Entre Copa's y colores
by Manuela Moore Rueda @manumoore
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Uno pudiera pensar que entró en el país del electro-pop, donde Britney, Shakira y Madonna son deidades y los cuerpos danzantes simples mortales, creyentes, coristas de las alabanzas divinas, en medio de un arcoíris de colores y un aire festivo. Pero la verdad es más simple, y más compleja: entramos en el reino de Dionisos, donde nada es distinto, donde todos somos iguales.
Copa’s es un pequeño recinto donde los GLBT –Gays, Lesbianas, Bisexuales y Transexuales– pueden olvidar la homofobia y el falologocentrismo. Abrió sus puertas hace más de trece años –un 19 de abril– como un local lésbico, para cubrir el nicho de los lugares nocturnos para féminas. Siete años después, la discoteca inauguró el miércoles de hombres y el jueves de mujeres; entonces los chicos fueron bienvenidos –junto con la integración– y empezaron a asistir los fines de semana, llegando a superar en número a las mujeres. Paradojas de la vida.
Una amiga, un amigo y yo –heterosexuales aventureros, ignorantes de lo que íbamos a vivir– temíamos el rechazo, a la expectativa de lo que pudiera haber dentro. Copa’s nos recibía con la puerta cerrada –a pesar de la confianza que inspiraba El Rosal–, con gente afuera y un timbre que indicaba que allí, sobre todo, la seguridad era cosa importante. Una rubia de audaz corte de cabello abría y decidía a quién dejar entrar. “Cédula en mano”, decía; mirada escrutante; y las manos de un monumento oscuro tanteaban los lados de nuestros cuerpos.
No faltaba quien se quedaba afuera, y uno recordaba aquel cartel que, adornando la puerta, rezaba: “Local privado. Se reserva el derecho de admisión”. Luby Romero, una de las dos actuales dueñas del local junto a Diomarina Méndez, explicaba con el desagrado de pasados incidentes: “Dejamos afuera a los homofóbicos, que entran para insultar a nuestros clientes; antes pasaba mucho. Por eso evitamos que entren heterosexuales, evitamos a ese tipo de gente; ahora son muy pocos los casos de homofobia”.
Una vez adentro, nosotros, curiosos observadores de nuestro entorno, analizábamos cada detalle como si se tratara de una obra de arte. Los brazos del chico de franela de Indiani rodeando el cuello del de camisa a cuadros mientras sus bocas se encontraban y la chica que venía con ellos –presunta lesbi– chateaba con desinterés; el muchacho solitario de mirada perdida, trago en mano y mensajes sin respuesta; las chicas de cabello corto, camisas de botones y pantalones anchos que miraban alternativamente a mi amiga o a mí con indiscutible atención; la conversación entre el fotógrafo sesentón y el alegre chico de delicados movimientos y altos niveles de espontaneidad; la gran masa de gente vestida de ejecutiva, cual oficinista recién salido del trabajo. Así, entre el jolgorio y el bululú, descubrimos que lo que más pululaba eran los estampados, las camisas de botones, el sudor, la alegría y la sinceridad; la verdad sin tapujos: “¿Soy gay y qué?”
Algunos clientes iban en pareja, otros tantos con amigos; muchos tenían relaciones largas, otros iban en plan de búsqueda y unos cuantos confesaban estar allí a escondidas de su pareja y/o familia, por lo que preferían usar nombres ficticios. Las mujeres tendían a situarse a los lados, sin bailar, conversando y tomando; los hombres, en cambio, llenaban el recinto con el desenfado de sus pasos y corros, situados en medio de la pista, dejando que la música los guiara. Se respiraba una felicidad desbordante.
Entre más tarde más alcohol había en las venas y sexos distintos se juntaban en algún baile casual. En medio de la influencia de unos deliciosos tragos de Baily’s con Ponche crema, la evolución se hizo presente en nosotros: nos fuimos adaptando a nuestro entorno y bailamos, intercambiamos tragos y nos dejamos llevar sin prejuicios sexistas, moviéndonos como nos daba la gana: cantando, meneándonos y sintiéndonos gays hasta perder la noción del tiempo. Así, antes de poder darnos cuenta, terminamos sumergidos en el peligroso ritmo del reggaetónen un lugar en el que nadie veía extraño que dos chicas estuvieran haciendo un sándwich con un hombre; muchas parejas de hombres y mujeres perreaban con una intensidad que sonrojaría mejillas y despertaría pasiones. Éramos, en apariencia, parte de la norma: unos más entre el montón.
En medio del frenesí, los bisexuales hacían su aparición, sabiendo que las inhibiciones habían quedado atrás. No importaba que fueran criticados por las dos caras de la moneda –héteros y homos– o que no fueran de un lado ni del otro: estábamos en presencia de los ninis de la sexualidad. Unos nos echaban un ojo, otros miraban a alguna pareja homosexual y otros tantos se atrevían a hacer alguna movida.
Si el cuidador del baño se distraía se veía salir o entrar a una que otra pareja. Algunos no cuidaban el disimulo, terminando de subirse los pantalones al salir: nunca falta el que se enciende en sitios públicos.
Antes de la hora loca flamenca, que en esos predios funciona como el joropo en un local heterosexual, Nicole –un travesti cuya feminidad mantuvo en nosotros una incesante incógnita sobre su identidad– interrumpía a dos esculturas vivientes de perfección abrumante, bocas unidas y sensualidad a flor de piel: dos chicas de juventud radiante y grasa corporal nula que hacían babear a más de una. La estrella, causante de un cambio de ambiente, hizo que fuera necesario que nos bajáramos de la tarima –luego de una intensa sesión de baile más allá de contenciones– mientras subía con toda la maestría que requiere el tener tacones de aguja y un minúsculo vestido de escote enmudecedor para doblar las canciones más sonadas de La quinta estación con una precisión de relojería.
Así, con música de la aun llamada madre patria y una sonrisa en la cara, retornábamos ligeros, cansados y mareados a una descolorida Caracas, peligrosa y oscura, dejando atrás los cantos, los bailes y el alcohol. Era hora de dejar atrás a Dionisos, de volver a una realidad donde, para desgracia de muchos, también “se reserva el derecho de admisión”; un lugar donde inevitablemente el falo es el rey.
Crónica publicada en abril de 2010 en Revista Ojo.
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