Mi proyecto del curso: Escritura de guion para cine y televisión
Mi proyecto del curso: Escritura de guion para cine y televisión
por José Antonio Meneses Mora @menesesmora_1
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Trabajo final: Adaptación Historia
Título: El Moto (Capítulos de I al V)
Producción: José Antonio Meneses Mora
Fecha de grabación: 14 de Marzo, 2023
Control técnico:
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NARRADOR
CONTROL
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DON SOLEDAD
NARRADOR
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NARRADOR
DON SOLEDAD
NARRADOR
DON SOLEDAD
NARRADOR
DON SOLEDAD
NARRADOR
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DON SOLEDAD
NARRADOR
DOÑA MICAELA
NARRADOR
DON SOLEDAD
(cantando)
CUNDILA, INDIA CHON
NARRADOR
JOSÉ BLAS
NARRADOR
JOSÉ BLAS
DOÑA MICAELA
NARRADOR
CUNDILA
NARRADOR
JOSÉ BLAS
NARRADOR
JOSÉ BLAS
NARRADOR
OTRO (cualquiera)
NARRADOR
JOSÉ BLAS (cantando)
NARRADOR
CUNDILA
CONTROL
NARRADOR
VIEJECITA AVENDAÑO
NARRADOR
CONTROL
NARRADOR
INDIA CHON
CUNDILA
NARRADOR
INDIA CHON
CUNDILA
NARRADOR
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Entra música tradicional 6 segundos y baja a segundo plano
Radio INA presenta “El Moto” adaptación del cuento del célebre escritor costarricense Joaquín García Monge.
Música tradicional sube a primer plano 6 segundos, luego baja a segundo plano.
Era Desamparados por entonces un barrio de personas acaudaladas en su mayor parte, vecindario repartido en unas cuantas casonas sin orden. Una red de veredas entre potreros y cercas, que servía de comunicación con los pueblos limítrofes de Patarrá, las Cañas (hoy San Juan de Dios), Palo Grande (San Rafael actual) y un camino extenso que conducía al viajero a la vecina aldea de San Antonio.
Por obra y gracia de algunos y de común acuerdo con el venerable Cabildo Eclesiástico de San José, el barrio había echado en olvido su primitivo nombre de Dos Cercas, para ponerse bajo el patronato de la Virgen de los Desamparados, la cual vivía, sin adornos en la vestidura, en el santuario de dicha comunidad y ocupaba un altar, sin más adorno que las flores que llevaban los feligreses.
La sociedad sujeta a las voluntades del cura, don Yanuario Reyes; por hombres del antes, el señor Alcalde y el no menos respetable señor Cuartelero -el Juez de Paz antiguamente-; señor y medio lo era el maestro de escuela don Frutos, tanto por su posición holgada, cuanto por la naturaleza de su carácter, tres o cuatro ricachos campesinos.
Uno de los cuales era don Soledad Guillén. Su casa, de techumbre encajada sobre retorcidos puntales y paredes rellenas de adobe, estaba situada en una loma y a pocos pasos de los ríos Damas y Tiribí.
La tarde en que esta historia comienza, vísperas de la Concepción, era llena de trabajo para los habitantes del barrio, pues una costumbre inmemorial que los traía en carreras.
La luminaria de don Soledad era de lo más concurrido. Vistoso panorama ofrecía su casa, visitada por un sinfín de campesinos, enamorados hasta el meollo y atraídos por las jóvenes que acudían por la barrera de entrada, presumidas ellas, cual más, cual menos apuesta, cargando a las caderas hojas secas de plátano.
La luminaria empezó por fin: los jóvenes de ambos sexos puestos en cuclillas a ambos lados de un bastón y con la energía de los dieciocho veranos, amarraban con rapidez rollitos de hojas.
Aclamado por un “¡tata agüelo!”, “¡tata agüelo!” a pareció un viejecito tembloroso, con su chaqueta de cuero lustrosa como un espejo, sus pantalones ajustados a unas piernas dobladas que se movían lentamente: era don Soledad.
Enternecido por el recuerdo de tiempos mejores lanzó un grito prolongado, seguido por los de los concurrentes: reventó cuantas bombas y cohetes pudo y acercándose a la luminaria -clavada ya en tierra y con sus hojas inclinadas- les prendió fuego con un candil.
