Narrativa,proyecto final "Un terremoto Inolvidable"
Narrativa,proyecto final "Un terremoto Inolvidable"
van gv_cbcorp @gv_cbcorp
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Un Terremoto inolvidable.
Esa mañana nos íbamos despertando por la bulla de los pasos de los huéspedes del piso de arriba, caminaban de aquí para allá, estaban hambrientos de desayuno, y también por el crujir de nuestros catres que cada vez que nos volteábamos para cambiar de posición hacían un sonido como el croar de los sapos cuando nos tratábamos de acomodar en esos camastros que soportaban unos fosilizados colchones de paja que estoy seguro fueron hechos con las sobras de escobas viejas e inservibles y a las que se les habían dado su última misión: relleno de colchón.
Era una paja sucia, exhausta, sobras de escobas que habían barrido demasiada mugre; mi lecho era una amalgama de sudores y fluidos fantasmales depositados encima de esos colchones leprosos. Camas que habían cobijado a muchos viajantes en todas las posiciones y que es probable ya se habrían muerto varios años atrás, mi colchón era tan ácido y amarillento que espantaba hasta a los zancudos, pero era una mejor alternativa que el suelo húmedo de tierra apisonada, era donde me reponía de las noches anteriores.
Éramos cinco amigos: Los hermanos Juan Mauricio y Pablito; el ronco Aldo, Charlie el Marihuano y el suscrito; que habíamos llegado hacía unos días en ómnibus a descubrir ese nuevo puerto con el que sonábamos hacía años y que luego de meses de planear nuestra aventura, llegamos para tratar de ahogarnos de algo.
Ninguno de los protagonistas pasaba de los 18 años; habíamos sobrevivido como de costumbre, otra mala noche, con la música nueva y relajada de Bob Marley, la guitarra de Eric Clapton, la testosterona de Led Zeppelin y una canción nueva llamada ¨Radar Love¨ por una banda europea de nombre ¨Golden Earring¨ que nos tenía estupidizados escuchándola una y otra vez, hasta que el cassette se enredaba y la cinta era tragada por la casetera y con esa señal nos íbamos a dormir; también sazonábamos nuestros días con mucho deporte, específicamente la tabla hawaiana, alcohol de muy mala calidad, marihuana colombiana y también fantasías afrodisiacas.
Cuando estábamos fuera del agua, deambulábamos en grupo o solitariamente en busca de pulpos y monstruos marinos, sensaciones, experiencias, agravios, como buscando respuestas en nuestros cuerpos achicharrados por el sol que nos iba marinando con mucha sal, pero gracias a nuestra juventud, poco nos afectaba…
Y así regalábamos nuestra existencia a los días interminables de eterna juventud, felices, remojados en el océano pacífico con sus sorpresas, alimentándonos de peces, mariscos frescos y deliciosos, escuchando los relatos y leyendas de Don Saturnino, mirando a las muchachas, riéndonos hasta el cansancio, explorando nuevas piruetas en las olas, algunas veces ebrios y otras volando, otras combinando ambas; y de alguna manera volvíamos a despertar una mañana más, en ese estado descerebrado en aquel balneario tan encantador, conocido como Cerro Azul.
Estábamos en la pensión frente al mar de don Saturnino Francia, un pescador retirado, alegre, bonachón, de ojos cristalizados, casi secos, como su voz. Don Satu, como le gustaba que lo llamaran, era un hombre bajito, de unos sesenta años, con una gran espalda, y unos brazos fuertes como las de un cangrejo macho, producto tal vez de las redes de pesca que jalo durante toda su vida de pescador, de piel oscura como una concha negra, usaba un sombrero de paja hecho de la misma cosecha de las escobas de mi colchón.
A mí, personalmente me parecía que su sombrero era demasiado grande para su enorme cabeza llena de pelos blancos y erizados, se le podía distinguir aún a gran distancia, incluso cuando estábamos en el mar, parecía una sombrilla viviente, que se desplazaba como soplada por el viento, siguiendo sus quehaceres.
Vivía con toda su familia, y era el amo y señor de aquella posada sin nombre, era un lapidario edificio que alguna vez fue un almacén o centro de oficinas de una importante empresa norteamericana conocida como “Grace & Company”, y que desde las islas de Chincha a finales del siglo diecinueve, allá por los años de 1,800 se dedicaba a exportar guano hacia Europa y a los Estados Unidos, y que en consecuencia justifico la construcción del puerto y su respectivo muelle de carga en Cerro Azul.
El “Huano” como así le llamaban, eran muy cotizados superfosfatos fertilizantes que supuestamente duplicaban las cosechas en sus campos de tabaco y caña de azúcar en los estados de Las Carolinas, Georgia y Virginia y de pasadita utilizados como materia prima de explosivos para suplir la guerra civil norteamericana. También era exportado para las plantaciones de patatas en Europa.
