Mi proyecto del curso: Escritura de diálogos: da voz a tus personajes
por Antonio Muñoz Saavedra @tonims58
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El hombre está apoyado con sus antebrazos sobre la barandilla de la terraza. Mira hacia el bosque, a la lejanía, a nada en concreto. La luz del día se va apagando poco a poco y no deja muchas posibilidades. A pesar de aparentar hallarse en paz, su rostro refleja una cierta tensión contenida. A su espalda, al otro lado de la puerta acristalada, los invitados disfrutan de la fiesta. Hasta donde él está llega el sonido ensordecido de la música y del jolgorio. De repente, él percibe un cambio que lo devuelve a la realidad: durante unos segundos, la puerta se ha abierto dejando salir a sus anchas compases, voces y risas. Alguien ha salido, pero él lo ignora y sigue manteniendo la mirada lejos, muy lejos, aunque con los sentidos alerta (gajes del oficio).
La mujer se acerca por detrás, llega hasta la barandilla, a su lado, y se apoya, como él. Durante unos segundos, mira a lo lejos intentando adivinar en que oscuro lugar se pierde la mirada del hombre.
Él no lo sabe, pero la mujer que tiene a su lado está haciendo un gran esfuerzo por contener su ira. Ella hace una inspiración profunda y exhala el aire lentamente. Sus palabras brotan con aparente serenidad:
–Tienes que decirme si le has hecho algo.
Él aún tarda unos instantes en reaccionar. Sin dejar de mirar al horizonte, contesta mecánicamente:
–¿Algo? ¿A quién?
Ella vuelve a inspirar y expirar. El aire entre ambos es plomizo.
–Mira, Aurelio, … ¿recuerdas lo que estamos celebrando hoy? Por si acaso, te refresco la memoria, porque fue idea tuya, ¡cómo no! Se supone que esto es mi presentación en sociedad; he cumplido dieciocho años. Así que… ya no soy una niña, no me trates como tal. Sabes de sobra a qué me refiero. No sé nada de Luis desde hace más de una semana. No hay manera de contactar con él: no contesta a mis llamadas, no está en su piso… hasta se fue del trabajo. Sus compañeros me han dicho que si no se reincorpora ya lo van a despedir –ella se detiene un instante y le lanza una mirada de soslayo; luego, vuelve a perder la mirada en el bosque–. Tampoco su familia sabe nada de él; están desesperados, como yo. Nadie me puede dar razón de su paradero. Ya han dado parte a la policía y se ha iniciado una investigación. ¿Eres consciente de que ya estábamos prometidos? Hermano, por lo que más quieras…
Ella se calla al notar que se le quiebra la voz. Unas lágrimas furtivas anegan sus ojos, pero no quiere que él la vea llorar. Intenta hacerse la fuerte, aunque ello le represente un esfuerzo titánico. Se da la vuelta, mirando ahora hacia el interior de la casa. Cruza sus brazos sobre su pecho y apoya ligeramente la espalda en la barandilla. Sus ojos acuosos miran a la gente que se divierte detrás de los enormes cristales; sin embargo, las imágenes que ella percibe están borrosas y el sonido le llega amortiguado, como si se hallase bajo el agua.
Él la mira de reojo, se incorpora y, con paso lento, se aleja unos metros de ella. Sin girarse aún, de espaldas, enciende un cigarrillo con su mechero de oro, que inmediatamente deja caer en el bolsillo de su chaqueta; exhala lentamente el humo y regresa junto a ella. Se apoya de nuevo en la barandilla, pero, al igual que ella, mirando hacia la casa; da un bufido breve y, en un arranque de valor, se coloca frente a ella, quien, de forma refleja, cierra los ojos y, al hacerlo, dos lágrimas precipitándose mejillas abajo delatan la su desesperación. Él la observa ahora a la luz de los faroles que iluminan la terraza: su cabello dorado, su largo vestido blanco de raso, sus hombros desnudos que delatan un ligero temblor, su esbelto cuello adornado con ese colgante que el energúmeno de su prometido le regaló… Es cierto: ya no es una niña. Siente que algo se le remueve muy dentro, pero debe mantenerse firme en su actitud. Ahora no hay marcha atrás, aunque le duela.
–¿Qué te hace suponer que yo pueda haberle hecho algo? Creo que tienes mal concepto de mí, hermanita. Toda mi vida me he dedicado a protegerte. ¿De verdad crees que sería capaz de tomar decisiones que puedan comprometerte o hacerte daño?
Ella abre ahora sus ojos y le miran fijamente, suplicantes… Dos horizontes de color aguamarina que brillan como dos faros en la costa arremetida por las olas de la tristeza. Su voz suena más atiplada:
–Pues entonces, ¡ayúdame a encontrarlo! Ya sé que Luis no te cae bien y que tu afán de protegerme te lleva a no confiar en las personas que se me acercan, pero te aseguro que Luis es diferente. Tu no lo conoces bien. ¡Yo le amo! ¡Dios mío! Si le pasase algo malo… ¿qué haría yo sin él?
El dique se rompe al fin, y ella llora con desconsuelo, sin barreras. El hombre lanza el cigarrillo al suelo y lo pisa sin contemplaciones, se acerca y la abraza. Le acaricia cariñosamente la cabeza mientras siente como, tras un primer rechazo al contacto, el cuerpo de su hermana se estremece entre sus brazos y amenaza con derrumbar su mala conciencia.
–Mira, Valeria… No puedo ayudarte con eso. No creo que Luis te convenga; no confío en él ni en su familia. Si papá siguiese con nosotros habría hecho lo mismo. Eres una mujer impresionante: bella e inteligente. Tienes toda una vida por delante. Encontrarás a un hombre de tu talla. Estoy seguro. Deja ir a Luis… ¡déjalo ya!
Valeria ya no puede más. De repente, empuja con todas sus fuerzas a su hermano. Se separan. La expresión de su cara se ha transformado y muestra un rictus de desesperación y rabia contenida. Hasta él se inquieta al ver su rostro descompuesto: sus ojos enrojecidos, anegados, una acuarela negra que el rímel ha pintado en sus mejillas, los labios apretados, la mandíbula tensa…
–¿Eso es todo lo que tienes que decir?, ¿en serio? ¡Ya! Sí… ya veo como me proteges –las voces de Valeria parecen surgir de lo más profundo del infierno–. Mira, her-ma-no: si le ha pasado algo… si le has hecho algo… te arrepentirás. ¡No me verás más en tu puta vida! Buscaré la manera de arruinarte. ¡No me das miedo, her-ma-no! ¡métetelo bien en tu cabeza retorcida! –le espeta ya a grito pelado apuntándole con el dedo como si de éste pudiera salir un rayo directo hacia el corazón y con la mirada encendida como un volcán.
Valeria da una zancada y empuja a su hermano hacia un lado. Intenta volver al interior de la casa, pero él la atrapa del brazo para detenerla. Ella intenta desesperadamente zafarse, pero él la sostiene con fuerza, aunque sin dañarla; solo pretende retenerla y hacerle comprender, aunque sabe que no lo va a tener nada fácil.
–¡Suéltame, me haces daño! –ella se revuelve intentando soltarse y con la mano libre lanza puñetazos a su hermano sin miramientos.
El rifirrafe continúa durante un rato más; ella golpeando a su hermano a discreción, él intentando esquivar los golpes pero sin soltar su brazo.
–Valeria… ¡Ay! Me has hecho daño. ¡Escúchame!, por favor…
De repente, todo se detiene. La música, las voces… Solo se perciben algunos gritos femeninos ahogados. Ambos hermanos, al unísono, dirigen la vista hacia el interior de la sala y permanecen inmóviles. A través del cristal, observan como la mayoría de la gente dirige las miradas hacia un lugar concreto, mientras que algunas otras personas corren a esconderse lo más lejos posible de ese punto.
–Algo sucede ahí dentro –un chute de adrenalina tensa el fornido cuerpo de Aurelio y dispara la atención de sus sentidos. –No te muevas de aquí, ¿me oyes? Tengo un mal presentimiento, así que hazme caso por una vez, hermana.
Aurelio se dirige con urgencia hacia la puerta de la sala, pero cuando ha dado tres o cuatro zancadas se detiene inseguro intentando descifrar la imagen que contempla: por el centro de la sala, la muchedumbre parece abrir un pasillo para permitir el paso de una persona. Su intriga va en aumento, al igual que su inquietud. Si instinto está intentando advertirle de algo, pero ¿de qué?
De pronto, todo se desvela. La gente ha dejado expedito un pasillo por el que vaga, directo hacia la terraza, un hombre desaliñado. Al principio, ninguno de los dos hermanos reconoce a aquella piltrafa humana, con el rostro desfigurado a base de golpes, el pelo enredado, su camisa blanca hecha jirones y manchada de sangre… Arrastrando los pies descalzos y malheridos, su mirada vaga en busca de algo o de alguien… ¡un momento! Aurelio se acaba de apercibir de un detalle que lo cambia todo: aunque los brazos de ese intruso parecen colgar inertes de sus hombros, su mano derecha arrastra una pistola. Instintivamente, Aurelio echa su mano bajo la chaqueta. “¡Mierda!”; se acaba de acordar de que no va armado. “No puede ser, ¡soy un imbécil! ¿cómo he podido confiarme?”, se dice alarmado.