El abuelito -después de separarse de sus buenos amigos- entraba minutos más tarde a su cuarto y pasándose la palma sudorosa de la mano por sus ojos llorosos, concluyó por canturrear.
-Siempre pa la Conceición ha de haber ceniza en el jugón-.
Terminado el murmullo de las familias y convidados al despedirse, la casa quedó en silencio.
Afuera y muy cerca de la capilla de la Virgen, se desprendía a ratos un güipipía, güipipía; eran las explosiones amorosas del Moto, anunciando a su novia que ya iba lejos.
Música tradicional sube a primer plano 6 segundos, luego baja a segundo plano.
¡Ay de quien le hubiese sorprendido en aquellas ocupaciones! se habría llevado el doble de golpes, así hubiese sido el mismo Presidente de la República o su más íntimo amigo, don Sebastián Solano.
Abrirse en un cuero, con la espalda en arco como el de un gato sentado, las antiparras -de vidrios azules montados en armadura de madera negra- encajadas sobre el lomo de las narices, se hallaba don Soledad, contando las ganancias del año, con los anteojos verdes y hundidos en los montoncitos de reales, escudos y medios.
-Un rial, dos riales, tres... diez riales, vengan p´acá. Un escudo... dos... cinco: a ver un escud... dos... cinco... y diez: éstos caminen p´allá –
Y poniéndose en pie agregaba un grupo a la hilera que se extendía en una larga mesa.
Cuando la tarde se vino encima, el amo, bajándose las gafas y restregándose los ojos, después de haber asegurado los candados que custodiaban las riquezas en una alacena, salió por los amplios corredores a respirar el aire. Con aire familiar y rezando una oración de gracias a Dios, se dio una vuelta por la casa; con semblante algo triste, desató la hamaca, que hecha un nudo colgaba de un extremo a otro de la sala y tendiéndose, acomodó su vieja humanidad en la red de tejido.
De pronto alzando la cabeza, dijo
-Miquela, el tibio y la rellena-
A la orden estuvo doña Micaelita, su esposa, de cuerpo echado delante y enaguas a media pierna, con una batidora de chocolate y una tortilla de queso. Temblando se acercó a su marido; ¡si bien sabía la pobre los berrinches que en tales ocasiones se gastaba Soledá!
Apenas el chicharrón desde un árbol cercano hubo anunciado las seis de la tarde e impuesto silencio al infierno de chicharras, que se habían llevado todo el día reventando los oídos con su sonido, don Soledad moviéndose en su hamaca, dijo con acento terminante:
-¡Al rosario, muchachos!-
De pronto, se agruparon los gañanes, mansos como bueyes, y en voz alta rezaron el rosario que don Soledad seguía.
Sin chistar palabra y pendientes de las miradas del amo, uno a uno se fueron retirando a su rincón, entre los muchos que había al costado derecho de la casona.
Cada peón desarrolló su odre, puso por almohada un palo de balsa envuelto en trapos y abrigándose en su chamarro se tendió a dormir con la más perfecta tranquilidad.
Don Soledad, a su vez, echado en su rústico camastro, pasó un rato en vela, pensando en sus negocios.
Música y se desvanece en línea
-¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima!-
Exclamaba don Soledad desde su camastro, a las cuatro de la mañana del día siguiente, arrebujado aún en su cobo, con la cabeza ceñida por un pañuelo y con las manos llevadas a la frente.
-Gracia Concebida. Gracia Concebida. –
Respondió doña Micaela, luego Cundila y Rafael, por los cuartos sólo se oía el rumor de todos los peones contestando: Gracia Concebida.
El amo pasase los pantalones y los chancletas, publicó tres veces
-Todo el orbe cante con gran voluntá el trisagio santo de la trenidá: Santo, Santo, Santo es Dios de verdá siendo trino y uno con toda igualdá-
Las últimas palabras se las cogió doña Micaela, para seguir cantando el trisagio otras tantas veces, a continuación se ajustaba al cuerpo las enaguas y ponía en su lugar las cuentas y escapularios que de su cuello pendían.
-Santo, Santo... Viva Jesús, viva su Gracia... –
Repitieron Cundila y la india Chon, inseparables siempre, llegando a la cocina, donde iba a preparar el desayuno para los trabajadores.
