Mi proyecto del curso: Introducción a la escritura de historias de terror
Mi proyecto del curso: Introducción a la escritura de historias de terror
ile Lucia Mendez @lumendez
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SACRIFICIOS DE SANGRE
Lo primero en que su mirada se fijó al bajar del auto, fue la manera en que los árboles se movían, danzando con la leve brisa de aquel caluroso día veraniego. Pinos, acacias y eucaliptos se alzaban a su alrededor, dejando al grupo de amigas en el centro.
Un hombre las esperaba al final del camino de piedra que conducía hasta la cabaña, manos en los bolsillos de su jean y un cigarrillo entre sus labios. Llevaba puesta una gorra bordó que ensombrecía su rostro, siendo visible solo una incipiente barba rojiza.
—¿Luna? Soy César.
La aludida lo reconoció al instante. Era el dueño de la cabaña, con quien se había contactado por celular y quien le había dicho que la estaría esperando para darle las llaves de la propiedad.
—Oh, claro, hola.
Luna se acercó a él y extendió su mano para estrechar la suya, sin embargo, César dejó las llaves en su palma.
—El único pedido es que no derramen sangre… Es difícil de limpiar.
La joven parpadeó con confusión. Sin duda era uno de los pedidos más extraños que le podrían haber hecho. Y, sin más, lo observó alejarse hacia su camioneta. Había sido también uno de los encuentros más extraños.
Cada una de las cuatro amigas tomó sus pertenencias del vehículo y juntas se dirigieron a la cabaña que esperaba por ellas. Era perfecta, justo lo que deseaban. Contaba con un espacioso living-comedor, unido en su derecha a una cocina. En el centro había una escalera que conectaba con un entrepiso que servía de habitación. El estilo era rústico, de paredes y pisos revestidos en madera blanquecina que hacía lucir el sitio aún más grande. Por las amplias ventanas entraba luz solar y le otorgaba un sentimiento hogareño que cada una de ellas pudo sentir florecer en su pecho.
—Vaya, este lugar es increíble.
Luna asintió con su cabeza, de acuerdo con Maia, mientras dejaba su bolso en el piso junto al sillón. Notó la chimenea enfrente suyo y tuvo el impulso de prenderla por más que estuvieran haciendo veintiocho grados, pensando que el toque del fuego en la cabaña añadiría un mayor sentimiento de hogar, más no era el momento.
—Salgamos a tomar sol antes de que haga más calor. Pronostican treinta y cuatro grados para el mediodía.
Tras aceptar la sugerencia de Sofía, el grupo dejó su ropa desperdigada por la sala y cada una tomó algunas cosas antes de salir. Entre sus manos, Luna llevaba un pareo que colocó en la tierra, sobre el cual se acostó a dibujar en su cuaderno de dibujos, su más preciada posesión. A sus lados se acostaron Cleo y Maia, mientras la cuarta amiga decidió darse un chapuzón en el lago.
Luna decidió dibujar la escena frente a ella, la manera en que las hojas de los árboles acariciaban la superficie del lago, cuyo color oscilaba entre un azul y un tinte más verdoso, las ondas que Sofía producía al moverse, el cuervo de negros ojos en la orilla bebiendo agua. Su mano se detuvo de golpe sobre la hoja, sin embargo, al notar la repentina quietud a su alrededor. La brisa que les había dado la bienvenida se había calmado por completo y el incesante piar de los pájaros había desaparecido.
La joven se incorporó al notar la falta de movimiento en el cuerpo de agua, la falta de las ondas que había visto anteriormente, la falta de Sofía. El pulso se aceleró bajo su piel, los latidos de su corazón haciendo presencia en sus oídos.
—¿Luna? ¿Qué tienes?
Ignorando la confusión en el tono de voz de Cleo, la aludida dejó a un lado su cuaderno de dibujos, el lápiz aún entre sus dedos agarrotados por la tensión. Había pasado alrededor de un minuto desde que había salido por última vez a respirar y, a pesar de que era una excelente nadadora, Luna sabía cuánto le costaba aguantar con su cabeza debajo del agua —uno de sus mayores miedos era morir ahogada, por lo que sus padres la habían obligado a aprender a nadar cuando era chica para superarlo, aunque nunca lo había logrado—.
