Reencarnación
por aniastorr @aniastorr
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Fue el 13 de enero de 2023 cuando la madre de María murió. Había ido a visitarla al hospital, al que acudía a diario desde que le dijeron que le quedaba muy poco tiempo de vida. Allí estaba, entubada e incapaz de moverse, en una cama en la que habrían muerto otras muchas personas. A María le incomodaba ir a ver a su madre, pero aún no se aclaraba con qué le incomodaba más, si ella o el lugar.
Aquel día, su madre consiguió moverse un poco. Parecía pelear contra la áspera manta marrón.
—¿Estás bien mamá? ¿Tienes calor?
Su madre susurró con voz quebrada algo que María no consiguió oír.
—Es ella. Está aquí, en la esquina.
—¿Quién mamá?
—Encarnita. Viene para acompañarme.
María se levantó de golpe y recorrió la habitación de un vistazo. Nada.
No hablaban de Encarnita desde hacía años y el nombre de su hermana pequeña hizo que María recordase aquel horrible año, el 1979, cuando se mudaron de un cochambroso piso de Madrid a un pueblo a tres horas de la ciudad.
Hacía dos años que había muerto su padre y la madre de María recibía una pensión que se bebía a lo largo de distintos bares. A veces conseguía algún trabajo para limpiar casas, pero la mayoría de los recuerdos de la juventud de María eran de su madre dormida en el sofá por las mañanas, rodeada de latas y alguna botella de vino, como un pequeño ejército vigilando sus sueños. María tenía doce años y Encarnita iba de su mano a todas partes. Tenía cuatro años.
Se fueron muy contentas de aquel piso de Madrid que no podían permitirse porque las vecinas, un atajo de cotillas estiradas, se metían con María y su madre a todas horas. María las oía hablar por el patio de luces mientras tendía la colada. Intentaba tender rápido para no escucharlas.
Durante el viaje de mudanza, su madre se echó una siesta y las dos imaginaron cómo sería su vida en el pueblo. Su hermanita quería tener un perro y ella comenzó a soñar con un establo. Con su propio caballo. Las dos pasarían los fines de semana por la tarde con sus mascotas y comerían manzanas de los árboles que tendría en el jardín de la casa. Y cuando fueran mayores, saldrían a las fiestas a conocer chicos guapos.
Cuando se bajaron del autobús, descubrieron que se habían pasado tres paradas y tenían que andar cargando con las maletas hasta allí.
La primera vez que María vio la casa le pareció que era una broma de su madre. Estaba muy cansada de haber andado casi dos horas. Encarnita había llorado a mitad de la caminata y la llevaba a sus espaldas, dormida. Era de noche y la casa de dos plantas no era como se la había imaginado. La verja era de malla y se abría alzándola a pulso por un lado. Dentro había un camino de piedras sepultado por hierbas y tierra. A un lado, un pequeño jardín lleno de cardos tan altos como María. Al otro, alguien había intentado montar una caseta para un perro. María no quiso mirar dentro. Al fondo, se alzaba una casa simple, cuatro paredes y un techo pintado de gris con gotelé en la fachada y, probablemente, gotelé en el interior. Lo primero que ocurrió cuando la llave giró por fin es que al dar la luz, esta se fue con un chasquido. No consiguieron ver el interior de la casa, pero María tenía la sensación de que la casa las veía a ellas.
Dentro de un cajón encontraron un par de velas que encendieron. No tenían otra comida que unos bocatas que había preparado su madre y se los comieron en la cocina sin hablar. Encarnita había despertado y no se alejaba de María.
—Tengo miedo —susurró.
—La casa tiene cosas que mejorar —dijo su madre, adivinando los pensamientos de las dos niñas—, pero la arreglaremos entre las tres.
Como era el primer día, durmieron juntas en el mismo colchón polvoriento. María no pudo pegar ojo, porque entre ronquido y ronquido de su madre, oía pasos de patitas diminutas.
A la luz de la mañana la casa parecía un poco más amable, pero no mejoraba demasiado. Descubrieron que la persiana de la habitación estaba rota, que el colchón donde habían dormido tenía manchas por todos lados y que en la bañera había un pequeño pajarito muerto. Fue Encarnita quien vio eso último y María tuvo que correr para apartarla y que no tocara el cuerpo.
Emplearon el día entero en limpiar la casa y aún parecía que necesitaba otros tres o cuatro.
Su madre encontró el cuadro de luces y enseñó a María como subir los fusibles en caso de que volviera a pasar. Y volvió a pasar en muchas ocasiones. María odiaba aquello porque tenía que dar la vuelta a la fachada de la casa y meterse en una esquina oscura y llena de telarañas que nunca desaparecían; aunque las hubieras quitado ese mismo día. Como siempre pasaba de noche, salir de la casa al exterior amplio y sin ninguna luz, la incomodaba aún más. Notaba como el ruido de los bichos nocturnos se paraba en el momento que ella abría la puerta y, hasta que no la cerraba, se sentía observada por miles de ojos.