Adicionalmente, se presentó en la escena el advenimiento de un grupo sustancial de inmigrantes chinos que se embarcó desde el otro lado del mundo con la falsa promesa de llevarlos a los Estados Unidos; sin embargo, fueron desembarcados en las islas de Chincha del Perú, a trabajar por el resto de sus días en decenas de islas de más de sesenta metros de alto de excrementos de aves guaneras, cavando y apilando estiércol en medio de un mar hostil, frío y ventoso, para exportarlos hacia el país donde querían llegar y al que nunca pusieron pie,
El comercio prosperó casi por medio siglo, hasta que descubrieron mejores fertilizantes para suerte de las aves guaneras que ya se extinguían y de los infortunados chinos que podrían dedicarse a mejores oficios, y de manera paulatina el Puerto de Cerro Azul fue abandonado y el edificio quedo en el olvido.
Mirándolo bien, aquel destartalado edificio de dos pisos definitivamente no fue diseñado por ningún arquitecto, sino más bien por un funcionario que tenía que apurarse, abrir el negocio, tener donde vivir y enviar las ganancias a su país de origen. Básicamente, son como dos cajas de cartón de fideos, una encima de la otra, estructuras largas y huecas hechas de quincha sin ninguna estética y forradas en yeso, dividida en aproximadamente diez secciones, cuartos y ventanas que podrían albergar cualquier cosa; y quien sabe bajo que circunstancias fue a parar en manos de Don Saturnino, hombre que nunca explico claramente como llego ese inmueble a su poder.
Pero eventualmente unos pioneros de la tabla hawaiana descubrieron el lugar y poco a poco se fue haciendo conocido para los adeptos a este nuevo deporte, y en forma casi repentina, la pensión encontró su verdadera misión en la vida, daba cobijo a una naciente camada de jóvenes tablistas que iban a correr olas a ese sitio algo solitario, barato y aun poco conocido a finales de la década de los setenta, situado a unos 160 km al sur de Lima, era un Puerto en estado de coma, una bahía suave que inicialmente a simple vista comenzaba con un peñón negro, pintarrajeado de arriba a abajo de blanco y gris por el guano de los pelicanos y gaviotas que aún se paran a mirar el horizonte y defecan mientras planean su día, y que en línea se desliza en la piedra mojada hacia la base de las peñas como un graffiti disciplinado, como si a la piel de una cebra le hubieran enderezado las líneas, estirándolas y tapizando las rocas en vertical para darles más carácter; era una especie de monumento algo geométrico, separado del cerro madre por la erosión milenaria del agua, es como si de un mordisco le hubieran sacado un pedazo al cerro, son unos quince metros de vacío donde penetra una brisa taurina, donde los tumbos golpean al islote y las olas se forman y proyectan hacia el norte de la playa.
Es una piedra negra y afilada, peñascos que desde su base se van sosteniendo uno a otro en forma de zigurat hacia arriba, en su cima de no más de veinte metros de altura hay una roca tallada por las olas a la que todo el mundo le llama “El Águila” pues realmente parece un águila pensativa, esculpida por manos aztecas, y como que mira hacia el poniente con las alas retraídas; es el emblema de la playa.
Los tumbos del mar llegan desplazándose hacia las costas en grupos de tres, in crescendo, el primero tímido, pero anunciando sus intenciones, el segundo más convincente, con trompetas y bríos, el tercero es el más potente y temperamental, determinado a dejar su marca; son dunas organizadas, gruesas y robustas empujadas desde mar adentro, como gusanos arqueados y flotantes hinchados de agua, que buscan donde desintegrar esa fuerza innecesaria.
Luego de golpear las primeras piedras de defensa, irrumpiendo con todo lo que tienen, su potencia es recibida por unas rocas frías y estoicas, el agua se sumerge y busca dirección en el suelo de la bahía y ahí al encontrar poca profundidad en el suelo marino, es redirigida por una tremenda energía presurizada; en este caso el declive natural de la arena la impulsa hacia la izquierda y la transforma en una especie de hélice hidráulica que la empuja de nuevo hacia arriba, y así se convierte en una ola, como el canuto de un calamari, una espiral en expansión, o más fácil, un barquillo cónico de un helado de vainilla, suave y alargado con una cresta blanca peinada hacia atrás, y que es aguardada con ansias por los codiciosos y alegres tablistas flotando en la superficie del agua que se desesperan por correrla.
Es una masa superoxigenada de agua, que como un abanico va abriéndose de sur a norte y avanza para dejar sus babas blancas, las burbujas de su esfuerzo en todas las orillas, con la intención de refrescar y garantizar la vida de sus habitantes.
