Relato personal: La rampa que no era rampa.
por Jesús Moreno Cuevas @eles_jesusmc
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De niños, creamos relaciones con nuestros juguetes preferidos más allá del juego, se vuelven parte importante de nuestra vida y el tiempo que pasamos con ellos se transforma en felicidad y buenos recuerdos.
Recuerdo mucho aquella bicicleta “Zaeta” con la que llegó mi papá una tarde y nos llamó a mis hermanos y a mí para sacarla de la cajuela de la Combi que usaba para el trabajo. En ella aprendí a brincar las banquetas de la colonia donde vivíamos.
En especial, disfrutaba mucho ese momento en el que las dos ruedas se levantaban del suelo y sentía un cosquilleo en el estómago al volar.
Un sábado como al medio día regresaba en mi bici por una calle que conecta al patio trasero de la casa de mis papás, cuando a unos 50 metros vi un montón de tierra que creaba una rampa, era una buena oportunidad para saltar, un reto imperdible. Quería que fuera un salto épico; inolvidable, así que aceleré hacia ella con todas mis fuerzas. Las piernas ardían y desafortunadamente mi visión fallaba (siempre necesité anteojos aunque en ese momento no lo sabía).
Al estar a unos centímetros para entrar en la rampa, miré de nuevo al suelo y me di cuenta de que ese montón de tierra acumulada en una orilla de la calle sí era una rampa, pero yo me encontraba del lado opuesto, donde se formaba una suerte de escalón el cual no me dejó avanzar más. Ese bulto se convirtió en un pequeño muro que me detuvo en seco y la rueda delantera chocó, doblándose el eje de mi bicicleta por la fuerza que llevaba. Salí según lo planeado, volando hacia adelante, sólo que sin bicicleta y con el pavimento a un metro bajo de mí esperando a recibirme con los brazos abiertos y su aspereza enfurecida.
Mis antebrazos fueron el tren de aterrizaje y mi abdomen los amortiguadores que detuvieron la caída. Los raspones y la sangre ya me esperaban abajo para causar ese ardor que te hace olvidar toda dignidad y deseos de levantarte pronto para evitar la mirada y burla de los extraños.
Al final logré mi propósito, fue un salto épico e inolvidable que aún después de casi 30 años sigue haciéndome reír al recordarlo.
2 comentarios
antonionunezstorytelling
Profesor PlusGracias por su relato, @eles_paider, y por la ilustración. Creo que su mayor acierto es la visualización de su memoria y sus emociones asociadas.
Le invito a que altere algo del orden y pruebe a ver si funciona mejor: coloque las dos primeras frases como cierre final del relato. Quizá el inicio ganaría en intriga y al final el Sentido Vital quedaría mucho más claro.
eles_jesusmc
@antonionunezstorytelling mil gracias por sus comentarios, abajo mi edición. Saludos.
La rampa que no era rampa. V2.
Recuerdo mucho aquella bicicleta “Zaeta” con la que llegó mi papá una tarde y nos llamó a mis hermanos y a mí para sacarla de la cajuela de su camioneta. En ella aprendí a brincar las banquetas de la colonia donde vivíamos.
En especial, disfrutaba mucho ese momento en el que las dos ruedas se levantaban del suelo y sentía un cosquilleo en el estómago al volar.
Un sábado como al medio día regresaba a casa en mi bici, cuando a unos 50 metros vi un montón de tierra que creaba una rampa, era una buena oportunidad para saltar, un reto imperdible. Quería que fuera un salto épico; inolvidable, así que aceleré hacia ella con todas mis fuerzas. Las piernas ardían y desafortunadamente mi visión fallaba (siempre necesité anteojos aunque en ese momento no lo sabía).
Al estar muy cerca de dicha rampa, miré de nuevo al suelo y me di cuenta de que ese montón de tierra acumulada en una orilla de la calle sí era una rampa, pero yo me encontraba del lado opuesto, donde se formaba una suerte de escalón el cual no me dejó avanzar más. Ese bulto se convirtió en un pequeño muro que me detuvo en seco y la rueda delantera chocó, doblándose el eje de mi bicicleta por la fuerza que llevaba. Salí según lo planeado, volando hacia adelante, sólo que sin bicicleta y con el pavimento a un metro bajo de mí esperando a recibirme con los brazos abiertos y su aspereza enfurecida.
Mis antebrazos fueron el tren de aterrizaje y mi abdomen los amortiguadores que detuvieron la caída. Los raspones y la sangre ya me esperaban abajo para causar ese ardor que te hace olvidar toda dignidad y deseos de levantarte pronto para evitar la mirada y burla de los extraños.
Al final logré mi propósito, fue un salto épico e inolvidable que aún después de casi 30 años sigue haciéndome reír al recordarlo; ya que de niños, creamos relaciones con nuestros juguetes preferidos más allá del juego, se vuelven parte importante de nuestra vida y el tiempo que pasamos con ellos se transforma en felicidad y buenos recuerdos.
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