Una vez, se cayó y le entraron ganas de llorar del miedo, pero volvió a casa para que su madre la llamara tonta y patosa por haberse estropeado la ropa al caerse. Cuando subió a la habitación no pudo evitar llorar.
El dormitorio lo compartía con Encarnita y el de su madre estaba al lado. Dormían en un colchón tirado en el suelo con sábanas rosas de caballos. Su madre no solía dormir arriba muy a menudo, pues al mes de llegar, el frigorífico estaba lleno de cervezas y la nueva televisión había llegado.
Cuando la casa estuvo un poco más decente comenzaron a venir hombres. Venían de noche riendo con su madre y algunos saludaban a las niñas y otros no. Algunos ni las miraban y otros insistían en abrazarlas y darles besos.
María intentaba acostar a su hermana pronto para que no los tuviera que ver. Pero algo de bueno había en las noches que se quedaban aquellos hombres: no oía los pasitos. María no quería imaginar qué podía ser, pero los oía dentro de las paredes, por el suelo y por el techo. Pasitos pequeñitos y rápidos, que buscaban por la cocina algo que no estuviera muy alto, algo para comer. Si los oía correr lejos, bien. Si los oía cerca, siempre miraba a Encarnita y se aseguraba de que tuviera la cabeza tapada con la sábana por encima de las orejas, aunque fuera verano.
Una noche se levantó para ir al baño y vio una sombra cruzar como una flecha el suelo. Fue corriendo a buscar a su madre y la encontró en la cama, abrazada a un hombre. Ninguno de los dos la vio al principio, pero luego su madre pegó un grito y el hombre también. Ese fue el día oficial en el que comenzaron a tener ratas.
La gente del pueblo le vendieron a su madre por doscientas pesetas un gato que parecía de alambre y cepillos. No tenía buen carácter, pero esperaban que tampoco lo tuviera con las ratas, a las que ahora oían todas las noches. A su madre no la convenció demasiado que fuera tan perezoso y huraño.
—Aquí sólo parece que las vas a matar con tu desprecio. Mueve el culo y caza alguna.
El gato se limitaba a responder dando la espalda y subiéndose al alféizar a tomar el sol.
Un día, cuando volvieron a casa de la compra, el gato estaba tumbado en la entrada, justo frente a la puerta. Antes de que pudieran acercarse, su madre mandó a María que se llevara a Encarnita lejos. Cuando volvieron tenía una pala astillada y roñosa en la mano; uno de los muchos trastos que quedaban en la casa. A un lado, la tierra había sido removida en un pequeño montículo.
Registraron de arriba a abajo el lugar, pero no encontraron ningún agujero. Entonces sucedió algo por lo que luego se llevaría María muchos gritos y castigos. Había dejado a Encarnita sin vigilar y se había dado la vuelta a la casa cuando oyó a su hermana gritar.
—Mira mamá, he encontrado los conejitos —dijo Encarnita. Había estado jugando cerca de la caseta y había levantado un tablón. María se la llevó corriendo en brazos mientras su madre iba con la pala. Consiguió ver un montón de cuerpecitos peludos, moviéndose como su fueran uno solo, pequeños y ciegos. Indefensos.
—Vete, llévate a tu hermana.
Mientras Maria se metía en casa, su madre alzó la pala y justo en ese momento salió la cabeza negra de la madre rata. Tan grande como el gato que se suponía que les iba a dar caza. Siseó y rápidamente se lanzó sobre la madre de María, que balanceó la pala y le dio en la cabeza. La rata chilló y se quedó inerte en el suelo. La pala volvió a alzarse sobre el nido y cayó repetidas veces. Cuando hubo acabado, la madre de María le pidió a su hija que sujetara la bolsa de basura. Recogerían todo aquello, empezando por la madre rata. Cuando tuvo medio cuerpo dentro de la bolsa, la rata se agitó sobre la pala y salió corriendo hacia el nido. Al ver que estaba destrozado, chilló y se volvió para mirarlas con ojos llenos de odio. Luego se escabulló cojeando, sin darle tiempo a la madre de María a alcanzarla con la pala.
Las siguientes noches fueron de calma y silencio, en las que la casa parecía muerta. Sin ningún ruido, hasta costaba conciliar el sueño.
Luego, al quinto día, volvieron los sonidos de pasitos. Cada vez eran más, y María oía roer muy cerca. Pero por la mañana, cuando se despertaban, todo estaba tranquilo y no encontraba nada sospechoso. Ni una caca, ni un agujero.
Su madre dio por resuelto el tema al llamar a un exterminador y que este confirmase que no había ninguna rata. Las noches volvieron a ser las de siempre: ella se dormía de madrugada con la televisión encendida, alrededor de un mar de latas y restos de comida rápida. Y sus hijas se cubrían con las sábanas hasta las orejas. Esas noches, María le contaba cuentos a Encarnita. Sobre lo que se le ocurriese.
