Claustrofobia abierta
Claustrofobia abierta
de Jerónimo Visñovezky @jeronimov
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Introducción
Un día tuve un miedo y lo callé. Silencié la voz y la mandé al estómago. Ese miedo es el centro de esta historia.

Materiales
Joplin. Google Docs. ArtRage Vitae

Claustrofobia abierta
Ni nubes de algodón, ni llamas, ni fin. ¿Y si están todos equivocados? Veo cómo Mario se lava los dientes al vicio. Yo sé lo que él sabe. Aunque todavía no dije nada porque nos hemos estado evitando. Hace poco éramos como culo y calzón, pero empezamos a distanciarnos cuando pasó lo del hijo.
Mario me ve en el espejo y me ignora. No quiere escucharme porque sabe que le van a llover preguntas, así que mira el dentífrico.
Pero esto es nuevo.
Éramos muy unidos, una sola persona. A los dos nos gustan los Guns y Metallica. El color azul, el olor a nafta y el Fernet, porque se toma con Coca. También nos gustan los asados, como a todo el mundo. Pero más que nada, estábamos orgullosos de Damián, su único hijo.
Un capo el pendejo. Abanderado y capitán del equipo de debate de la escuela. El único con 16 recién cumplidos. Los demás, todos mayores. Alto, grandote y gracioso. Un hombre, prácticamente.
En el último sueño, Mario se despertó en su pieza y se sentó en la cama grande. El sol de la siesta chocaba contra las cortinas y se desparramaba en el placard y las paredes. A los pies estaba el hijo que era un nene y quería jugar. Mario lo alzó sobre los hombros y en cámara lenta lo hizo caer sobre las sábanas. Mientras reían, se despertó de nuevo en la misma habitación.
Después de incorporarse, siguió sintiendo la presión de la almohada en el lado izquierdo de la cara. En el pasillo, sintió el agua que le llegaba a los tobillos y cuando abrió la puerta de calle, vio la inundación. La corriente le llevaba el auto. Supo que había algo raro y se despertó de nuevo.
Misma almohada, misma habitación. Se incorporó. Fue hasta la pieza de Damián y, como de costumbre, había una remera tirada en el piso. Él veía TikTok en la cama y le dijo: “Hijo, despertame por favor.” Y el chico levantó la vista y dijo: “Bueno, pa," con el tono de siempre. Apenas se dio media vuelta, Mario se despertó otra vez.
Seguía con la sensación de la almohada tatuada del cachete a la sien. Cuando abrió la puerta de Damián, él bailaba frente al televisor escuchando "One" de Metallica. Se movía muy despacio y a destiempo. Daba un pasito hacia adelante y volvía, un pasito con el otro pie y volvía. Todavía bailando, giró lentamente la cabeza hacia su padre y la luz del televisor se le reflejó en el cuerpo. Le faltaba la mitad de la cara.
La bola del ojo derecho descansaba contra el hueso del pómulo. Con cada pasito, el ojo rebotaba un poco. El cráneo no estaba roto, pero faltaban casi todos los dientes de arriba y se veía la lengua salivando contra el paladar.
Mario se despertó de nuevo y se sentó otra vez. Sentía esa presión en la cara porque seguramente venía de la almohada física, la material. La que le sostenía la cabeza con la que él todavía dormía mientras soñaba con esto. Se llamó a despertar pero no pasó nada. Insistió haciendo fuerza, cerrando los ojos, apretando los párpados. Entonces tuvo la primera idea de una claustrofobia abierta. “¿Y si no me despierto nunca?” pensó, y se imaginó atrapado en el mundo de los sueños. Sin poder mover su cuerpo en la vida real. Despertando una y otra vez en la misma cama. Para siempre.
Cuando logró despertarse de verdad, no se lo contó a nadie.
Me acuerdo de que yo quise hacer preguntas y él me mandó a callar. Yo quería que pensáramos sobre la libertad y el encierro. Mario no quiso saber nada. Me empujó hacia abajo, como mandándome a vivir al estómago. Y yo cedí porque no era el momento. Preguntar era como sacar palos de una rueda que necesitaba frenar.
Mejor acordarse de los buenos tiempos. Del jardín de infantes. De los berrinches porque no quería entrar a bañarse, o salir de bañarse, o volver de la plaza. Mejor acordarse de las carreras en el karting de plástico y de sus carcajadas. De los viernes de películas.