En eso, todo empezó a retumbar y a temblar, luego de unos instantes pedazos se desplomaban desde el tuberculoso techo, las lunas de los ventanales se trizaban con un sonido seco y caían como alfileres triangulares buscando a quien cortar, las paredes de quincha se inflaban como un pulmón asmático antes de colapsar; era como si estuviésemos dentro de un tambor, el piso de tierra era una sartén caliente. Un polvo de cal como el talco para bebes, caía desde las esquinas como cascadas desde el techo y las grietas de las tembleques paredes se iban profundizando, como gritándonos que salgamos de ahí cuanto antes.
Arañas y lagartijas que habían hecho sus hogares allí por generaciones, buscaban refugio para sus nuevos huevos.
Salimos corriendo antes que nos caiga el hotel encima, al salir vi a la distancia como el polvo de los cerros se levantaban medio disueltos por el viento, como si se estuvieran deshaciendo al compás de ese tambor telúrico y cruel, y que al mezclarse con la niebla de la mañana daba la impresión de que el mar se empezaba a convulsionar para quemarse, era como si estuviésemos dentro de un cráter encolerizado antes de erupcionar.
Los carros estacionados se tambaleaban todos iguales de lado a lado; parecían sonajas, en medio del susto me detuve a reflexionar y me divirtió como era que se movían al mismo vaivén como coordinados por una ley física que desconocía, era un meneo ridículo pero simpático.
Vi como se cayó la mitad del balcón del hostal, por tanta sacudida, le cayó encima a un gato viejo y amarillento que caminaba muy despacio y muy pegado a la pared, y del que no supimos más.
Y el terremoto continuaba, no paraba… y no sabíamos hacia adonde correr, gente que nunca habíamos visto salía del hotel, la madre de Saturnino, las hermanas de Saturnino, las cocineras y sus hijos, amantes escondidos, todos en sus peores fachas.
Los perros ladraban, los gatos iban y venían con los pelos parados; atrás del hotel había un galpón, escuché unos llantos como de unos bebes inconsolables; por instinto fui a ver, pero para mi sorpresa se trataba de gemidos de puercos sollozando, pues estaban acorralados y no sabían que hacer, brincaban desesperados y se golpeaban y se pisaban unos a los otros y los lechones al ser aplastados eran los que gritaban con esos alaridos agudos y horribles, sé golpeaban entre ellos contra los muros llenos de moscas que pernoctaban en paz y trataban de dormir a esa hora del día, pareciera que los desdichados chanchos intuían que habían sido abandonados por sus propios verdugos y les aguardaba un destino aún más trágico.
Y los pájaros cómicamente se mantenían en el aire como queriendo filmar o hacer un documental en el que veían a los amos del mundo correr de un lado a otro como pollos sin cabeza, pareciera que gozaban de esa experiencia y de su inmunidad.
Mientras tanto, el mar seguía retirándose hasta que casi se veía todo el litoral; se retiró más de 200 metros atrás de la costa, o tal vez más; al muelle le vimos las ocultas patas flacas llenas de choros enquistados y algas que sostenían y chupaban su carcomida estructura.
Quedaron rezagadas las tortugas, las rayas y legiones de lenguados enormes, además de otros peces que ya no tenían agua suficiente para nadar; algunos cangrejos salían de sus agujeros en pijama, mal dormidos y muy confundidos, y otros bichos marinos desprevenidos chapaleaban en la arena mineral y brillante al verse desprovistos de mar.
Hasta que el terremoto se cansó de su destructiva rutina y termino, algo avergonzado de sus malos atavismos.
Luego de unos instantes al vernos todos vivos y poco aliviados después de la histeria comunal, sin pensarlo mucho buscamos unos baldes y bolsas y fuimos a recoger a los peces que ya estaban medios muertos, en eso salieron los pescadores gritando y nos detuvieron y nos dijeron que venía un maremoto y que el mar nos iba a llevar y ahogar, que subamos a los cerros a refugiarnos cuanto antes.
¡Lo que nos pareció una idea genial, ir a ver un Tsunami!,
Pasamos más de una hora en la punta del cerro esperando el maremoto, fumando nubes de marihuana, aguardando al apocalipsis de San Juan y que nos ahogue como habíamos planeado, pasaron horas… pero solo llegaban flatulencias venidas desde el fondo del mar, que poco a poco a zarpazos intermitentes fueron cubriendo con su manto maternal a la playa y sus riberas sedientas de plankton.
Y así, después de aburrirnos por la falta de drama, nos fuimos al pueblo a investigar, y fuimos a la plaza de Armas y vimos que la Iglesia mayor se había caído, estaba completamente destruida, únicamente quedaban las escaleras, el templo parecía un gigante terrón de azúcar rubia colapsado; escuche al Párroco con voz llorosa hacer un esfuerzo para seguir con sus plegarias de comando, los feligreses y pecadores seguían mirando las ruinas humeantes como almas castigadas; con sirios prendidos con sus últimos fósforos de fe, catecismos y Biblias en mano, entonando oraciones gregorianas muy tristes frente a lo que quedaba del campanario que parecía un barco hundido.