Luna dio un respingo cuando de repente el cuervo soltó un graznido, alzando vuelo al mover sus alas para alejarse del lago, irrumpiendo el silencio que se había formado. La cabellera rubia de Sofía provocó ondas al surgir del fondo y Luna sintió poder respirar de nuevo cuando la oyó tomar una bocanada de aire.
Las ramas de los árboles volvieron a mecerse con la brisa y los pájaros a piar alrededor de ellas.
—Carajo, me lastimé el pie.
La mirada de Luna y Maia se dirigió al pie de Sofía, quien dejaba manchas sobre la arena con cada paso que daba. Cleo optó por fijarse en la mueca de dolor en su rostro. Odiaba la sangre.
Cuando era chica, Cleo fue quién encontró a su abuela muerta en el baño. Creían que la mujer se había resbalado y al caer su frente impactó contra el pediluvio de la ducha. Ahora, cada vez que veía sangre, recordaba aquel espantoso momento, la cantidad de sangre que había formado un charco a su alrededor, comenzando a coagularse y tomando un tinte amarronado, con un fuerte olor a óxido que le daba nauseas de solo pensarlo.
—Oh, carajo, déjame ayudarte.
Maia se apresuró a llegar a su lado y la tomó por la cintura para permitir que su amiga coloqué parte de su peso en ella.
—Luna necesito que vayas preparando mi botiquín, está dentro del bolso que dejé sobre el sillón.
Maia había hecho un curso de primeros auxilios el verano anterior y desde entonces llevaba un botiquín de primeros auxilios a donde fuera, después de todo la había salvado en más de una ocasión.
Tal como le habían pedido, Luna se apresuró a recoger sus cosas y entrar a la cabaña. Fue en busca del bolso de Maia sobre el sillón, llevándose una sorpresa al descubrir su propio bolso ubicado junto al de ella. El mundo se detuvo a su alrededor un momento mientras recordaba haberlo dejado específicamente en el piso. En aquel instante sintió poder perder la cabeza. ¿Qué estaba pasando?
Sabía que era imposible que alguna de sus amigas lo hubiera movido, dado que había sido la última en salir de la cabaña. Hubiera notado si alguien lo hacía.
—Vamos, Luna, apúrate.
La joven sacudió su cabeza y simplemente abrió el bolso de su amiga para extraer el botiquín y llevárselo. Probablemente era ella la que se equivocaba. Debía ser solo un malentendido. Tal vez había dejado el bolso donde lo halló y había creído dejarlo en el suelo. Un error tonto. Algo que le podría pasar a cualquiera.
Todo estaba bien. ¿Verdad?
Al parecer, Sofía había cortado su pie derecho con algo que se encontraba en el fondo del lago. El tajo debía medir cinco centímetros y se encontraba en el arco del mismo. Maia aseguró que no era nada crítico y lo desinfectó antes de vendarlo.
Horas más tarde, el grupo se encontró sentando alrededor de una mesa circular jugando al UNO, mientras la música sonaba desde el celular de Cleo. Claro que lo que comenzó como un simple juego, pronto se convirtió en una guerra entre ellas, viendo quién era más ágil y conseguiría ganar.
—¡Deja de hacer trampa, Cleo! Es la segunda vez que tiras cualquier carta.
Frunciendo sus labios, Cleo volvió a tomar la carta que había tirado, un tres rojo, que en realidad había creído que era un nueve azul, o al menos eso había tomado del mazo entre sus manos. Decidió excusarse e ir por un vaso de agua a la cocina.
Cleo estaba segura de lo que había visto. Era un nueve azul. Ninguna de sus cartas eran siquiera rojas.
Tomó un vaso de la repisa y lo llenó con agua. Mientras lo llevaba a sus labios, sin embargo, el vidrio estalló en su mano, lloviendo sobre la mesada y el suelo con un repiqueteo. La sangre comenzó a escurrirse entre sus dedos, goteando y formando un pequeño charco entre sus pies. Al instante comenzó a hiperventilar, siendo el tinte carmesí lo único que su mirada era capaz de ver
Luna fue la primera en notar la situación. Corrió a su lado y la tomó por los brazos para alejarla con cuidado de los vidrios. La ayudó a sentarse en una de las sillas y fue por las pinzas en su bolso mientras Sofía intentaba restaurar su respiración a la normalidad, y Maia ordenaba el desastre de la cocina.