Así empezaron, pues, las tareas cotidianas
Don Soledad y las cuadrillas de peones que a su servicio tenía, se repartieron las tareas. Rafael y otros cuantos ataron las terneras, para quitarles las asperezas pelosas de la cola y hacer de ellas los durables cabestros. Esto, cuando no había que poner la marca candente en las ancas de los animales jóvenes; ¡operación difícil, en la que hubo de tenérselas tiesas con el amo!
¡Cuántas ocasiones ya la becerra tirada de costados, por el descuido de alguno, se levantaba mugiendo y repartiendo cornadas! Entonces, pobre del que flaqueó: con tres golpes le aseguraba don Soledad su dolorcito de espalda, dos días por lo menos.
Como a las ocho de la mañana de aquél, un mozo de agradable aspecto, salió de su casa, por más señas, detrás de la parroquia- a cumplir sus obligaciones diarias.
En la zurda llevaba unas cuerdas y apurando el paso decía de corrida:
-A recoger el diezmo por San Antonio-
Brincando de alegría como un ternero, se perdió por entre los charrales, para dejarse ver minutos después, tirando del cabestro de dos mulas sucias.
Cruzó el saludo de costumbre y el mozo, como entendido en su oficio, metiéndose por los cuartos traseros de la casa de don Soledad, sacó las albardas de ambas bestias y puso sobre cada una un par de árguenas y dándose una vueltecita por la cocina, dijo.
-Hasta luego.-
-Sí, hasta luego-
Contestó doña Micaela.
-Dios lo lleve con bien –
Añadió Cundila, clavando unas miradas de las que ella tenía, al adulto simpaticón, el cual repuso a su torno:
-Amén-.
Y atizando dos golpes a cada asno, salió a pedir el diezmo.
De acuerdo con Cundila, el guapetón silbó antes de salir a la calle una canción amorosa; a las doscientas varas siguió la ruta para San Antonio.
-¿Hay diezmo? –
Preguntaba de casa en casa, secamente o con un cuarteto oportuno a renglón seguido, por lo común.
- Sí, aguárdese un poquito –
Respondían de adentro, vengan de aquí diez tapas de dulce y vengan de allá doce cuartillos de maíz y seis de frijoles.
Cuando tuvo rebasados los canastos de ofrendas, -el diezmo de la cosecha de don Soledad, mediante un contrato, se obligó a mandar a San José- el muchacho regresó a los Desamparados.
A poca distancia de la casa cantó:
-Ya con ésta me despido florecita de cuba que no hay cosa más amarga que un amor sin voluntá-.
Y en la despensa, Cundila al escucharle, decía con el retozo que se le escapaba por todas partes.
-¡Oh, loquillo de José Blas, ya está de vuelta!-
Música tradicional sube a primer plano 6 segundos, luego baja a segundo plano.
José Blas era su nombre de pila de acuerdo con don Yanuario, los padres, el padrino y algunos allegados. Aún no le habían despechado, cuando murió su padre, un campesino bueno y como Dios manda, escaso de haberes, mas muy bueno para el trabajo, a consecuencias de una fiebre que trajo de las Salinas, en un verano que pasó con don Soledad haciendo algunos contratos de tercios de sal.
La madre continuó viviendo junto con su hijo de los almuerzos que de la vecindad le enviaban, amén de los reales ganados en rezos, para los cuales es fama que se pintaba, porque poseía un memorión bárbaro para aprender cuanto en letras de molde se escribió, sobre trisagios y letanías.
Por lo demás, sus angustias eran muchas, sobre todo en las noches por la escasez de luz. Muchas veces tuvo que salir a la calle alumbrada por un tizón encendido o cuando más por un sartal de higuerillas: el candil y la vela de sebo, eran un lujo que apenas se gastaban los ricos como don Soledad.
Un día, como por ensalmo -cansado Dios sin duda de verla tan acoquinada en este mundo- la mandó unos ataques del corazón y al contar tres, no hubo más, y la señora Nicolasa, pues así se llamaba, se murió, y la creatura de José Blas, con seis años justos, fue entregada a su padrino don Sebastián Solano.
Se crió José Blas algo mal, con los perfiles de su madre, en el sentir del clérigo don Yanuario.
Cuando entró a la escuela, alguno de sus compañeros, con sospechas de resentimiento, le llamó el Moto y así se prosiguió apellidándole dentro y fuera de su casa.
De la cual salía luego de asearse lo conveniente y en unión de sus amigos se fue, repitiendo en coro el Dios te Salve, hasta llegar a la escuela, donde se elevaba a Nuestro Señor la oración de entrada.