En ese momento, a través del cristal, la mirada del intruso ha dejado de barrer el espacio interior de la sala y está clavada en la terraza. A pesar de su rostro deforme, su mirada lo delata. Aurelio tensa su cuerpo. Valeria ahoga un grito.
–¿Luis?... –ella avanza vacilante dos pasos–. ¡Luis! ¡Oh, Dios! –su voz se quiebra y sus ojos se desbordan– ¿Qué te han hecho?
Aurelio se interpone.
–¡Quieta, hermana! ¡Te he dicho que no te muevas! Déjame solucionar esto.
Ella mira a su hermano, incrédula, sus brazos laxos. Su voz suena apagada, ronca.
–Esta vez has ido demasiado lejos, hermano. ¡Apártate! Esta vez no podrás detenerme.
Su hermano mira alternativamente a Valeria y al otro lado del cristal, tenso como una loba que intenta proteger a sus cachorros de un cazador furtivo.
–Valeria, por favor… –intenta sonar convincente y por ello suena como una orden y no como una súplica; la agarra firmemente de los hombros para asegurarse de que no sigue hacia el interior.
–¡No me toques! –grita Valeria recomponiéndose momentáneamente y sacudiendo los hombros para librarse de las manos de su hermano.
Ese instante de disputa entre los dos hermanos es suficiente para que ninguno de ellos se aperciba de lo que sucede dentro de la sala, hasta que una detonación y un estruendo de cristales haciéndose añicos los deja paralizados. Instintivamente, Aurelio se vuelve hacia la sala y se pone delante de su hermana en posición defensiva, brazos y piernas ligeramente abiertos, los puños cerrados. Un coro de alaridos recorre la sala y se cuela hacia el exterior; la gente se ha dispersado a fin de parapetarse en cualquier rincón, mientras Luis sigue arrastrando los pies, ahora un poco más rápido, hacia donde se hallan los hermanos, con el brazo extendido y el arma apuntando temblorosa hacia Aurelio, quien ahora puede ver con toda claridad los ojos inyectados en sangre de Luis; su mirada lo fulmina como una explosión atómica.
“Esto no puede estar pasando”, se dice Aurelio mientras nota el galope de su corazón y su respiración se acelera; una oleada de lo que parece ser miedo lo acucia a buscar una salida. Lamenta no haber cogido su arma mientras nota el cuerpo tembloroso de su hermana pegado a su espalda. Teme no poder protegerla esta vez. ¿Dónde están sus hombres? “Algo no ha ido bien”, piensa mientras busca la manera de parar a aquel hombre.
Extiende los brazos con las palmas de las manos extendidas hacia Luis, en un gesto de paz. Habla pausado, mirándolo fijamente a los ojos e intentando obviar el cañón de la pistola que sigue apuntándole tembloroso.
–Tranquilo, Luis. Vamos a calmarnos, ¿vale? ¿qué… qué te ha pasado?
En ese momento, Luis logra superar el gran ventanal y sale a la terraza; sus pies descalzos dejan un rastro de sangre: la alfombra de cristales rotos va dejando mella en ellos, arañándolos y cortándolos sin piedad, pero a él no parece importarle en absoluto. Parece no sentir ningún tipo de dolor. Al escuchar la pregunta de Aurelio, fuerza una sonrisa que poco a poco se convierte en una sonora carcajada; una carcajada angustiosa que eriza el bello de todos los presentes.
Aurelio nota como el cuerpo de su hermana se estremece pegado a su espalda. Solloza silenciosa.
–Luis… Luis… por favor… –la oye murmurar, aunque parece decirlo para sí misma.
La carcajada de Luis cesa de repente, como si un cable se hubiese desconectado. El brazo parece pesarle un quintal y empieza a caer lentamente, pero al detectar un asomo de movimiento de Aurelio vuelve a tensarlo.
–¡Tiene gracia! –grita con voz rasposa y mostrando una sonrisa maléfica–. Que tú me preguntes eso, quiero decir –otra carcajada corta, que cesa de golpe; ahora su expresión es de furia, rozando la locura–. ¡Me tomas por imbécil! –grita mientras da un paso con determinación y adelanta el brazo con el que apunta al pecho de Aurelio. Éste, instintivamente, retrocede dos pasos empujando también con su espalda a su hermana. –¡Bueno, ya está bien, matón de tres al cuarto!, ¡apártate de ella!
–Cálmate, Luis. Si disparas… ella puede salir malparada. ¡Hablemos!, por favor. Explícanos que ha pasado.
–Luis… amor mío. Tengo mucho miedo… por favor, deja esa pistola. Nos iremos juntos. A cualquier lugar. Te lo prometo. Luis… –la voz de Valeria se quiebra de nuevo. Solo sus sollozos y la respiración agitada de Luis rompen ahora el silencio denso que envuelve el lugar.
Aurelio no aparta la vista de aquel hombre que se tambalea cada vez más, buscando un punto flaco, tal vez, un descuido que aprovechar. Pero aquel cañón le apunta con determinación. Tiene que ganar tiempo como sea. El problema es que, cual ave fénix, cuando parece que Luis se va a desplomar, parece resurgir de sus cenizas. Como ahora.
–Nos iremos, sí. Pero no sin antes ajustar cuentas con este gánster. ¿Crees que te está protegiendo de mí ahora? ¡No! Muy al contrario: se protege él. Te está utilizando, como siempre –mientras casi carraspea sus palabras, Luis agita temerariamente la mano con la que sostiene el arma–. ¡Venga! Explícale a tu querida hermana como conseguiste secuestrarme. ¡Vamos! ¡Cuéntaselo! ¡Que todos se enteren de una vez de la clase de tipo que eres! Esta vez no te vas a escapar. Siempre me has menospreciado y me has tomado por un imbécil, pero ya llevo tiempo indagando en tus asuntos… y he descubierto cosas… ¡cosas que te pondrían los pelos de punta, Valeria! Pero hoy… Hasta aquí han llegado tus fechorías. ¡Vas a pagar caro por todo lo que has hecho! –se calla, jadeante; toma aire unos instantes y continúa: –Así que deja ir a tu hermana y que salgamos de aquí. Si no lo haces, atente a las consecuencias. Estoy dispuesto a todo.
La voz de Valeria suena temblorosa detrás de su hermano.
–¿Es cierto, Aurelio? ¿Has hecho lo que dice? ¿Has sido tú el que lo ha dejado así de mal? ¿Acaso querías matarlo?
–Oh, no; no fue él… personalmente, claro. Demasiado distinguido para mancharse las manos de sangre –se adelanta Luis–. Sus secuaces lo hacen por él; les paga bien, no vamos a negarlo. Pero yo ya hace tiempo que lo tenía en el punto de mira. ¿Crees que no sé hacer mis deberes?
Luis se desplaza lentamente intentando rodear a Aurelio, quizás para intentar arrebatarle a su hermana, pero éste reacciona paralelamente a sus movimientos.
–Verás, amor mío… Te voy a contar una historia muy interesante, a ver qué opinas –inexplicablemente, parece que Luis ha recuperado sus fuerzas; habla con desenvoltura, aunque cada paso que da provoca en su rostro un rictus contenido de dolor–. ¿Recuerdas el día que regresamos de París? Seguro que sí, fue un viaje breve, pero intenso –ahora se pueden escuchar los sollozos de Valeria–. Sí, veo que lo recuerdas. Bien; pues después de acompañarte a casa, le indiqué al taxista mi dirección para que me llevase hasta allí. Así que nos pusimos en marcha. Yo iba recordando los momentos felices que habíamos pasado esos días, sin fijarme demasiado en el trayecto. Estaba anocheciendo y, en un momento dado, se encendieron las farolas de la avenida por la que transitábamos. Eso me distrajo de mi ensoñación… –Luis vuelve a sonreír brevemente, esta vez con amargura; suspira y prosigue, cada vez aparenta estar más fatigado– Pensé que el chófer no había oído bien la dirección que le di. “Perdone”, le dije, un poco aturdido, “estamos saliendo de la ciudad; no sé si no entendió la dirección que…” Entonces noté como me miraba a través del espejo retrovisor. No dijo nada. ¡Ni caso! Siguió como si nada. Entonces empecé a inquietarme. “Haga el favor de parar. No es por aquí. Tiene que dar la vuelta”, le dije ya más nervioso. Volvió a mirarme por el retrovisor… y siguió ignorándome. “¡Oiga!, ¡le digo que pare! ¡¿Acaso no me oye o qué?! Si es una broma, ¡no tiene ni puta gracia!”, le grité ya, desesperado… Fue entonces cuando escuché el tic-tac de las intermitentes y noté que reducía la velocidad. Miré al frente y vi que nos deteníamos en una zona de descanso. Había otro coche parado allí. Al aproximarnos, vi cómo se abrían sus puertas traseras y salían dos tipos enormes. Dos armarios, vamos. Entonces, como un movimiento reflejo, me eché sobre una de las puertas e intenté saltar del coche, pero la manilla no respondió. Aquellos dos mastodontes llegaron hasta nuestro coche. Oí entonces saltar los seguros de las puertas, permitiéndoles que entrasen. Uno de ellos se sentó junto al chófer y el otro, junto a mí. Noté como mi cuerpo temblaba y mi garganta parecía un estropajo. Aun así… –Luis vuelve a detenerse jadeante– reuní fuerzas para pedir una explicación. Intenté no perder la compostura: “Oigan, no… no entiendo nada. ¿Alguien me puede decir que está pasando aquí? Creo que están cometiendo un error. Se están equivocando de persona, tal vez… Déjenme ir, por favor. No diré nada de esto a nadie… Seguro que se trata de un error…” –una tos violenta hace que se interrumpa. Poco a poco, Luis se recompone; inspira fuerte, tose una vez más. En ningún momento ha apartado los ojos de Aurelio, manteniendo una distancia prudencial; la pistola lo mantiene a raya–. Entonces el tipo de mi lado se abalanzó sobre mí y me rodeó el cuello con su brazaco… No podía respirar. Creí que era el final… Sentí un pinchazo en el muslo y el mundo empezó a oscurecerse a mi alrededor: perdí el conocimiento…
Dentro de la sala, nadie mueve un párpado. Un silencio sepulcral flota como una niebla húmeda y solo se filtran algunos sollozos ahogados. Alguien parece haber reunido valor suficiente para intentar llegar hasta la puerta, agachado, pero la mujer que lo acompaña le sujeta fuertemente el brazo y lo echa hacia el suelo. Por encima de los sofás, sillones y muebles pueden verse varias cabezas que asoman levemente y vuelven a descender. Un gran espejo, que cubre parte de una de las paredes de la sala, ofrece el reflejo de varias personas acurrucadas tras ellos. En un santiamén, por los rincones corre un rumor: algunas personas ya han llamado a la policía desde sus celulares. Es solo cuestión de tiempo que aparezcan. Sin embargo, en el ambiente flota una inquietante intranquilidad: ¿Qué ocurrirá entonces?