Cuando su respiración volvió a la tranquilizarse, Sofía la llevó hacia el baño ubicado debajo de la escalera y, por un momento, mientras la puerta se abría con dolorosa lentitud, Cleo estaba segura de que vería allí a su abuela. Sus brazos estarían estirados junto a su cuerpo, sus piernas enredadas entre sí y la sangre mancharía su largo cabello blanco y su camisón rosa. Sus ojos opacos seguirían abiertos y sus labios separados en un grito que nunca alcanzó a emitir.
Ayúdame, Cleo. Vamos, ayuda a tu abuela a levantarse.
Sin embargo, allí no había nada, y su errático corazón se calmó. Luna se encontró junto al dúo unos segundos más tarde y le indicó sentarse sobre la tapa del inodoro antes de tomar su mano en la suya con cuidado. Cleo no se atrevió a mirar, pero las esquirlas de vidrio se encontraban incrustadas en la palma de su mano, que emitía un dolor latente.
Tras ordenar la cocina, Sofía y Maia hicieron presencia en el baño con un par de vendas para cubrir la herida, de lo que se encargó Maia, mientras las otras dos amigas intentaban distraerla de lo sucedido. Solo podían imaginar cuánto le afectaba la sangre. Una vez que acabó, las cuatro volvieron a la sala y sus pasos se detuvieron de golpe con sorpresa.
Todas las puertas de las alacenas y los muebles de la cocina, junto a los cajones, se encontraban abiertas de par en par.
—Mai, Sofi, ¿por qué abrieron todo?
El dúo compartió una mirada, notando las dudas que tenían danzando en los ojos de la otra.
—Uh, no fuimos nosotras.
Cleo estaba a punto de girarse a verlas y decirles la poca gracia que tenía cuando la puerta principal se abrió de golpe, chocando contra la pared y generando un estruendo semejante a la caída de un rayo. La mano sana de Cleo se aferró al brazo de Luna mientras retrocedía sobre sus pies, su espalda impactando contra el pecho de Sofía.
Durante unos segundos que sintieron eternos, ninguna se atrevió a moverse. La vibra hogareña que irradiaba la cabaña había sido reemplazada por algo más oscuro, algo que comenzaba a pudrirse, algo que estuvo allí durante todo el tiempo, escondido y esperando el momento adecuado para darse a conocer.
Una ráfaga de viento entró por la puerta abierta y la casa tembló desde sus cimientos, como si se estuviera desperezando de un largo sueño, como si de pronto se encontrara despierta. Entonces, todo volvió a aquietarse.
—Yo me largo de aquí.
Luna fue la primera en salir corriendo y tomar su bolso, solo que no logró poner un pie fuera de la casa, porque todas las puertas se cerraron de golpe, generando otro gran estruendo.
La casa tenía hambre y ellas eran su almuerzo.
La sangre comenzó a chorrear una vez más por las heridas en la mano de Cleo y el pie de Sofía, las gotas cayendo al suelo y escabulléndose entre los tablones de madera sin dejar rastro de aquel tinte carmesí. Luna se precipitó sobre la puerta, moviendo el picaporte una y otra vez, en un intento inútil por escapar de aquel lugar.
—¿Qué está pasando? —preguntó Cleo, su voz temblando.
—Parece… —Maia se detuvo, luciendo aterrada de sus propios pensamientos—. Parece que está absorbiendo la sangre.
Luna sintió un escalofrío ascender por su columna vertebral como una araña de ocho patas, gotas de sudor acumularse en la base de su nuca.
El único pedido es que no derramen sangre.
Oyó la voz de César en su mente, una advertencia que había ignorado por completo y sus entrañas se retorcieron como una serpiente enroscada sobre sí misma. Ahora debía encontrar la manera de resolver el problema que había causado.
—Sofía, Cleo, busquen la manera de hacer parar la sangre. Maia, ayúdame a buscar.
—De acuerdo, ¿pero qué buscamos?
—Lo sabremos cuando lo encontremos.
