En Las Calles De Piedra De Esta Vieja Ciudad De Zipaquirá, Se Escucha El Traqueteo De Su Bastón
En Las Calles De Piedra De Esta Vieja Ciudad De Zipaquirá, Se Escucha El Traqueteo De Su Bastón
przez Jeison Pinzón @jpinzonr485
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Introducción
Qué día tan lluvioso, verdad, Agustín. Una voz dentro de su mente le repetía: "Tú, que has vivido toda tú vida en esta maldita ciudad tan fría y lluviosa, no has sido capaz de irte de ella porque te recuerda a tu infancia con tu familia, viviendo muy cerca de la mina de sal. Jugabas sin parar en los pinos que luego serían quemados para procesar la sal, y justo ahí fue donde te rompiste la pierna izquierda en tres pedazos. ¡Qué maldita suerte! Desde ese día has estado obligado a cargar siempre con ese asqueroso bastón barato que compraste hace poco en las artesanías del pasado diciembre, con los pocos centavos que te quedaban del último trabajo que te encargó el cuidador del cementerio de vigilar los restos de un antiguo cacique indígena. Debías aguantar por más de tres días esos fríos de las madrugadas de Zipaquirá, donde solo podías calmar masticando tabaco barato que comprabas cerca de la plaza a esa vieja gorda e insípida que te sonreía con deseos carnales, y debías sonreírle por educación para no demostrarle lo que en verdad pensabas de ella.".
Cuando estabas ahí cuidando esos restos del cacique, leíste en una pequeña marca cerca de la tumba una "K" y una "T" borrosas, y te quedaste pensando y dando vueltas a esas pendejas letras por unos días. Mientras caminabas por el centro lluvioso, los niños reían y comían su caramelito rojo, y los viejos se tomaban sus dos copas de trago para el frío. Tú solo te parabas a esperar el tic-tac del reloj de la plaza para ir a la plaza de mercado por una pequeña sopa de arroz para calmar el hambre. Era para lo único que te alcanzaba, ya que esta vida no era para ti. Odiabas todo, e incluso esta maldita ciudad, donde se creen plebeyos con su museo de ese artista de quinta, donde solo guardan basura de la época. Pero algún día sabrán más de la verdadera historia y no de esas estupideces, repetías mientras caminabas a tu lugar de almuerzo y pateabas las pequeñas piedras de las calles sucias y llenas de tierra del lugar donde te tocó vivir, y solo sentías que no pertenecías ahí.
Un día cualquiera, cuando estabas en el café de la esquina de la plaza, te dio por mirar la catedral como nunca la habías visto y solo pensaste: "¿Serán esas malditas copas que me tomé las que me sentaron mal o qué me pasa? ¿Por qué siento que debo entrar a esa iglesia si yo odio todo lo que venga de esos dioses inventados por los hombres?" Pero, así y todo, a empujones del destino, entraste, Agustín, y en la mitad de las columnas encontraste una pequeña placa que decía sobre la revolución de los comuneros. De nuevo veías la "K" y la "T" y te hizo estremecer y sentir algo familiar. Saliste arrastrando tu bastón de ahí como pudiste y el frío de la plaza te quitó esa sensación, pero no pudiste dormir esa noche. Al otro día, con tu sombrero a medio caer como todo un detective, te fuiste de nuevo a leer lo que decía, y aún más te sorprendió el final de esta placa: “Gracias á la tenacidad de estos hombres y mugeres, sois libre de toda injuria y calumnia. Que los dioses os concedan toda la grandeza y el amor infinito, como tú, mi amada diosa KT.” No lo podías creer, que existiera una diosa en Zipaquirá con ese nombre y esas características. Ahí te quedaste, inmóvil, con tu pedazo de libreta vieja como tú, roída por el tiempo, como tu gabán que está un poco remendado y no ha perdido el color, pero sí ha perdido el tiempo con cada enmendadura que tenía.
Pasaron los días y seguías leyendo tus apuntes con tu letra tosca y poco legible, ya que no entendías nada de esas diosas. No entendías nada de la historia de Zipaquirá; siempre era lo mismo de lo mismo. "Basura", gritabas a la nada mientras dormías, o eso intentabas, ya que ese maldito frío no te dejaba. ¿Verdad, Agustín?
Cuando llegaste al café de la esquina por tus tres copas de aguardiente y tu tinto oscuro y caliente, miraste fijamente la casa del obispo y, dentro de tu mente, se te ocurrió la brillante idea de entrar y buscar más información de esa diosa. Pero solo susurraste entre dientes: "¿Cómo puedo, si esta maldita pierna no me deja ni subirme a la cama? ¿Y si voy a ser capaz de trepar por una ventana?" Solo soltaste una carcajada que una señora cuarentona y bien moza te miró con desprecio, y tú solo la saludaste bajando tu sombrero húmedo y descolorido, con una ingrata sonrisa en tu rostro de desprecio. Seguiste en tus pensamientos y en tus planes de cómo lo podrías hacer. Así te has levantado de la mesa, has dejado diez pesos en monedas y te has marchado sin mirar a nadie más.