–Luis, déjanos ayudarte. No estás en condiciones… –Aurelio intenta tranquilizar a Luis; da un paso al frente, despacio, con los brazos separados hacia delante y con las palmas de las manos hacia el suelo.
–¡Quédate donde estás! –grita roncamente Luis, tensando el brazo con el que sostiene la pistola–. ¡Aún no he terminado!
Aurelio retrocede hasta volver a sentir en su espalda el contacto con su hermana, que permanece inmóvil, vencida, agarrándose los hombros con sus manos.
“Tengo a mi hermana en estado de shock y a este imbécil apuntándome con una pistola que no controla; tengo que acabar esto ¡ya!”, se increpa a sí mismo Aurelio.
–Cuando recobré el conocimiento, me encontré atado a una silla… pies y manos. No podía moverme. ¡Tuve un ataque de ansiedad! Y… y… ¿sabes qué, Valeria? –repentinamente, Luis empieza a gimotear, su mano tiembla aún más y, por un momento, se tambalea tanto que parece a punto de desplomarse–. ¿Sabes cómo me curaron el ataque? –Luis aspira sonoramente los mocos– Pues a base de golpes. Dos tíos como dos toros… ¡atizándome sin piedad! –el llanto va en aumento–. ¡Y yo sin comprender nada!
Luis lloraba sin tapujos, pero mantenía el cañón de la pistola apuntando a Aurelio.
“No sé si este tío tendrá mucha puntería. No tiene pinta de haber disparado nunca, pero tengo que reconocer que huevos no le faltan.” –piensa Aurelio mientras sigue buscando un mínimo fallo para abalanzarse sobre Luis.
–Entonces entró en aquel antro alguien más. No pude ver quien era porque los golpes me habían dejado sin fuerzas: no pude ni siquiera levantar la cabeza, aunque lo intenté. En susurros les dijo a aquellas dos bestias que ya era suficiente; que el jefe no lo quería muerto… de momento. Les dijo que me trajeran una botella de agua y algo de comer, cosa que pareció fastidiar a los dos matones, que gruñeron como dóbérmanes mientras se quejaban por tener que hacer de camareros –Luis da dos pasos atrás para alejarse de Aurelio, baja el brazo con el que sostiene el arma y, a duras penas, se masajea el hombro con la otra mano. Sin embargo, en seguida detecta un ligero movimiento reflejo de Aurelio y vuelve a tensar el brazo. Su rostro desfigurado añade una expresión de dolor agudo, pero resiste. Siente con pesar que se está quedando sin fuerzas. Es consciente de que no aguantará mucho rato más. Sacando fuerzas de flaqueza, avanza de nuevo dos pasos–. No sé cuánto tiempo he estado encerrado en ese cuchitril. Creo que días, pero se me ha hecho una vida. Sin poder ver la luz del día, haciendo mis necesidades en un rincón, soportando el hedor…
–Luis… lo siento. Pero yo no… –Aurelio sigue intentando que la situación no se le vaya de las manos.
–Tú… tú no, ¿qué? –ladra Luis mientras da otro paso hacia Aurelio–. ¿Me vas a decir que tú no tienes nada que ver? ¿Que no estabas allí? –de repente, Luis empieza a reírse a carcajadas a la vez que su rostro muestra una vez más signos de dolor–. Jajajajajaja, jajajaaaay, jay, jay, aaah… –calla de repente, endurece ahora su mirada turbia y tensa todos los músculos de su rostro, levanta su brazo hasta que consigue apuntar directamente a la cabeza de Aurelio–. Mira, solo quiero que reconozcas que tú lo has organizado todo; que la tercera persona que había en mi “cárcel” era tu lugarteniente; que los dos gorilas que me raptaron y me han golpeado hasta que han dejado de divertirse trabajaban para ti. Reconoce delante de tu hermana que tiempo atrás me amenazaste. Sí, Valeria, sí. Este “angelito protector” tuyo me arrinconó un día al salir de esta misma casa y me dijo que si no desaparecía de tu vida me atuviera a las consecuencias. No te dije nada para no preocuparte. Pensé que solo era una bravuconada. Pero ahora ya lo tengo claro. ¡Tu hermano ha pretendido matarme!
Luis intenta esbozar una sonrisa fingida y mueve la cabeza hacia los lados, pesadamente. Inspira con dificultad y prosigue:
–Pero… ¿sabes? La suerte, esta vez, se ha puesto de mi lado. Creo que aquellos matones me dieron por moribundo antes de tiempo… por aburrimiento, tal vez… No lo sé. El caso es que la última vez que me ataron noté que no se preocuparon de comprobar la solidez de los nudos, así que, a base de forcejear constantemente, las cuerdas que ataban mis manos se fueron aflojando, hasta que conseguí soltarme del todo. Desaté mis pies y volví a colocar las cuerdas sueltas de modo que pareciese seguir atado. Entonces, cuando uno de ellos me trajo el plato de bazofia del día, aproveché el momento en que se agachó a dejar el plato en el suelo para abalanzarme sobre él. “¡Vencer o morir!”, pensé, ¡Ja! Y vencí. Lo cogí de sorpresa y con mi acometida conseguí golpearle su cabezón contra uno de los pilares. Se quedó medio aturdido, así que aproveché para robarle la pistola. Entonces oí pasos: el otro matón se acercaba. Me aseguré de que la pistola estuviese cargada y esperé que llegase. ¡Ja! ¡Tendrías que haberle visto su cara de zopenco! Si aún estuviese vivo, aún estaría buscando respuestas… –ahora se percata de la expresión de Aurelio: sorpresa e ira contenida que se reflejan en su ceño fruncido, sus ojos empequeñecidos y sus labios apretados; gotas de sudor humedecen su frente–. Sí, lo siento. Tuve que matarlos. Con esta misma pistola; la misma con la que acabaré contigo. Ellos creyeron que no podría… intentaron abalanzarse sobre mí. Pero aquí estoy… no cometas el mismo error. Acabarás como ellos. No tengo ya nada que perder…
–¡Basta yaaa! –el aullido de Valeria corta el aire en todas direcciones, como si se hubiese disparado una alarma–. ¡Basta, basta, bastaaaaa! –grita mientras su cuerpo tembloroso se desploma lentamente hasta quedar de rodillas, empezando a llorar sin control.
Luis hace un amago para rodear a Aurelio y poder llegar hasta Valeria, pero el hermano no cede en su rol protector.
–Valeria, mi amor… –gimotea Luis.
Repentinamente, Valeria se alza de un salto. En la mano izquierda sostiene una Glock 26 9 mm Parabellum de 4ª Generación, y adoptando en su rostro la expresión de una esfinge de mármol dispara hacia las estrellas. Aurelio y Luis son incapaces de disimular un estremecimiento. Del interior de la sala se escapa un coro de gritos que dura menos de cinco segundos. Al retornar el silencio, pueden escucharse ya, a lo lejos, sirenas de coches de la policía, varios, que sin duda se dirigen al lugar alertados por algunos invitados.
Luis sigue apuntando a Aurelio. Valeria da dos pasos atrás y rodea lentamente a su hermano, hasta colocarse entre éste y Luis, a una distancia equidistante de ambos. No se le escapa que la mano de Luis vacila cada vez más. Decide apuntar con su pistola a su hermano.
–Gracias, amor mío. Gracias. Vamos a largarnos de aquí. Ve hacia la salida, pero no dejes de apuntar a tu hermano. No me fio de él. Yo te seguiré, pero antes tengo que cobrar una deuda –Luis habla precipitadamente, mientras no deja de apuntar a Aurelio, dirigiendo sus maltrechos ojos a éste y a Valeria.
–De aquí no se mueve nadie hasta que no me expliquéis la verdad de todo este asunto –afirma decididamente Valeria, apuntando ahora alternativamente a su hermano y a Luis, al mismo ritmo que su mirada, y alternando el peso de su cuerpo de un pie a otro a la vez que da pequeños pasos a un lado y otro.
