EL LAGO - Santiago de Ega
por Santiago de Ega Peña y Cantor @santiagodeega
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EL LAGO
Santiago de Ega
Fue una tarde terrible para mí. Para otros más, fue de plena alegría, de serenidad y de liberación; dudo mucho que hayan vivido otro sentimiento alguno.
Antes de conocer el puro desamor, en plena ingenuidad y con una estable alegría me decidí por arreglarme para salir de casa. Tenía el estomago vacío, con la palabra «hambre» saliendo desde el interior de mi abdomen hasta las estancias de mi cabeza. Con la voluntad de los organismo que viven en mi estomago me decidí por cocinar algo rápidamente, antes de salir.
Parado en la cocina, mientras todo se volvía tenue y el corazón se precipitaba en una grave angustia por el futuro, yo me quedé hipnotizado viendo el filo de un cuchillo que había tomado para cortar unos tomates. Su bello cuerpo me demostraba seguridad, confianza y lealtad. Sentía latir, como nunca antes, la sangre que llegaba a las venas de mis ojos; los ojos no podía despegar de tan maravilloso tallado, las demás cosas se fueron diluyendo para resaltar el contorno del puñal. Me desprendí del mundo, de mi conciencia.
Cuando regresé a mí mismo, solo faltaba el último bocado del sándwich que me había preparado. Así que lo comí, tome un sorbo del vaso de jugo que acompañaba en la mesa al plato vacío de donde supongo que extraje el emparedado. Me puse de pie y me terminé de arreglar. Sumergido en la costumbre, tomé mis cosas. Salí de mi apartamento y bajé hasta la portería de mi conjunto residencial. Saludé al portero, como de costumbre, pero su respuesta al saludo me hizo tomar un respiro de esas aguas de la cotidianidad. Sus ojos abiertos y saltones, con las cejas arqueadas dos centímetros más arriba de la cuenca de los ojos, me miraban con asombro, me juzgaban inclementemente. Me pregunté: «¿Me habré manchado mientras comía el sándwich?». Me revisé la camisa, el pantalón, me palpé la cara para ver si tenía boronas o residuos de comida, pero nada. No me importó y seguí mi rumbo, de pronto el asombro fue por cosa ajena de mí; quizás no esperaba verme a esa hora del día o pensó que era otra persona diferente a mí, en fin, no creí que algo extraño pasara conmigo.
Seguí caminando por la acera de mi conjunto, terminé la extensión de la manzana y llegué al cruce de la calle, el semáforo estaba en rojo para los peatones. A la mente me volvió la silueta del cuchillo, su brillo, sus curvas seductoras y todas esas emociones que me enamoraban. Adentrado en ese lago que diluía todas las cosas ajenas al cuchillo, sentí un golpe discreto en mi codo izquierdo que me sacó de las profundidades de cierta albufera. Era una mujer que sin querer rozó conmigo porque estaba por cruzar la calle en donde el semáforo ya había cambiado.
Empecé a andar por la manzana que hacía falta para llegar, los árboles dejaban caer algunas hojas, las luces de algunos edificios empezaban a alumbrar y la brisa iniciaba a circular por las calles. El viento soplaba cada vez más fuerte, intentando llevarme otra vez a casa, dándome un beso en la mejilla y tratando de sujetar mi mano para impedir mi paso. Ese aprecio del viento hizo que se volvieran a dibujar las cosas y yo me encerrara en el cofre hundido en el lago que me atormentaba. Allí volví a ver al cuchillo, pero no sólo lo veía, sino que ahora también los sentía; sus curvas pasaban por la piel de mis manos, si filo seductor acariciaba las yemas de mis dedos, todo era bello en ese momento. De repente volví a salir a la superficie y me asombré por el auto de mi novia, ella no vivía cerca, no tenía conocidos por ese sector y tampoco habían negocios cercanos a los cuales podía acudir.
Continué para llegar a mi destino. Toqué el timbre, pero nadie abrió. Empujé un poco la puerta y me di cuenta que estaba abierta, así que decidí entrar. No había nadie en el primer piso de la casa, todo parecía estar en orden allí. Subí por las escaleras y me paré en medio del corredor, al otro extremo se asomó Pablo, quién era mi amigo. Estaba medio desnudo, sólo lo cubría una sábana, de igual forma lo saludé y él a mí. Repentinamente se escucharon unos pasos corriendo provenientes de la habitación de donde había salido Pablo, e inesperadamente detrás de él se asomó el rostro de una mujer. «¿Quién es?» Me pregunté. Enfoqué mi vista y abrí mis pupilas para darme cuenta que era Julieta, mi novia. Corrí hacia ella, la quería abrazar y tomar para mí, cuando de repente caí en un precipicio, directo a las profundidades del lago. Lago que ya era más espeso, más opaco, más frío y viscoso. En ese momento se me dificultaba respirar en esas aguas, aguas en las que poco antes podía inhalar fácilmente.
Al lograr salir de las profundidades de ese espeso pantano ya me encontraba camino cerca a mi casa, oía sirenas, autos tocando sus bocinas y algunos policías esperando en la puerta de mi conjunto. Sentí el abdomen húmedo, la camisa se adhería a mi cuerpo. Me fijé y tenía manchado todo el torso, efectivamente me había choreado de salsa de tomate al comer ese sándwich.
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