Tras vacilar por un momento, Maia se dirigió a la cocina, buscando en los cajones o alacenas algo que pudiera ayudar con el predicamento en el que se encontraban, aunque no acababa de comprender del todo lo que estaba pasando. Solo sabía que tenía miedo, mucho miedo, un miedo que amenazaba con paralizarla si no se mantenía atenta.
Luna se apresuró escaleras arriba, al entrepiso al que ni siquiera habían tenido el placer de ver con detenimiento, y ahora no tenía tiempo para detenerse a apreciarlo. Tampoco sabía lo que buscaba mientras desarmaba la cama y tiraba las sábanas color crema a un lado, ni cuando le quitó el forro a la almohada y comenzó a palparla esperando sentir algo fuera de lo normal. Se agachó junto a la cama y observó debajo de la misma, notando uno de los tablones levemente más levantado que el resto. Enseguida lo hizo a un lado y tomó la hoja escondida allí, con una inscripción que decía:
Una gota de sangre es todo lo que se necesita para despertar a la cabaña. Si lo hiciste, ya es tarde, no dejará que te escapes.
La única manera de revertir lo sucedido es cumpliendo su demanda. Volverá a dormir cuando ingiera cinco litros de sangre humana, más de lo que hay en el cuerpo de una persona promedio.
Lo siento, traté de advertirte.
Luna leyó la nota entre sus manos una y otra vez, sintiendo su rostro palidecer, su presión decaer en picada. Debía buscar una manera de resolverlo antes de que Sofía y Cleo se desangraran por completo. Se apresuró a bajar las escaleras, la nota guardada en el bolsillo del short de jean que llevaba puesto, lejos de la vista de sus amigas. Tomó una de las sillas y la arrojó contra la ventana de la cocina. El vidrio repiqueteo sobre las superficie y la casa volvió a temblar, sus cimientos produciendo un sonido semejante al del rugido de un león.
Oh, ahora estaba muy enojada.
—¿Estás demente? —exclamó Maia—. ¿Qué intentas hacer?
Sin embargo, antes de que pudiera responder, las puertas de las alacenas y los cajones volvieron a abrirse y los platos, vasos y cubiertos salieron despedidos en su dirección. Luna giró su cuerpo a la vez que se agachaba, los gritos de Sofía llenando el ambiente mientras más sangre comenzaba a derramarse.
Cuando la situación se calmó y Luna dejó de sentir la porcelana y el vidrio chocar contra su cuerpo, alzó su mirada para ver algo que caló hasta lo más profundo de sus huesos.
El cable del televisor se encontraba enroscado alrededor del cuello de Cleo, su rostro tornándose de un enfermizo tono morado, pequeños puntos rojizos apareciendo en la parte blanca de sus ojos, su boca abierta en un grito silencioso mientras sus uñas rasguñaban su cuello en un intento por liberarse.
La chimenea se había encendido y una fuerza sobrenatural arrastraba a Maia hacia ella. Intentaba aferrarse a la madera del suelo, sus uñas dejando marcas sobre ella y rastros de sangre mientras comenzaban a quebrarse de manera dolorosa. Su rostro se encontraba contraído por el pánico y entre sus labios escapaban plegarias que nadie respondía.
Y luego estaba Sofía. Oh, Luna sabía que nunca podría sacarse aquella imagen de la cabeza si lograba sobrevivir. Su cuerpo inerte se encontraba sobre el sillón, su brazo y pierna izquierda acariciando el suelo. Uno de los cuchillos se había incrustado en su ojo, desfigurando su rostro por completo, la sangre escabulléndose hacia el suelo.
En aquel instante, Luna se dio cuenta que debía darle a la cabaña lo que quería o ninguna saldría con vida porque sería demasiado tarde. Las lágrimas comenzaron a descender por sus mejillas mientras tomaba uno de los trozos de cristal a su lado entre sus dedos temblorosos.
Sin querer detenerse a pensar por un solo momento más lo que estaba a punto de hacer, deslizó el cristal de manera vertical por su antebrazo izquierdo y luego repitió la acción en el derecho. Nunca había sentido un dolor como aquel, pero no se comparaba con el que sentía cada vez que su mirada encontraba el sitio donde antes brillaban los ojos tan celestes como el cielo de Sofía.
Aquí me tienes, perra. Tómame.


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