–Pero… Valeria… –cuestiona Luis con voz temblorosa.
Valeria alza el brazo con rapidez y vuelve a apretar el gatillo, hacia el cielo, lo que provoca otro amago de ambos hombres y otro griterío en el interior de la sala.
–Hermana, ¡cálmate!, por favor. ¿Se puede saber de dónde has sacado esa pistola? ¿Dónde has aprendido a disparar? –Aurelio mira a su hermana con gesto de perplejidad–. Por favor, dejad los dos las armas y resolvamos esto como gente civilizada. ¡Las armas las carga el diablo!
–¡Mira! Nada más acertado en este momento –replica Luis–. Justamente habla el diablo. Valeria… ¿me estás apuntando a mí? Yo creo que está muy claro quién debe pagar aquí.
Valeria ignora momentáneamente a Luis. Lanza una mirada de soslayo hacia el interior de la sala.
–¡Todo el mundo fuera! –grita, y el eco de su voz aguda recorre la noche como un relámpago. La gente, en el interior, no se mueve, dudosa– ¡Vamos! ¡Váyanse todos! ¡Se acabó la fiesta! ¡Vamos, vamos! –apremia.
La gente, lentamente al principio y con desesperación después, sale en estampida de la sala hacia las puertas de salida de la casa.
Cuando ya parece no quedar nadie en la sala, Valeria inspira profundamente.
–Hay muchas cosas que no sabes de mí, hermano. He visto cosas… Tú no me cuentas nada, pero no soy tonta. Ya te he dicho que ya no soy una niña. Tengo una idea bastante extensa de tus “negocios” –Valeria remarca esta palabra–. Hace un tiempo que llevo este juguetito bajo mi ropa. La guardo en diversos sitios, depende de las prendas que llevo –pronuncia con voz seductora, mirando de reojo un instante a Luis–. Tenía el presentimiento de que algún día lo necesitaría… –se detiene un instante y los mira a los ojos, primero a su hermano y después a su prometido; después, hace el ademán de secarse las lágrimas de sus mejillas, se coloca un mechón de cabello tras la oreja y, dando un suspiro, endereza visiblemente su espalda–. Quizás ese día sea hoy –sentenció resuelta.
Entonces se dirige a Luis, con la misma resolución.
–Y en cuanto a ti… Creo que tampoco me conoces del todo. Dices que me amas, sí, pero me has escondido cosas. Esos días en París… –Valeria se esfuerza por reprimir pucheros y lágrimas; sus ojos son ahora dos estrellas que titilan–. ¿Sabes que te seguí?
Ahora son los dos hombres los que se sorprenden; se miran entre ellos para luego escudriñar el rostro de Valeria. Aurelio parece no comprender; Luis, en cambio, empieza a temblar más. Ahora se tambalea tanto que parece un junco mecido por un vendaval. Aurelio intenta abalanzarse sobre él, pero ahora es Valeria quien le apunta directamente con su pistola.
–¡Quieto! –le ordena con voz firme–. No sé si puedo fiarme de ninguno de los dos. Luis, por favor, ¡dame esa pistola! Necesito explicaciones, ¡ya!
Luis la mira, estupefacto; parece que le cuesta respirar. Tiene los pies anclados al suelo, intentando resistir la fuerza de la gravedad. Aurelio contempla la escena con ojos de halcón.
Las sirenas de los coches de policía se oyen cada vez más cerca.
Valeria observa como Luis, finalmente, parece darse por vencido. Deja caer el brazo como si se lo hubiesen atado a una losa de una tonelada. Ella también relaja su brazo y empieza a aproximarse a ambos hombres. Todo sucede extremadamente rápido. De repente, Luis parece poseído: ignorando a Valeria, mira con furia a Aurelio, tensa de nuevo el brazo, ahora ya ayudado por su otra mano, y parece afianzar las piernas temblorosas.
–¡Noooooo! –el grito aterrorizado de Valeria no hace mella en aquél que está totalmente decidido a vengarse de una vez por todas. Valeria, en un acto reflejo, se coloca delante de su hermano.
El sonido del disparo barre hasta el horizonte oscuro de los alrededores, mezclándose con los gritos aterrorizados de quienes todavía se hayan en huida a través del jardín. Resplandores chillones de color azul eléctrico están ya casi en el límite de la finca y las sirenas cesan repentinamente.
Una sombra de derrota se asoma a los ojos de Luis. Lo que ve más allá del cañón humeante de su pistola le acaba de absorber lo que le quedaba de vida. No era ese el final que esperaba. Enfrente, Valeria parece haberse fundido en un abrazo con su hermano, pero su cabeza reposa sobre su pecho, inmóvil. Hilos de sangre resbalan por su espalda y tiñen de rojo su vestido blanco; el que ha estrenado para su presentación en sociedad.
Aurelio, acostumbrado a ser expeditivo, parece una estatua de mármol. Aún tarda unos instantes en procesar la situación. En décimas de segundo, ha visto como su hermana, esta vez, se la ha jugado para protegerlo a él. La ha visto saltar con la ligereza de una pluma casi a la vez que Luis había apretado el gatillo. Ha visto, atónito, como la mirada aguamarina de su hermana se ha teñido de muerte hasta apagarse. Ha abrazado su cuerpo inerte para que no cayese desplomado, como si eso pudiera evitar que su vida se diluyera en la eternidad de los tiempos. Siente el flujo cálido de la sangre de su hermana sobre sus manos. Ahora, la cabeza de ella reposa, falta de vida, sobre su corazón latiendo con tanta fuerza que parece querer bombear su sangre en aquel cuerpo sin vida.
Es entonces cuando una nueva detonación rompe el macabro hechizo de aquel momento. Aurelio, de forma refleja, cierra los ojos, preparado para encajar la derrota. Preparado para marchar junto con su hermana, allá donde la eternidad los quisiera acoger. “Ya nada importa, hermanita; desde que papá nos dejó, tú has sido el motor de mi vida. Si tú te vas, yo te sigo. Siempre te protegeré”, piensa mientras, paradójicamente, sonríe dulcemente.
Tras esos instantes instalado en un limbo flotante, sus sentidos vuelven a reactivarse. Se conciencia de nuevo del peso del cuerpo de su hermana y percibe el caos de sonidos y órdenes que se ha desatado frente a la puerta de la casa: coches que frenan bruscamente, portazos, órdenes y corredizas, sonidos procedentes de varios walkie talkie... “¿Qué… qué ha pasado?”, se dice sorprendido. Ha escuchado claramente la detonación, pero ningún proyectil ha impactado en su cuerpo. Abre los ojos con lentitud, como si los párpados estuvieran resecos. Contemplan el cabello dorado de su hermana revuelto sobre su pecho, la noche está teñida de destellos azulados, lo que confiere al lugar un aire más surrealista. Alarga su mirada al frente y descubre el cuerpo inerte de Luis en el suelo; un enorme charco de sangre se extiende alrededor de su cabeza, su pistola aún permanece en su mano, con el dedo enganchado al gatillo.
–Fíjate, hermanita: al menos el infeliz ha tenido la decencia de quitarse la vida él solito –murmura Aurelio en voz baja, como si Valeria pudiese oírlo.
Con todo el dolor del mundo sobre sus hombros, desciende lentamente acompañando el cuerpo sin vida de su hermana hasta posarla suavemente en el suelo, y se arrodilla a su lado. Delicadamente, le aparta unos mechones dorados del rostro y al hacerlo se desata un tsunami dentro de él. Las lágrimas brotan sin control y durante unos instantes pierde de vista el mundo que le rodea.
–Tú no tenías que acabar así, Valeria. No te lo merecías. ¡Maldita sea mi vida! –grita Aurelio mientras su cuerpo se convulsiona con desesperación–. ¡Maldita seaaaa! Papá, lo siento. Lo siento, lo siento… –musita casi sin voz ya, posando su cabeza sobre el regazo de su hermana, abandonándose al dolor.
De nuevo sonidos de corredizas y órdenes invaden su intimidad. Al levantar la cabeza del regazo de Valeria, descubre la pistola que ella había dejado caer al recibir el disparo; sin razón alguna, quizás por rescatarla y guardarla como recuerdo de su hermana, la toma en su mano derecha mientras la acaricia con la izquierda. Aún puede percibir el tacto de su hermana en ella. También le plantea algunas preguntas. Y algunas dudas. Siente un gran vacío; su hermana se había llevado las respuestas.
En realidad, poco importaba ya.
–¡Suelte el arma! –la orden ha sonado como un guantazo–. Con mucha calma… ¡las manos donde pueda verlas!
Al alzar la vista, a través de las lágrimas, Aurelio se encuentra con unos cuantos policías desplegados por la sala apuntando sus armas directamente hacia él. El que ha gritado la orden avanza lentamente, con las piernas flexionadas, los dos brazos extendidos sujetando una pistola, como un gato a punto de cazar un ratón. Ahora sus botas hacen crujir los cristales dispersos por el suelo.
Aurelio no mueve un músculo. Observa al policía que se acerca. Detrás de éste, otros tantos hacen lo propio. Está acorralado y el futuro se le presenta como una fosa abismal en medio del océano. “Aurelio, hijo: cuando sientas las brasas quemar tus pies, no mires hacia abajo sino hacia delante; pisa fuerte, ignora el dolor y camina firme hasta salir del fuego”, la voz de su padre resuena ahora en su cabeza con la fuerza de una descarga que recorre todo su ser. Sin pensar en nada más, inspira profundamente y se alza del suelo de un salto, dispuesto a salir de las brasas. No es consciente de que la pistola de su hermana sigue en su mano, fuertemente asida.
