estudiar periodismo, inspirada por su historia. Cada artículo que escribo es un tributo a su memoria, un recordatorio de la importancia de cada instante. Aunque su vida acabó trágicamente, su influencia persiste, motivándome a buscar y compartir verdades que puedan iluminar otras vidas.
FIN
2 comentários
gerelv
Eu amei! ;)
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mariasolanojimenez
PlusMuito bom. Parabéns
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