Así fueron pasando de nuevo los meses y te sentías tan infeliz y estúpido por no poder caminar bien y no poder ir a investigar. Pero ya lo tenías claro: ibas a intentarlo, así el dolor no te dejara y te hiciera gritar. Pero lo ibas a hacer, ¿verdad, Agustín? Eso querías y lo deseabas con cada traqueteo de tu bastón por estas calles frías y húmedas de esa ciudad que no es tuya, pero en la que te tocó vivir.
Esa noche mascaste un poco de tabaco, te tomaste un sorbo de aguardiente de una botella vieja y sucia que tenías en tu pequeño cuarto cerca de la mina. Era lo único que te quedaba de tu familia. Te marchaste con tus zapatos brillantes, tu sombrero y tu gabardina, y un pequeño reloj que te colgaba de esta, con su vidrio roto pero que aún marcaba la hora. A la una menos cuarto llegaste a la plaza principal, todo solo y con unos cuantos perros canchosos que ladraban, esos que te mordían el bastón y odiabas como todo lo que te rodea de esta ciudad. "Maldita sea," decías mientras caminabas. Antes de llegar, viste a una pareja de enamorados besándose frenéticamente. Al verte, se rieron y te miraron de reojo, y solo dijeron entre risas: "Vámonos de acá, que antojamos a este viejo asqueroso." No les hiciste caso, solo ibas a la batalla propuesta entre tu pierna coja y la ventana de la casa del obispo.
Antes de estar cerca, de nuevo mascaste más tabaco y sacaste ese reloj viejo. Suspiraste y solo se te ocurrió decir: "Voy por ti y quiero saber más de ti, diosa, o sé mi diosa. Debes ser en esta asquerosa ciudad." Así, muy lento, fuiste abriendo la ventana. Una cortina se te cruzó en el camino. Todo listo y a oscuras, tanteaste que todo estuviera en calma. Tomaste impulso con tu pie bueno y pegaste un salto que tu pierna enferma no esperaba. Solo sonó un "clip" entre esta y tu dolor, que te hizo sentir que bajaban gotas de sudor por tu camisa remendada, un obsequio de tu padre antes de morir. Estando ahí, bajaste con calma y paciencia. No escuchabas nada y tampoco veías nada. "Qué bruto soy," pensaste. "Alisté todo menos una vela, pero ¿qué vela si no tengo ni con qué comer?" Te reíste de tu pobreza. En el medio de una gran sala se desprendía una tenue luz de la luna que iluminaba una gran biblioteca. Jamás habías visto algo así, nunca, ya que lo único que hacías era trabajar en trabajos de poca monta. Nunca habías seguido estudiando; de milagro solo sabías leer y escribir, y eso gracias a tu madre quien te enseñó.
En el medio de esa biblioteca viste un gran libro que lo resguardaban dos imágenes de unos santos, pero tú ni idea de quién eran. Solo te acordabas de tu madre cuando, en Semana Santa, muy fiel y devota, iba a la iglesia contigo a rezar por más de doce horas, y tú sufrías en silencio con el frío y el hambre que daba. Pero no perdiste el tiempo, muy rápido abriste ese libro que decía "Cipaquira" sin "Z". "¡Qué raro esto, ese nombre así!", pero te gustó y te hizo amar lo que tanto odiabas. Más adelante viste un mapa que se desdoblaba y quedaba al triple del libro. Mencionaba la construcción de una megalópolis muisca, la cuna de la sabiduría, una ciudad futurista para los indígenas donde todas sus deidades se unían en una sola. Un centro con grandes casas y templos que representaban a cada uno de los dioses. Y en eso viste lo que estabas buscando: un templo que se ubicaba a tres cuadras arriba de la plaza principal que tenía de nuevo esa "K" y "T" juntas y una pequeña descripción que decía: “Una diosa cruel y despiadada que existió entre nosotros, que no amaba, sino solo conquistaba y mataba a sus conquistas para satisfacer sus ansias de ego”. Pero quedaste más atónito por lo que leíste, y justo en esa descripción estaba "485 manzana R", pero no sabías qué era. Ahí te quedaste, mirando ese plano, esa maravilla de ciudad que pudo ser, pero los malditos conquistadores acabaron. Cerraste el libro, pero no sin antes anotar el número y la letra de la descripción.
Seguiste mirando y te diste cuenta de que esa letra y número formaban parte de los estantes de libros. Empezaste a buscar como loco por toda la biblioteca, con el dolor de tu pierna aún vivo, que dé a pocos se fue calmando con más tabaco mascado. Llegaste al estante de la manzana R 485. Justo el libro tenía una pintura de una mujer de pelo ondulado, ojos pequeños y cachetes hermosos que se marcaban con dos huecos al reír. No muy alta, pensaste: "¡Qué tris de mujer! Pero vamos a ver quién eres."