Ante el movimiento repentino de Aurelio, el policía más cercano a él se detiene, da un paso atrás y tensa el cuerpo. Abre la boca dispuesto a compeler al presunto sospechoso para que le obedezca, pero el estruendo de un disparo procedente de su flanco derecho lo deja con las palabras en la boca. Un pitido intenso le ensordece el oído. Momentáneamente aturdido, observa como la camisa del sospechoso se tiñe de rojo a la altura del pecho. Su retina recoge la última mirada de éste, frustrada y perpleja, mientras se desploma hacia atrás abatido por la fuerza del disparo.
Frente al policía, Luis no ha tenido tiempo de asimilar los acontecimientos. En un lapso de tiempo que para él ha dejado de ser mesurable, se ha visto flotar sobre las brasas, apagadas por una fuente de sangre brotando de su pecho. Al final de las cenizas, su hermana le sonríe y abre los brazos para recibirle. Él le sonríe a su vez mientras se acerca, feliz, sin dolor… Una luz cegadora ha borrado los límites del espacio y del tiempo. Ambos hermanos se funden en un abrazo etéreo y eterno…
En la terraza, el policía que encabeza el despliegue ha llegado pausadamente hasta el cadáver de Aurelio. Comprueba que ni éste ni los otros dos cuerpos presentan signos vitales, mira hacia sus hombres y niega con la cabeza, mientras enfunda su arma. Se acerca entonces hasta el policía que ha disparado.
–¿Se puede saber en qué estabas pensando? ¿Se te ha ido la olla, o qué? –le espeta con cara de peras agrias.
–Pero… mi sargento… ¡tenía una pistola! Pensé… pensé que iba a dispararle… –balbucea el otro, que tiene el rostro blanco como el techo de la sala.
El sargento gruñe y se aleja mientras habla por su walkie talkie. “Sospechoso abatido. Repito. Sospechoso abatido. Todo ha terminado. Avisen al equipo forense. Cambio y corto”, se le oye decir con ira contenida mientras contempla su imagen reflejada en el gran espejo de la sala. Después, se vuelve hacia sus hombres. Todos están pendientes de sus movimientos. Mira una vez más hacia la terraza, donde tres cuerpos yacen sin vida, resopla meneando la cabeza y, finalmente, se dirige a sus hombres.
–¡A ver! –grita mientras da unas palmadas–. ¡Presten atención! No voy a negar que el agente Ramírez se ha precipitado –afirma mientras sus ojos se clavan en el aludido provocando que éste mire al suelo, avergonzado–. Pero todos hemos visto lo que ha pasado: ese hombre –dice levantando un poco más la voz mientras extiende su brazo izquierdo señalando hacia la terraza– se ha alzado bruscamente del suelo con un arma en la mano. Todos conocemos la reputación y las sospechas que recaían sobre él; ya hace tiempo que seguimos sus pasos para vez por donde podemos atraparle. ¿Quién ha podido dudar hace un momento de que ese hombre iba a dispararme? –mientras presenta su argumentación en un tono categórico, pasea su vista entre sus hombres, comprobando si captan el mensaje, cosa que parece suceder porque según los va mirando van afirmando con movimientos de cabeza–. Sí, ese hombre me hubiera disparado sin vacilar, y quizás si el agente Ramírez no hubiera usado su arma yo no estaría ahora soltándoles esta mierda de discurso. No sé si me entienden… eso es lo que ha sucedido y eso tenemos que declarar. Ese hombre se alzó del suelo de forma violenta con una pistola en la mano, sin obedecer a mi orden de soltarla, con determinación de dispararme, cosa que el agente Ramírez evitó disparando primero. ¿¡He hablado con claridad!? –su vozarrón ahora resuena por toda la sala.
–¡Sí, señor! –gritan todos sus hombres al unísono.
–¡Bien! Ahora, todo el mundo a trabajar. Sigamos con el protocolo. Vigilen la escena del crimen y que nadie toque nada. La científica está a punto de llegar –ordena el sargento mientras se encamina con grades zancadas hacia la puerta.
Los agentes parecen relajarse. Algunos empiezan a conversar sin atreverse a alzar la voz mientras lanzan miradas apagadas hacia la terraza. “¿Qué demonios habrá pasado aquí?”, se preguntan con desánimo mientras sus miradas apagadas observan los cuerpos ensangrentados de aquellas tres personas que han perdido de cuajo sus jóvenes vidas; una de ellas, demasiado joven. Poco a poco, van tomando posiciones para controlar el lugar hasta que llegue el equipo forense.
Todo está decidido ya. Se pondrá en marcha ahora la pertinente investigación. A través de la declaración de los testigos se conocerán los hechos. Cuando llegó el equipo policial, la sala ya estaba vacía y en la terraza solo un hombre seguía con vida; un hombre que perdió la vida al intentar disparar contra el sargento. No había más testigos. Su testimonio cerraría el caso.
O al menos, eso creían.
Víctor, el lugarteniente de Aurelio, estaba entre los asistentes a la fiesta. Solo que nadie lo vio. En una estancia secreta, tras una puerta camuflada por el gran espejo que lucía en la sala, resistió impotente la tentación de salir a defender a su jefe. Demasiados policías con demasiadas ganas de acabar como fuese con aquel hombre y sus actividades encubiertas. Se tragaría su ira, su orgullo y su admiración por su jefe, y esperaría a que todo se despejara. Tenía tiempo de sobra para pensar qué haría a partir de ahora.
3 comentarios
jimenaemeuve
Profesor PlusHola, Toni.
¡Gracias por compartir tu proyecto final!
Me gustó que el diálogo que trabajaste en los ejercicios fuera la primera parte de tu historia, buena manera de hilar la experiencia del curso.
A continuación, te daré algunas notas puntuales:
-El primer párrafo me parece muy perfecto porque nos deja apuntadas muchos datos que luego van a redondearse: la naturaleza de la fiesta, el lugar en donde están, la profesión de Aurelio, el motivo de su tensión).
-Cuando Valeria suelta su primera tirada larga, sobre la fiesta y la desaparición de Luis, le dice: "¿recuerdas lo que estamos celebrando hoy? Por si acaso, te refresco la memoria". Este tipo de frases en la mayoría de los casos suenan muy falsas porque se nota que los personajes nos quieren dar información a sus lectores, y solo usan de pretexto al personaje. Hay maneras de que quede más natural, pero en este casi insististe dos veces en recordárselo.
-Más de una vez encontré, tanto en la narración como en el diálogo, ideas duplicadas. Lo que haces es decir una cosa concreta y luego volver a decirla con una imagen. Es probable que en muchas de estas duplicaciones pueda eliminarse la concreta. Por ejemplo, aquí: "el sonido llega amortiguado, como si se hallase bajo el agua". La imagen del agua significa exactamente lo mismo que "amortiguado", podría quedar: "el sonido llega como si se hallase bajo el agua".
-Cuida la cantidad de veces que los personajes se dicen su nombre entre sí. En este caso, cuando entra Luis y hay alboroto en la fiesta, se dicen "hermano" y "hermana" casi en cada diálogo.
-¿Por qué Valeria sospecha de su hermano al inicio y duda cuando lo acusa Luis? Puedo entender que un personaje viva esa disonancia, pero por la manera en la que lo escribiste parece un error de continuidad. Quizá matizar un poco la acusación del inicio pueda ayudarte a que la contradicción exista y no se sienta como una traición.
-Luis llega alterado, golpeado, pasando del golpe de adrenalina al cansancio de los días de maltrato... tiene un cúmulo de emociones muy particular, y creo que en su narración no se nota que le está pasando todo eso. Narra con la misma calma y el mismo detalle de imágenes que tu narrador principal. A mí me parecería más interesante tratar de cuadrar esa narración con las emociones que siente. Sería todo más críptico y desordenado. Los personajes hablan a través de sus emociones, no son cosas separadas. Además, la manera en que narra alenta mucho el ritmo que llevaba tu historia, que hasta la entrada de Luis me parece impecable.
-Creo que el tiempo de la policía se te alargó un poco. Tenemos el aviso a la policía, las sirenas sonando a lo lejos, las sirenas sonando más cerca y la llegada de la policía. Son cuatro momentos que nos marcan el trayecto, pero se alarga mucho. Y no parece que estén en un lugar donde hay mucho tráfico. Yo le quitaría el segundo sonido de las sirenas y pondría las primeras sirenas más cerca de la llegada, para que no parezca que se entretuvieron por ahí.
-Es muy complicado seguir una historia cuando has matado a tus protagonistas. Calculo que aquí tenemos una cuartilla de final una vez que mueren. Y todo es para llegar a tu final. Es una buena intención ese último giro, pero como en este caso se trata de la policía y Víctor, es muy difícil tener interés en lo que suceda después. Seguimos la historia de los hermanos y de Luis, creo que sería mejor cerrar con ellos. Y sí, quizá que a Aurelio lo mate la policía y se pongan de acuerdo, pero necesita más velocidad*.
*Que no dudo que haya una manera de que funcione un final como el que planteas. Yo no estoy segura de que en esta historia sea efectivo, pero sí lo estoy de que puede haber alguna donde funcione.