Pasó José Blas hasta los catorce años en la escuela. Después se le consideró en el pueblo como un poeta, un cancionero gracioso que desde pequeño bailaba como el que más y para lanzarle un cuarteto a cualquier impar.
Así cuando algún enamorado quería halagar a la novia que habitaba por Cucubres o por las Cañas, buscaba uno que tocara la tinaja, otro la vihuela y quien acompañara con los caites y a José Blas para que soltase cuanto encerraba en verso dentro de las paredes del cráneo.
Por esto y nada más, don Soledad lo había dedicado a pedir el diezmo, por la gracia con que lo hacía.
José Blas a la sazón no tenía más amparo en el mundo que su padrino. La viejecita Avendaño, tía de don Sebastián y amiguísima de la que fue Incolaza, con la que era como la uña y la carne, solía tratarle muy bien y decirle una vez que otra:
-¡Jesús, hijitico, ni cosa más parecida! ¡Si sos el retrato de la dijunta Colasa!
Tenía ya los veintidós años y un ser, por lo cual no se había ido a buscar una fiebre por la costa, a cuyo recuerdo la muerte de su madre no le abatía por completo; para ese sólo iban sus piropos de amor y por él, lo mismo recogía puntualmente el diezmo, como echaba abajo un árbol de la montaña.
Y era el tal ser Secundila Guillén, Cundila por cariño.
Música tradicional sube a primer plano 6 segundos, luego baja a segundo plano.
Las lluvias primeras habían caído: del suelo se exhalaba un vapor de tierra remojada; empezaban ya a verdear los prados, y a brotar los botones en los ramajes de los árboles y las Lágrimas de María por los cercados y el pasto tierno a puntear en los potreros.
Con ser el día tercero del mes de mayo, las gentes del barrio realizaban su devoción por la Santa.
Doña Benita Corrales, hermana de la madre de don Soledad, pasaba por una de las viejas más devotas y acomodadas de los Desamparados.
Vivía sola, entregada a sus oraciones, al cuido de sus gallinas y demás quehaceres, gran admiradora de los curas, manifestaba harto celo por todo lo que fuese solemnidades religiosas y según rumores del pueblo, muy delicada para las velas, los rosarios y otras alegrías populares.
Entrada en años, pero sin sospechas de canas, recorría sin orden su cara desde la frente hasta el cuello de los cuales dos eran tan profundos que partiendo de la barbilla subían por el labio inferior hasta la nariz; a esto se debió que de diario hiciese una mueca marcadísima.
Su mayor gozo consistía en el empleo de gran parte de su dinero en pólvora, manjares y lo demás para adorar la memoria de la Santa Cruz. De tal modo que su casa en aquel día, era punto menos que la de su hermano en las vísperas de la Concepción.
La casa de doña Benita, ubicada en un extremo de la plazoleta ofrecía a la vista ventanas voladas con rejas de madera, puertas que giraban sobre ejes cortos y jardines a los costados.
Los peones se han entrado por los patios y corredores, como Pedro por su casa. Al pie de un mango crecido, número de hombres en parejas, que apoyados en la pierna izquierda, jugaban a la tabla. Cuales más devotos están tragándose los rosarios, seguidos por un anciano de hablar gangoso, que tiene en la mano izquierda gran tamaño de cuentas de San Pedro: va enumerando los misterios.
Doña Benita, ahora se dirige a la despensa y saca un puñado de panes de un baúl enorme, para dárselo a escondidas a una de sus comadres, y apuraba a las muchachas de su servicio. De las cuales dos asomaron por la puerta de la cocina, muy agitadas y con la cara hecha una sonrisa.
-Por las cuartetas que en el trapiche te echó, da a conocer que te quiere mucho. Pobrecillos, viste cómo se jueron detrás de nosotras hasta el riu.-
-Sí. Lo malo es tía Benita, bien sabés lo brava que se pone –
Respondió Cundila.
-Adió. Si hoy ni se conoce de buena; si hay que hacer una raya en el cielo -
-Esta noche en el fandango vas a ver qué contestadillas pa José Blas.-
Y al decir esto, Cundila agarró la cara de su amiga, le dejo un beso y dos palmadas por un cachete y desapareció entre los cuartos.
Música tradicional sube a primer plano y se desvanece después de 6 segundos.

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