Lo abriste muy veloz y, cuando intentabas leer el nombre completo de esas dos iniciales, escuchaste detrás de ti: "¿Qué diablos haces tú aquí, mi amigo?" De repente sentiste en tu rostro un fuerte puño que te hizo retroceder y quedarte inmóvil. Lo único que recuerdas fue que te llevaron a la alcaldía, el lugar que más odiabas de la ciudad donde él alcalde era ese señor que tanto desprecio te causaba con su sonrisa de quinta y sus ademanes femeninos, y te sentaron en el patio de este lugar, amarrado y sin poder moverte. Esto te causaba gran dolor en tu pierna y no te dejaba respirar con tranquilidad. Solo escuchabas: "¿Qué hacemos con este? Ya sabe mucho de nuestra verdadera historia. Deberíamos matarlo ya", susurró una voz entrecortada de un hombre gordo y ojeroso que fumaba velozmente. Pero el otro, cerca de él, cuya silueta delgada apenas se veía, respondió: "No, mejor llamemos al obispo, él siempre sabe qué hacer en estos casos." Los dos se fueron, pero antes de irse apretaron más los amarres y te mojaron. El gordo apagó su cigarrillo cerca de tu pecho, donde tu camisa vieja se terminó de romper, y salieron, no volviendo hasta la madrugada.
Cuando abrió sus ojos, llegó un señor alto con un tufo de vino y pensaste: "Este es el obispo; yo conozco ese olor de vino de consagrar." El obispo le leyó un salmo que él no pudo entender por el dolor de su pierna y solo repuso: "Esto quiere decir, mi fiel amigo, que debes olvidar lo que viste y lo que leíste o si no, te debemos matar aquí mismo. Si eso quieres, me vas diciendo y te voy leyendo los santos óleos. Solo tú decides." Luego de esta sentencia, sentiste de nuevo un puño en tu rostro proveniente de la silueta del hombre flaco que ahora sí veías tenía una chivera sin cuidar y le faltaba un diente, pero tenía unos ojos como un gato. Solo se reía y decía: "¿Qué hacemos, padrecito? Usted nos dirá si lo mandamos derechito al infierno por sapo."
"No, espera, Visancio, tengo una mejor idea. Lo podemos matar y poner su nombre en el obelisco de los mártires zipaquireños. Así nadie sospechará nada de este maldito sapo." Los hombres solo se rieron y se sorprendieron con esta gran idea. Lo levantaron y lo arrastraron a la orilla del patio. El obispo le leyó algo en latín y lo dispusieron para el momento preciso de su muerte. Los dos hombres, el gordo y el flaco, alistaban sus escopetas de fisto cuando Agustín susurró entre llanto y risas: "Oh, diosa indígena KT, sálvame de estas injurias, sálvame y mi vida será tuya. Yo seré tu vasallo, yo seré tu amor por siempre, mi alma te pertenece a ti. Yo seré tuyo y solo tuyo hasta la muerte, pero no me dejes que muera de esta manera. Te lo suplico, te lo imploro, mi amada, mi diosa, no me dejes morir."
Cuando de repente en el patio se escuchó un traqueteo de las tejas de barro, los hombres alzaron sus ruanas y miraron hacia arriba y rieron: "Es el diablo que viene por este pobre infeliz." Pero de repente el amanecer se convirtió en oscuridad, el frío en lluvia torrencial, y los hombres no veían nada, absolutamente nada. Solo escucharon pasos a su alrededor, acompañados de un traqueteo de un bastón, y solo ellos rezaban: "Virgen santísima, este desgraciado es el mismísimo Lucifer," y no podían moverse por la oscuridad. De repente, todo cambió y la luz del sol apareció de nuevo y brilló con gran intensidad, dejando al descubierto las amarras que sujetaban al hombre y un viejo sombrero, nada más.
No lo podían creer. El obispo se echó más de tres bendiciones y salió corriendo a la iglesia. Los dos hombres, como pudieron, salieron a tomarse más de una copa de aguardiente para poder entender lo que pasó, pero no encontraban respuestas sino más dudas: ¿qué diablos ha pasado, ¿qué fue todo esto? Desde ese momento, en las calles de piedra de esta vieja ciudad de Zipaquirá, se escucha el traqueteo de su bastón con una voz de una mujer que dice: "¿Cómo te arranco de mi corazón si yo te amo? Mis días ya no serán igual si tú no estás en ellos; por eso tu alma me pertenece, por eso siempre te amaré, mi amado."
Materiales
computador, libros
¿Qué narra el cuento?
Es un personaje que transcurre una pequeña ciudad de Zipaquirá Colombia, cuenta sobre hechos históricos sobre la ficción.
1 komentarz
Uwielbiam to… Zakończenie wow, fantastyczne, co za dobra historia 👏🏽
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