Eso.
En general creo que tienes una buena descripción, es fácil seguir los movimientos de tus personajes y visualizar los escenarios. Quizá mi invitación final sería que pruebes modificar el ritmo de tus textos. Aquí ya encontraste un buen ritmo que te permite plantear historias complicadas, ¿qué pasa si de repente le metes cuarta velocidad? Se sintió ese cambio en la entrada de Luis, pero luego volviste a tu ritmo inicial.
Espero que este curso te acompañe en futuros textos y que hayas quedado feliz con tu proyecto final. Creo que entendiste muy bien lo de los sistemas de personajes, lograste una buena economía.
Ha sido un gusto leerte, deseo que nunca se te acaben las historias que contar.
tonims58
@jimenaemeuve Hola, Jimena. Muchísimas gracias por todas tus correcciones e indicaciones. Realmente me ha ayudado mucho este curso y tu manera de desarrollarlo. Voy a revisar la historia y la reeditaré en el foro para compartirla siguiendo tus correcciones. Reitero mi agradecimiento por tus notas y tus deseos.
tonims58
Hola. A continuación publico de nuevo el proyecto final, reeditado siguiendo las indicaciones de Jimena. A ver que tal queda ahora.
PROYECTO FINAL (corregido)
El hombre está apoyado con sus antebrazos sobre la barandilla de la terraza. Mira hacia el bosque, a la lejanía, a nada en concreto. La luz del día se va apagando poco a poco y no deja muchas posibilidades. A pesar de aparentar hallarse en paz, su rostro refleja una cierta tensión contenida. A su espalda, al otro lado de la puerta acristalada, los invitados disfrutan de la fiesta. Hasta donde él está llega el sonido ensordecido de la música y del jolgorio. De repente, él percibe un cambio que lo devuelve a la realidad: durante unos segundos, la puerta se ha abierto dejando salir a sus anchas compases, voces y risas. Alguien ha salido, pero él lo ignora y sigue manteniendo la mirada lejos, muy lejos, aunque con los sentidos alerta (gajes del oficio).
La mujer se acerca por detrás, llega hasta la barandilla, a su lado, y se apoya, como él. Durante unos segundos, mira a lo lejos intentando adivinar en que oscuro lugar se pierde la mirada del hombre.
Él no lo sabe, pero la mujer que tiene a su lado está haciendo un gran esfuerzo por contener su ira. Ella hace una inspiración profunda y exhala el aire lentamente. Sus palabras brotan con aparente serenidad:
–Tienes que decirme si le has hecho algo.
Él aún tarda unos instantes en reaccionar. Sin dejar de mirar al horizonte, contesta mecánicamente:
–¿Algo? ¿A quién?
Ella vuelve a inspirar y expirar. El aire entre ambos es plomizo.
–Mira, Aurelio, … ¡deja ya de tratarme como a una niña! Sabes de sobra a qué me refiero. No sé nada de Luis desde hace más de una semana. No hay manera de contactar con él: no contesta a mis llamadas, no está en su piso… hasta se fue del trabajo. Sus compañeros me han dicho que si no se reincorpora ya lo van a despedir –ella se detiene un instante y le lanza una mirada de soslayo; luego, vuelve a perder la mirada en el bosque–. Tampoco su familia sabe nada de él; están desesperados, como yo. Nadie me puede dar razón de su paradero. Ya han dado parte a la policía y se ha iniciado una investigación. ¿Eres consciente de que ya estábamos prometidos? Hermano, por lo que más quieras…
Ella se calla al notar que se le quiebra la voz. Unas lágrimas furtivas anegan sus ojos, pero no quiere que él la vea llorar. Intenta hacerse la fuerte, aunque ello le represente un esfuerzo titánico. Se da la vuelta, mirando ahora hacia el interior de la casa. Cruza sus brazos sobre su pecho y apoya ligeramente la espalda en la barandilla. Sus ojos acuosos miran a la gente que se divierte detrás de los enormes cristales; sin embargo, las imágenes que ella percibe están borrosas y el sonido le llega como si se hallase bajo el agua.
Él la mira de reojo, se incorpora y, con paso lento, se aleja unos metros de ella. De espaldas, enciende un cigarrillo con su mechero de oro, que inmediatamente deja caer en el bolsillo de su chaqueta; exhala lentamente el humo y regresa junto a ella. Se apoya de nuevo en la barandilla, pero, al igual que su hermana, mirando hacia la casa; da un bufido breve y, en un arranque de valor, se coloca frente a ella, quien, de forma refleja, cierra los ojos y, al hacerlo, dos lágrimas precipitándose mejillas abajo delatan su desesperación. Él la observa ahora a la luz de los faroles que iluminan la terraza: su cabello dorado, su largo vestido blanco de raso, sus hombros desnudos que delatan un ligero temblor, su esbelto cuello adornado con ese colgante que el energúmeno de su prometido le regaló… Es cierto: ya no es una niña. Siente que algo se le remueve muy dentro, pero debe mantenerse firme en su actitud. Ahora no hay marcha atrás, aunque le duela.
–¿Qué te hace suponer que yo pueda haberle hecho algo? Creo que tienes mal concepto de mí, hermanita. Toda mi vida me he dedicado a protegerte. ¿De verdad crees que sería capaz de tomar decisiones que puedan comprometerte o hacerte daño?
Ella abre ahora sus ojos y le miran fijamente, suplicantes… Dos horizontes de color aguamarina que brillan como dos faros en la costa arremetida por las olas de la tristeza. Su voz suena más atiplada:
–Pues entonces, ¡ayúdame a encontrarlo! Ya sé que Luis no te cae bien y que tu afán de protegerme te lleva a no confiar en las personas que se me acercan, pero te aseguro que Luis es diferente. Tu no lo conoces bien. ¡Yo le amo! ¡Dios mío! Si le pasase algo malo… ¿qué haría yo sin él?
El dique se rompe al fin, y ella llora con desconsuelo, sin barreras. El hombre lanza el cigarrillo al suelo y lo pisa sin contemplaciones, se acerca y la abraza. Le acaricia cariñosamente la cabeza mientras siente como, tras un primer rechazo al contacto, el cuerpo de su hermana se estremece entre sus brazos y amenaza con derrumbar su mala conciencia.
–Mira, Valeria… No puedo ayudarte con eso. No creo que Luis te convenga; no confío en él ni en su familia. Si papá siguiese con nosotros habría hecho lo mismo. Eres una mujer impresionante: bella e inteligente. Tienes toda una vida por delante. Encontrarás a un hombre de tu talla. Estoy seguro. Deja ir a Luis… ¡déjalo ya!
Valeria ya no puede más. De repente, empuja con todas sus fuerzas a su hermano. Se separan. La expresión de su cara se ha transformado y muestra un rictus de desesperación y rabia contenida. Hasta él se inquieta al ver su rostro descompuesto: sus ojos enrojecidos, anegados, una acuarela negra que el rímel ha pintado en sus mejillas, los labios apretados, la mandíbula tensa…
–¿Eso es todo lo que tienes que decir?, ¿en serio? ¡Ya! Sí… ya veo como me proteges –las voces de Valeria parecen surgir de lo más profundo del infierno–. Mira, her-ma-no: si le ha pasado algo… si le has hecho algo… te arrepentirás. ¡No me verás más en tu puta vida! Buscaré la manera de arruinarte. ¡No me das miedo, her-ma-no! ¡métetelo bien en tu cabeza retorcida! –le espeta ya a grito pelado apuntándole con el dedo como si de éste pudiera salir un rayo directo hacia el corazón y con la mirada encendida como un volcán.
Valeria da una zancada y empuja a su hermano hacia un lado. Intenta volver al interior de la casa, pero él la atrapa del brazo para detenerla. Ella intenta desesperadamente zafarse, pero él la sostiene con fuerza, aunque sin dañarla; solo pretende retenerla y hacerle comprender, aunque sabe que no lo va a tener nada fácil.
–¡Suéltame, me haces daño! –ella se revuelve intentando soltarse y con la mano libre lanza puñetazos a su hermano sin miramientos.
El rifirrafe continúa durante un rato más; ella golpeando a su hermano a discreción, él intentando esquivar los golpes pero sin soltar su brazo.
–Valeria… ¡Ay! Me has hecho daño. ¡Escúchame!, por favor…
De repente, todo se detiene. La música, las voces… Solo se perciben algunos gritos femeninos ahogados. Ambos hermanos, al unísono, dirigen la vista hacia el interior de la sala y permanecen inmóviles. A través del cristal, observan como la mayoría de la gente dirige las miradas hacia un lugar concreto, mientras que algunas otras personas corren a esconderse lo más lejos posible de ese punto.
–Algo sucede ahí dentro –un chute de adrenalina tensa el fornido cuerpo de Aurelio y dispara la atención de sus sentidos. –No te muevas de aquí, ¿me oyes? Tengo un mal presentimiento, así que hazme caso por una vez, hermana.
Aurelio se dirige con urgencia hacia la puerta de la sala, pero cuando ha dado tres o cuatro zancadas se detiene inseguro intentando descifrar la imagen que contempla: por el centro de la sala, la muchedumbre parece abrir un pasillo para permitir el paso de una persona. Su intriga va en aumento, al igual que su inquietud. Si instinto está intentando advertirle de algo, pero ¿de qué?