Un día ocurrió que le había contado un cuento sobre ovejas valientes que saltaban vallas muy altas y Encarnita se puso muy pesada diciendo que quería una oveja de peluche.
—Pero ya tienes a Pepo. ¿Vas a dejar a Pepo solo con lo que te quiere?
Después de insistir sin parar, a Encarnita le regalaron una ovejita muy bonita y mullida. Tenía un lazo y un cascabel. Encarnita miró a la ovejita toda nueva y perfecta y luego a su osito Pepo, desgastado y viejo, y se echó a llorar a moco tendido mientras lo abrazaba. Cuando consiguieron que hablase dijo:
—Lo siento mucho Pepo, te quiero mucho. No te dejaré solo.
La ovejita se quedó encima del armario, junto con las muñecas. Y Pepo, después de haber perdido durante cinco minutos el título del peluche más querido, volvió a recuperar su puesto en la cama.
María intentó desde entonces no cometer el error de usar a otro protagonista en sus historias que no fuera un oso.
María no quería recordar lo que ocurrió aquella noche. Lo había enterrado bien hondo en su memoria. Pero recordaba todo con sorprendente facilidad: cenaron huevos fritos con salchichas y luego vieron un poco la televisión. Recuerda perfectamente que justo cuando se habían cepillado los dientes y puesto el pijama, ella estaba pensando en qué cuento podía inventarse esa noche (que fuera sólo de osos). Un sonido amortiguado de un golpe en el suelo y un cascabel hicieron que se volviera del susto: era la oveja de peluche, que se había caído del armario.
Mientras María se subía a una silla a dejar la ovejita, su hermana se metió en la cama y le pidió el cuento de siempre. Al abrazar a su oso notó que dentro algo se agitaba con furia y gritó. Pero ya era demasiado tarde, una rata salió de las tripas del peluche y le mordió la cara. Encarnita gritó como nunca antes había gritado. Un chillido agudo de terror y dolor. Empezaron a salir más y más ratas de dentro del colchón, rasgando la tela que lo cubría con sus afiladas garras. La más gorda y fea se subió encima de Encarnita y le arrancó la oreja de un mordisco. María llamó a su madre entre gritos y lloros mientras saltaba de la silla lejos del mar de ratas. Su madre estaba abajo y no las oía. A Encarnita se encaramaron dos ratas más, tumbándola en el suelo. María salió corriendo de la habitación. Su madre se despertó por fin, medio dormida y abrió mucho los ojos cuando vio a María llorando. Subió corriendo las escaleras con la pala en la mano. La puerta del dormitorio temblaba un poco, como si estuvieran golpeándola desde dentro. Al abrirla, vomitó una marea de cuerpos peludos que les mordieron los tobillos. Por un instante vieron la masa de cuerpos retorcerse sobre un bulto: era Encarnita, sepultada bajo las ratas. Ya no gritaba. La madre de María agarró la muñeca de la niña y salieron como pudieron de la casa. Corrieron lejos hasta el pueblo. Uno de los vecinos las acogió.
La policía vino y se fue. Se levantaron investigaciones y se cerraron. Culparon a la madre de negligencia, pero no llegó muy lejos la denuncia, pues no consiguieron probar que la casa estuviera descuidada ni las niñas desatendidas.
La madre de María vendió la casa y se fueron a vivir con los abuelos. No volvió a beber. Tampoco volvieron a hablar de Encarnita nunca más. Se enfadaba mucho si creía que alguien lo había estado haciendo. María fue enviada a un internado y sólo la veía cuatro veces al año. Cuando la madre se hizo muy mayor, fue a una residencia. Finalmente, se puso enferma y tuvieron que trasladarla al hospital.
—Encarnita…
Su madre seguía susurrando el nombre de su hija con las pocas fuerzas que le quedaban. María dejó que siguiera, sin decirle nada. Le pareció que lo más correcto era tomarla de la mano. Quizá fuera una alucinación por los medicamentos o quizá estaba viendo ya el otro lado.
—Encarnita… ¿Qué llevas en los brazos? ¿Es un gatito?
La madre de María se tensó y agarró la manta con fuerza.
—Encarnita, ¿qué es eso?
Ahora tenía los ojos abiertos, saliéndose de las cuencas. Su respiración, entrecortada.
—¡Encarnita, suelta eso! No es un gato. ¡Suéltalo!
El monitor de ritmo cardíaco se disparó y entró un enfermero corriendo con varios compañeros.
—¡SUELTA ESA RATA! ¡SUÉLTALA! ¡SUÉLTALA!
La madre de María gritaba a la pared con la cara desencajada, presa del más profundo terror. La cama se balanceaba y a María le apretó la mano con fuerza hasta clavarla las uñas.
Después de soltar un último chillido desgarrador, murió.
1 comentario
marquesss3
Las historias con niños son pesadas. Me gustó la historia del conflicto con las ratas monstruosas y el gato perezoso. Felicidades, si pudieras leer mi historia te lo agradecería.
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