Mi proyecto del curso: Técnicas creativas para convertir ideas en textos
de Julio César Espíritu Flores @j_c_espiritu
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Cuando un árbol grita tu nombre
Comentario sobre el libro “Los monstruos que nos miran desde el cielo” de Jaime Jordán Chávez Ordoñez.
Los niños aún juegan en los parques, el agua no parece tan tóxica, los monstruos trabajan para la Iglesia, el narco y diversos gobiernos, los profesores todavía cuentan sus historias en las aulas, un virus cambió nuestras vidas.
El conocido escritor portugués António Lobo Antunes en una entrevista para la periodista María Luisa Blanco, describe cómo desde niño tuvo la inquietud por ser un generador de historias, con entrega a la edad de 5 años diseñaba sus propios periódicos y los vendía a sus familiares, sin duda era el éxito de su casa. A los 13 años y cuando tuvo la cantidad necesaria de escritos, hizo un compendio que tituló “Obras completas de António Lobo Antunes”. El muchacho emocionado se lo mostró a su madre, quien con mucho orgullo le dijo, “esto no vale nada, estudia y hazte médico, porque como escritor no vas a llegar a nada”. Madre motivadora y desafiante la del señor Antunes. Pero curiosamente, esa frase que para la mayoría de infantes y adolescentes puede ser lapidaria, no logró impactar de forma negativa la vida del escritor, por el contrario, su pasión fue impulsada como trozos de ocote en la hoguera del tiempo, ya que ha obtenido varios premios importantes y ha publicado más de 30 obras que este inconsciente lector que les habla comienza a descubrir.
En México, la opinión pública o general sobre la vida de los escritores, no se aleja para nada de la frase que la madre de Antonio descargó como sentencia, de hecho, una gran cantidad de aspirantes a la universidad eligen la profesión de médico que las carreras relacionadas con la escritura, y por eso me pregunto, ¿por qué hay seres que se entregan a la palabra como Antonio Lobo Antunes?, ¿por qué leen y escriben como si un instinto diferente dominara sus cuerpos entre las sábanas?, ¿acaso el amor por la vida tienen algo que ver?, ¿acaso los mundos rectos y torcidos, los mundos con o sin demonios tienen algo que ver para que haya humanos que se dediquen a la escritura en vez de estudiar “algo de provecho”? Si es así, entonces, en este momento y bajo la gracia de nuestra propia historia, todo escritor, lector y toda forma de vida que asiste y le da sentido a los cuerpos que aparecen dentro de un libro, se les podría considerar como monstruos resplandecientes, monstruos que viven y dan rienda suelta a sus propios lineamientos, a los instintos por recrear los símbolos que le dan sentido a nuestro rostro y a nuestro fatuo o vigoroso estilo de vida, que para algunos será una conexión a lo divino, para otros será el recuerdo de la sangre derramada, y para los más íntimos, posiblemente será la sensación de encontrar a nuestras almas desnudas bajo un día caluroso y con lluvia.
Entonces, y bajo mis propias elucubraciones, bienvenidos sean pues, queridas quimeras repletas de signos, porque lo que somos cuando leemos, cuando escuchamos, es lo que seremos cuando nuestras bocas y nuestras lenguas ejerciten el arte de la comunicación que surge desde las entrañas, desde el infinito enigma de las pulsaciones. Hoy nos convertiremos en los testigos de la ignominia, en los brazos que se acercan a la angustia, guiados por los versos de un bardo o de un barbudo poeta que fue elegido para acercarnos al espejo y pintar con palabras las heridas que nuestra sociedad esconde tan bien bajo sus máscaras, porque cuando se encuentren, queridos lectores, con las grafías de “Los monstruos que nos miran desde el cielo” empezarán a sentir la denuncia, la caricia, el descontento, la belleza, el vicio, la música, el desasosiego, el paraíso y la naturaleza desfigurada por los seres que poco a poco y con el paso de la lectura, se parecen a los que dominan nuestro tiempo y nuestra tierra, seres que actúan bajo lineamientos que decapitan los sueños de los más inocentes, inclúyanse por igual a los pájaros y a las criaturas frágiles como pueden ser los niños y algunos sensibles que eligen la senda del suicidio para entregarse a los brazos de la ausencia.
Sírvame el siguiente fragmento para ejemplificar mis ideas sobre cómo es testigo y percibe el todavía joven, Jordán Chávez, la realidad que nos impera, una realidad cercana a los mitos y a la tragedia, a la vida consumista y a la violencia que heredamos por milenios:
Veo un arcángel desangrándose en la bañera
las metáforas nacen en mí
como en una flor nacen las espinas,
quiero estar aquí,
solo,
para que el sol se siembre
en la graja de mis pulmones
donde una vaca ancestral mastica el pensamiento
pero el mundo entra por mis ojos y entra por mis manos
y entra por mis orejas y entra por mi boca
y luego lo vomito en forma de luciérnagas y avistas (Chávez, 72)
El bardo o el barbudo poeta, además de ser testigo, se reconoce como alguien que transforma con su cuerpo la realidad o como alguien afectado, pero que a su vez, es capaz de recrear las sensaciones de aquello que se manifiesta dentro de lo cotidiano:
Los automóviles nupciales han parido
ya un temblor silencioso
y las sábanas se mancharon de soledad transitoria
por el interno animal, por la transfiguración constante
por los pecados de la belleza inexorablemente cruel
a la que nunca he dejado sentarse en mis piernas. (Chávez, 73)
Cuando la madre de Antonio Lobo Antunes le dijo “esto no vale nada”, quiero pensar que se refería a la inquietante adicción que puede generar la literatura, cuando de ella sabemos que recibiremos manos heridas, rostros sin mañana, calles, marcas y hasta constelaciones que parecen destripar nuestros mejores sueños. Quiero pensar que sus palabras fueron para prevenir del ahogo a su muchacho, pero claro, juventud siempre rebelde, el escritor decidió darle forma a los cuerpos que vivían en su mente y en su rabia, así creo que es el bardo o barbudo poeta Jaime Jordán Chávez Ordoñez, un rebelde que decidió retratar en “Los monstruos que nos miran desde el cielo” la cantidad de fantasmas, demonios o cucarachas metafísicas que como lectores, cargamos con o sin angustia. Así creo que es el bardo, un fiel que se entrega a su condena por representar la vida cuando un árbol grita nuestros nombres o cuando la tierra es como un cuerpo que lentamente se marchita.
Yo abandono la isla negándome al cáliz del tesoro
que ya encontré
yo viajo y en el centro de la tempestad
timbro las puertas de las casas que van volando
en medio del torbellino
donde la única víctima es mi cuerpo
de envoltura paleta payaso
derritiéndose bajo el sol. (Chávez, 77)
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