De pronto, todo se desvela. La gente ha dejado expedito un pasillo por el que vaga, directo hacia la terraza, un hombre desaliñado. Al principio, ninguno de los dos hermanos reconoce a aquella piltrafa humana, con el rostro desfigurado a base de golpes, el pelo enredado, su camisa blanca hecha jirones y manchada de sangre… Arrastrando los pies descalzos y malheridos, su mirada vaga en busca de algo o de alguien… ¡un momento! Aurelio se acaba de apercibir de un detalle que lo cambia todo: aunque los brazos de ese intruso parecen colgar inertes de sus hombros, su mano derecha arrastra una pistola. Instintivamente, Aurelio echa su mano bajo la chaqueta. “¡Mierda!”; se acaba de acordar de que no va armado. “No puede ser, ¡soy un imbécil! ¿cómo he podido confiarme?”, se dice alarmado.
En ese momento, a través del cristal, la mirada del intruso ha dejado de barrer el espacio interior de la sala y está clavada en la terraza. A pesar de su rostro deforme, su mirada lo delata. Aurelio tensa su cuerpo. Valeria se lleva ambas manos a la boca; ahoga un grito.
–¿Luis?... –ella avanza vacilante dos pasos–. ¡Luis! ¡Oh, Dios! –su voz se quiebra y sus ojos se desbordan– ¿Qué te han hecho?
Aurelio se interpone.
–¡Quieta, Valeria! ¡Te he dicho que no te muevas! Déjame solucionar esto.
Ella mira a su hermano, incrédula, sus brazos laxos. Su voz suena apagada, ronca.
–Esta vez has ido demasiado lejos, Aurelio. ¡Apártate! Esta vez no podrás detenerme.
Aurelio mira alternativamente a Valeria y al otro lado del cristal, tenso como una loba que intenta proteger a sus cachorros de un cazador furtivo.
–Valeria, por favor… –intenta sonar convincente y por ello suena como una orden y no como una súplica; la agarra firmemente de los hombros para asegurarse de que no sigue hacia el interior.
–¡No me toques! –grita Valeria recomponiéndose momentáneamente y sacudiendo los hombros para librarse de las manos de su hermano.
Ese instante de disputa entre los dos hermanos es suficiente para que ninguno de ellos se aperciba de lo que sucede dentro de la sala, hasta que una detonación y un estruendo de cristales haciéndose añicos los deja paralizados. Instintivamente, Aurelio se vuelve hacia la sala y se pone delante de su hermana en posición defensiva, brazos y piernas ligeramente abiertos, los puños cerrados. Un coro de alaridos recorre la sala y se cuela hacia el exterior; la gente se ha dispersado a fin de parapetarse en cualquier rincón, mientras Luis sigue arrastrando los pies, ahora un poco más rápido, hacia donde se hallan los hermanos, con el brazo extendido y el arma apuntando temblorosa hacia Aurelio, quien ahora puede ver con toda claridad los ojos inyectados en sangre de Luis; su mirada lo fulmina como una explosión atómica.
“Esto no puede estar pasando”, se dice Aurelio mientras nota el galope de su corazón y su respiración se acelera; una oleada de lo que parece ser miedo lo acucia a buscar una salida. Lamenta no haber cogido su arma mientras nota el cuerpo tembloroso de su hermana pegado a su espalda. Teme no poder protegerla esta vez. ¿Dónde están sus hombres? “¿¡Qué coño ha fallado!?”, se interroga mientras busca la manera de parar a aquel hombre.
Extiende los brazos con las palmas de las manos extendidas hacia Luis, en un gesto de paz. Habla pausado, mirándolo fijamente a los ojos e intentando obviar el cañón de la pistola que sigue apuntándole tembloroso.
–Tranquilo, Luis. Vamos a calmarnos, ¿vale? ¿qué… qué te ha pasado?
En ese momento, Luis logra superar el gran ventanal y sale a la terraza; sus pies descalzos dejan un rastro de sangre: la alfombra de cristales rotos va dejando mella en ellos, arañándolos y cortándolos sin piedad, pero a él no parece importarle en absoluto. Parece no sentir ningún tipo de dolor. Al escuchar la pregunta de Aurelio, fuerza una sonrisa que poco a poco se convierte en una sonora carcajada; una carcajada angustiosa que eriza el bello de todos los presentes.
Aurelio nota como el cuerpo de su hermana se estremece pegado a su espalda. Solloza silenciosa.
–Luis… Luis… por favor… –la oye murmurar, aunque parece decirlo para sí misma.
La carcajada de Luis cesa de repente, como si un cable se hubiese desconectado. El brazo parece pesarle un quintal y empieza a caer lentamente, pero al detectar un asomo de movimiento de Aurelio vuelve a tensarlo.
–¡No me tomes por imbécil, joder! –grita mientras da un paso con determinación y adelanta el brazo con el que apunta al pecho de Aurelio. Éste, instintivamente, retrocede dos pasos empujando también con su espalda a su hermana. –¡Vamos, apártate de ella!
–Cálmate, Luis. Si disparas… ella puede salir malparada. ¡Hablemos!, por favor. Explícanos que ha pasado.
–Luis… amor mío. Tengo mucho miedo… por favor, deja esa pistola. Nos iremos juntos. A cualquier lugar. Te lo prometo –la voz de Valeria se quiebra de nuevo. Solo sus sollozos y la respiración agitada de Luis rompen ahora el silencio denso que envuelve el lugar.
Aurelio no aparta la vista de aquel hombre que se tambalea cada vez más, buscando un punto flaco, tal vez, un descuido que aprovechar. Pero aquel cañón le apunta con determinación. Tiene que ganar tiempo como sea. El problema es que, cual ave fénix, cuando parece que Luis se va a desplomar, parece resurgir de sus cenizas.
–Sí… nos iremos… –Luis, jadeante, entorna los ojos; sus párpados caen tristes, quizás presienten que eso ya no va a ocurrir. Mientras casi carraspea sus palabras, agita temerariamente la mano con la que sostiene el arma–. Pero éste… debe pagar… Me secuestró… Anda… cuéntaselo… ¡Vamos!... El tiempo se agota –toma aire unos instantes y continúa: –¡Te digo que te apartes de ella!, ¡ahora!
La voz de Valeria suena temblorosa detrás de su hermano.
–¡Dios mío! Aurelio, pero… ¿cómo… cómo has podido? Lo sabía: sabía que me mentías, que algo habías tramado; pero… pero ¿esto?
Luis anhela el contacto con Valeria. Buscándola, se desplaza pesada y lentamente intentando rodear a Aurelio, pero éste reacciona paralelamente a sus movimientos sin dejar de proteger a su hermana.
–¿Recuerdas… –cada paso de Luis provoca en su rostro un rictus contenido de dolor que ya ni intenta ocultar, así que cuando llega a la barandilla se apoya de espaldas, pesadamente; con ojos húmedos, concentra las pocas fuerzas que le quedan en hacerse oír– el día que regresamos de París? –ahora se pueden escuchar los sollozos de Valeria–. ¡Ya!... Imposible olvidar… –Luis hace un amago de sonrisa, que cesa de repente, y escancia sus palabras:– Ese día, después de dejarte en tu casa, le indiqué al taxista que me llevase hasta la mía… Iba recordando; no me fijé en el trayecto… Anochecía… Las farolas se encendieron… Eso me distrajo… –Luis vuelve a sonreír brevemente, esta vez con amargura; suspira y prosigue, cada vez aparenta estar más fatigado– Vi que nos alejábamos del centro y me extrañé, pensé que el chófer no había oído bien la dirección y se lo dije…
”Entonces noté como me miraba a través del espejo retrovisor. ¡Ni caso! Siguió como si nada… Me inquieté… Le requerí varias veces para que parase, pero… me ignoraba… perdí los nervios… le grité… Noté que reducía la velocidad y vi que nos deteníamos en una zona de descanso… Había otro coche allí… Al aproximarnos, vi que salían dos tipos enormes… Me entró pánico, intenté abrir la puerta para huir, pero la manilla no respondió… Cuando los dos mastodontes llegaron hasta nuestro coche, oí saltar los seguros de las puertas, permitiéndoles que entrasen. Uno de ellos se sentó junto al chófer y el otro, junto a mí... Empecé a temblar… y mi garganta parecía un estropajo. Aun así… –Luis vuelve a detenerse jadeante– reuní fuerzas para pedir una explicación. Intenté no perder la compostura, solo les dije que no entendía nada… que tal vez se equivocaban de persona… Les juré que no diría nada a nadie, que me soltasen… –una tos violenta hace que se interrumpa. Poco a poco, Luis se recompone; inspira fuerte, tose una vez más. En ningún momento ha apartado los ojos de Aurelio, manteniendo una distancia prudencial; la pistola lo mantiene a raya–. No sirvió de nada… El tipo de mi lado se abalanzó sobre mí y me rodeó el cuello con su brazaco… No podía respirar… Yo… pensé… Creí que era el final… Sentí un pinchazo en el muslo y el mundo empezó a oscurecerse a mi alrededor: perdí el conocimiento…
Dentro de la sala, nadie mueve un párpado. Un silencio sepulcral flota como una niebla húmeda y solo se filtran algunos sollozos ahogados. Alguien parece haber reunido valor suficiente para intentar llegar hasta la puerta, agachado, pero la mujer que lo acompaña le sujeta fuertemente el brazo y lo echa hacia el suelo. Por encima de los sofás, sillones y muebles pueden verse varias cabezas que asoman levemente y vuelven a descender. Un gran espejo, que cubre parte de una de las paredes de la sala, ofrece el reflejo de varias personas acurrucadas tras ellos. En un santiamén, por los rincones corre un rumor: algunas personas ya han llamado a la policía desde sus celulares. Es solo cuestión de tiempo que aparezcan. Sin embargo, en el ambiente flota una inquietante intranquilidad: ¿Qué ocurrirá entonces?