Se acordó de un viernes en el que la mujer había salido, antes del divorcio. Vieron 60 Segundos con Nicolas Cage. Mario había hecho pochoclos. En una escena en la que explota un tanque de gas, Damián saltó del sillón levantando los brazos y gritando: “¡Buenísimo!” Con tanta mala suerte que le pegó un rodillazo al tupper y se llevó puesto un vaso de gaseosa. Se mataron de risa mirando el despelote. “Andá a buscar el trapo de piso” —dijo Mario, resbalando un poco en el charco— “Y no le cuentes a tu vieja que hicimos este enchastre.” Todavía sonriendo, Damián le dijo “Tranqui pa, queda entre nosotros” y le guiñó un ojo.
Eso fue hace mucho.
La semana pasada, los padres del otro chico amenazaron con juicio. Sin admitirlo, Mario les dio la razón. Como mínimo, merecía perder todo lo demás: la casa, la plata, la libertad. Todas las cosas que ya no importaban. Pero se propuso esquivar a la ex. Otra que quería cobrarle. Otra que, como era inevitable, no llegó a equivocarse por ser una loca de mierda.
Pero no era justo.
Mario tampoco quería que Damián saliera. Hubiera preferido tenerlo a salvo, en la pieza, viendo TikTok. “¿Ya llegó Damián? Le mando mensajes y no me contesta," preguntaba la loca por WhatsApp. Y el chico, por ahí, estaba en la plaza comiendo un sánguche con los compañeros. No entendía que tenía que dejarlo vivir un poco. Pero ella ni siquiera le hubiera enseñado a andar ni en bicicleta.
Igual, eso ahora da lo mismo.
Hace un ratito, Mario se lavaba los dientes mirándome en el espejo. “Ni se te ocurra," pensó, con los ojos fruncidos. Y yo, como si fuese alguien distinto, pensé en pensar, en mis recuerdos, en la creatividad, en mi intelecto. En eso que soy, como una razón que no es dueña del cuerpo. No pude parar porque me cuesta imaginar qué va a ser de mí después del tiro. Mario me mandó al estómago.
Se concentró en los colores de los cepillos de dientes, los peines y el dentífrico. En el blanco brillante de los azulejos, en el diseño amarillo de la cortina del baño. Quiso olvidarse de mí, de mis preguntas y de mis ideas sobre el limbo.
Pero si no pienso ahora, ¿cuándo?
No lo digo yo. Los que dicen que se apaga todo son los ateos. Ojalá. Para las religiones, seguimos. Con premios o castigos por los siglos de los siglos. Yo también creería eso. Hasta las llamas del infierno dan luz, te queman, son algo.
San Pedro, o Belcebú, o apagarse del todo. Esas son las mejores opciones.
A mí me desespera otra.
¿Y si mi pensamiento sigue? ¿Y si soy mi propia prisión en el vacío? ¿Y si, muerto el cuerpo, la conciencia no se acaba? Ni nubes blancas de algodón, ni llamaradas sofocantes, ni fin.
Mario abre el cajón de la mesita de luz. Ahí no está lo que busca. Revuelve las minucias y ve un manojo de llaves, una calculadora, la cajita con joyas que heredó de su madre. Le tiemblan las manos. Me parece que duda. Busca atrás pero solamente hay papeles. Cuando creo que se está rindiendo mira el placard. Se acuerda de haberla puesto bajo la pila de remeras dobladas. ¡Mierda!
¡Pará un segundo, boludo! ¡Qué carajo importa si lloviznaba! ¡Pensá un poco, por favor!
Oime, Mario, Marito ¡oime!
¿Y si quedo atrapado, como en la pesadilla, pero en un negro abierto, sordo y total? Eterno. Sin cuerpo que mover, ni lugares adonde moverlo. Alerta. Sin ojos que cerrar, ni sueño que conciliar. Solo. Quieto en el oscuro. Sin sonido. Con los mismos recuerdos dando vueltas. El mismo horror y el mismo fastidio insistiendo sin pausa, ni locura, ni olvido ¡Por los siglos de los putos siglos!
¿Qué pasa si no termina? ¿Qué pasa si sobrevivo?
Mario no me escucha. Se acomoda el traje y se sienta en la cama. La misma cama del sueño. Se mira las piernas y en su regazo ve la pistola entre las palmas de sus dos manos. No quiere agarrarla y meter el dedo en el gatillo. Pero le prestó el auto.


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