Nos persignamos con pena y nos marchamos sin saber qué pensar, arrepentidos por nuestra falta de teología.
Regresamos a la playa e ignorando las advertencias de los pescadores, decidimos meternos al mar y seguir corriendo olas, pero estas venían desordenadas, arrítmicas, lo que nos dio tiempo para apreciar aquellos momentos tan extraños.
Vimos una puesta de sol inolvidable, inenarrable, precámbrica, cuando los astros eran aún gaseosos y los océanos recién se mojaban, los planetas aún no se alineaban, aire no había, la vida no existiría por millones de años más, los colores no tenían nombres, la temperatura no tenía dígitos y nuestras existencias eran impensables.
Como cuando Dios era un infante y empezaba a diseñar el cosmos.
Nos quedamos en el agua hasta que ya no se veía nada, la luna había huido espantada, el reflejo de unas cuantas estrellas muy lejanas se mezclaban como espejuelos con las escamas del océano y mientras flotábamos en el agua entibiada por el magma de la tierra, atine que las fuerzas del universo insistían en protegernos pese a todo, pues éramos las nuevas semillas del universo y merecíamos vivir más tiempo.
Y así como anfibios sin instinto, tetrápodos hambrientos, con poco que decir, después de tantas experiencias en un solo día, regresamos a nuestros colchones de paja, a dormir, a croar y a esperar al amanecer, a ver que nos depararía la vida.
En realidad fue un terremoto muy fuerte el 3 de octubre, año de 1974, a las 8 y 30 am, más de un minuto de largo, más de 120 muertos y miles de heridos e incontables estructuras inservibles.
El periódico más importante del país “El Comercio” publico a la mañana siguiente -en primera plana- que se había localizado el epicentro del sismo frente del puerto de Cerro Azul; en aquel entonces no existían los teléfonos celulares y las líneas telefónicas estaban desconectadas.
Mis padres después de una noche en blanco entraron en un pánico controlado y salieron a buscarme, las carreteras estaban cerradas, los puentes se habían rajado y separado y no se podía manejar, solo pasaban los casos críticos, pues habían hecho pasos espontáneos para unir a la carretera Panamericana en casos de emergencia, pero ellos convenciendo a las autoridades de que su hijo estaba en Cerro Azul donde no había ninguna noticia de vida, tenían que llegar rescatarme como sea.
Llegaron al día siguiente a eso de las dos de la tarde, estacionaron frente a la playa y empezaron a buscarme con los ojos y yo también los vi, y mi mamá al verme salir ileso del mar me abrazo como nunca, me seco con su vestido, mi padre con una sensación de alivio también me apretujo con todos sus huesos, me tocaban para cerciorarse que era yo, no podían creer que efectivamente estaba vivo.
Me trajeron comida y compartimos juntos en medio de los derrumbes y vieron que estaba bien, junto con mis amigos; otros padres también habían llegado a ver por sus hijos y el ambiente se tranquilizó. Don Satu empezó a tener pedidos, la cocina volvió a activarse con lo poco que podían ofrecer, había sobrevivido la hoya de la famosa “Sopa Atómica”, era una sopa fantástica que tenía hervidos a todo tipo de crustáceos, moluscos, peces diversos y completos con sus cabezas y colas, caracoles, pulpos y hasta “muy-muys” que son unos bichos que viven dentro de la arena en las orillas de muy mal aspecto, pero que entraban en el menú, además de otros ingredientes que solo la mujer de don Satu conocía, pero era un líquido sabrosísimo, había que tomarla despacio, pues hervían la sopa, se usaba mucho picante y limón. En el fondo del plato encontrabas hasta arena, lo que confirmaba su autenticidad, y por supuesto nos mandaba a dormir un par de horas y te levantabas como un demonio salvaje con las baterías a repletas.
El lugar se reintegró, luego de comer y tocarnos las manos les dije que me quería quedar, que lo peor ya había pasado y que yo estaría bien y que se vayan tranquilos. No sé que mirada les di, -se miraron entre ellos- y se convencieron, y con pena se marcharon pese a que venían a llevarme de vuelta a Lima como sea. Cuando volvieron sin mí, mis hermanos, parientes y vecinos casi los matan.
Pero desde aquella tarde nació un pacto que duraría para siempre entre los tres, el respeto y amor a nuestras individualidades quedo cimentado al confiar en mí, pese a mi temprana edad. Fue un bello e invalorable regalo de ellos que siempre apreciaré.
Fue un terremoto inolvidable.


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