–Luis, déjanos ayudarte. No estás en condiciones… –Aurelio intenta tranquilizar a Luis; da un paso al frente, despacio, con los brazos separados hacia delante y con las palmas de las manos hacia el suelo.
–¡Quieto! –grita roncamente Luis, tensando el brazo con el que sostiene la pistola–. ¡Aún no he terminado!
Aurelio retrocede hasta volver a sentir en su espalda el contacto con su hermana, que permanece inmóvil, vencida, agarrándose los hombros con sus manos.
“Tengo a mi hermana en estado de shock y a este imbécil apuntándome con una pistola que no controla; tengo que acabar esto ¡ya!”, se increpa a sí mismo Aurelio, bañado en frustración.
–Volví a la vida… sí… Cuando recobré el conocimiento, me encontré atado a una silla… pies y manos. No podía moverme. ¡Tuve un ataque de ansiedad! Y… ¿sabes qué, Valeria? –repentinamente, Luis empieza a gimotear, su mano tiembla aún más y, por un momento, se tambalea tanto que parece a punto de desplomarse–. ¿Sabes cómo respondieron? –Luis aspira sonoramente los mocos– Pues a base de golpes. Dos tíos como dos toros… ¡atizándome sin piedad! –el llanto va en aumento–. ¡Y yo sin comprender nada!
Luis llora sin tapujos, pero mantiene el cañón de la pistola apuntando a Aurelio, mientras éste sigue buscando un mínimo fallo para abalanzarse sobre aquél.
–Luego entró alguien… No sé quién… me sentía apaleado: no pude ni levantar la cabeza… pero le escuché susurrar a aquellas dos bestias que ya era suficiente; que el jefe no me quería muerto… de momento. Les ordenó algo que les hizo gruñir… Me trajeron agua y comida…
Luis intenta incorporarse pesadamente, pero el dolor le muerde sin piedad, así que vuelve a dejar caer el peso sobre la barandilla y se desplaza lentamente para poner algo de distancia entre él y Aurelio, a la vez que baja el brazo con el que sostiene el arma y, a duras penas, se masajea el hombro con la otra mano. Sin embargo, en seguida detecta un ligero movimiento reflejo de Aurelio y, con esfuerzo sobrehumano, vuelve a tensar el brazo. Su rostro desfigurado añade una expresión de dolor agudo, pero resiste. Siente con pesar que se está quedando sin fuerzas. Es consciente de que no aguantará mucho más. Sacando fuerzas de flaqueza, arrastra los pies acercándose de nuevo, dos, tres pasos… tose de nuevo.
–Creía que iba a morir en aquel infierno… sin poder ver la luz del día, haciendo mis necesidades en un rincón, soportando el hedor…
–Luis… yo no… –Aurelio sigue intentando que la situación no se le vaya de las manos.
–Tú… tú no, ¿qué? –ladra Luis mientras se yergue y arrastra dos pasos hacia Aurelio–. ¿Vas a decir que tú no tienes nada que ver? ¿Que no estabas allí? –de repente, Luis empieza a reírse a carcajadas a la vez que su rostro muestra una vez más signos de dolor–. Jajajajajaja, jajajaaaay, jay, jay, aaah… –calla de repente, endurece ahora su mirada turbia y tensa todos los músculos de su rostro, levanta la pistola con ambos brazos hasta que consigue apuntar directamente a la cabeza de Aurelio–. Todo ha sido cosa tuya… ¡reconócelo de una puta vez!... Esas bestias que me han tenido encerrado han seguido tus órdenes… ¡Reconoce delante de tu hermana que tiempo atrás me amenazaste! Sí, Valeria, sí. Este “angelito protector” tuyo me arrinconó un día al salir de esta misma casa y me dijo que si no desaparecía de tu vida me atuviera a las consecuencias… No te dije nada para no preocuparte… Pensé que… solo era una bravuconada… Ahora lo tengo claro: ¡tu hermano ha pretendido matarme!
Luis se siente desfallecer. Retrocede hasta tocar con la barandilla y, sin dejar de apuntar a Aurelio, se deja caer lentamente hasta quedar sentado en el suelo. Ahora apoya ambos brazos sobre sus rodillas y siente un ligero alivio.
–¡Ni se te ocurra! Aún me quedan fuerzas para apretar el gatillo –increpa a Aurelio adivinando sus intenciones de abalanzarse sobre él. Aun estando apoyado, procura mantener su cuerpo en tensión con las pocas fuerzas que le quedan. Apoya su cabeza en la balaustrada en que se apoya.
–He tenido suerte… Aquellos matones me dieron por perdido antes de tiempo… por aburrimiento, tal vez… No sé. Me ataron mal, así que fui aflojando las cuerdas que ataban mis manos hasta que me solté. Desaté mis pies y volví a colocar las cuerdas sueltas de modo que pareciese seguir atado. Entonces…, cuando uno de ellos me trajo el plato de bazofia del día, aproveché el momento en que se agachó a dejar el plato en el suelo para abalanzarme sobre él… “¡Vencer o morir!”, pensé, ¡Ja! Y vencí. Lo cogí de sorpresa y con mi acometida conseguí golpearle su cabezón contra uno de los pilares… Se quedó medio aturdido… aproveché para robarle la pistola. Entonces oí pasos: el otro matón se acercaba. Me aseguré de que la pistola estuviese cargada y esperé que llegase. ¡Ja! ¡Tendrías que haberle visto su cara de zopenco! Si ahora estuviese vivo, aún estaría buscando respuestas… –ahora se percata de la expresión de Aurelio: sorpresa e ira contenida que se reflejan en su ceño fruncido, sus ojos empequeñecidos y sus labios apretados; gotas de sudor humedecen su frente–. Sí… lo siento… Me los cargué... con esta pistola, la misma con la que acabaré contigo. Ellos creyeron que no podría… intentaron abalanzarse sobre mí… No cometas el mismo error o acabarás como ellos… No tengo ya nada que perder…
–¡Basta yaaa! –el aullido de Valeria corta el aire en todas direcciones, como si se hubiese disparado una alarma–. ¡Basta, basta, bastaaaaa! –grita mientras su cuerpo tembloroso se desploma lentamente hasta quedar de rodillas, empezando a llorar sin control.
Luis intenta incorporarse sin éxito. Está exhausto y es consciente de sus posibilidades.
–Valeria, mi amor… –gimotea.
Repentinamente, Valeria se alza de un salto. En la mano izquierda sostiene una Glock 26 9 mm Parabellum de 4ª Generación, y adoptando en su rostro la expresión de una esfinge de mármol dispara hacia las estrellas. Aurelio y Luis son incapaces de disimular un estremecimiento. Del interior de la sala se escapa un coro de gritos que dura menos de cinco segundos. Al retornar el silencio, pueden escucharse ya las sirenas de los coches de la policía, varios, que sin duda se dirigen al lugar alertados por algunos invitados.
Luis sigue apuntando a Aurelio. Valeria da dos pasos atrás y rodea lentamente a su hermano, hasta colocarse entre éste y Luis, a una distancia equidistante de ambos. No se le escapa que Luis se está quedando sin fuerzas. Decide apuntar con su pistola a su hermano.
–Gracias, amor mío… Ayúdame… Nos largaremos de aquí –Luis no deja de apuntar a Aurelio, dirigiendo sus maltrechos ojos a éste y a Valeria.
–De aquí no se mueve nadie hasta que no me expliquéis la verdad de todo este asunto –afirma decididamente Valeria, apuntando ahora alternativamente a su hermano y a Luis, al mismo ritmo que su mirada, y alternando el peso de su cuerpo de un pie a otro a la vez que da pequeños pasos a un lado y otro.
–Pero… Valeria… –cuestiona Luis con voz temblorosa.
Valeria alza el brazo con rapidez y vuelve a apretar el gatillo, hacia el cielo, lo que provoca otro amago de ambos hombres y otro griterío en el interior de la sala.
–Hermana, ¡cálmate!, por favor. ¿Se puede saber de dónde has sacado esa pistola? ¿Dónde has aprendido a disparar? –Aurelio mira a su hermana con gesto de perplejidad–. Por favor, dejad los dos las armas y resolvamos esto como gente civilizada. ¡Las armas las carga el diablo!
–El diablo, dice… –replica Luis, que empieza a notar su vista borrosa, cosa que no le impide vislumbrar como Valeria apunta su arma hacia él–.
–No… no… Contrólalo a él… –gimotea Luis casi en un susurro.
Valeria ignora momentáneamente a Luis. Lanza una mirada de soslayo hacia su hermano y al interior de la sala.
–¡Todo el mundo fuera! –grita, y el eco de su voz aguda recorre la noche como un relámpago. La gente, en el interior, no se mueve, dudosa– ¡Vamos! ¡Váyanse todos! ¡Se acabó la fiesta! ¡Vamos, vamos! –apremia.
La gente, lentamente al principio y con desesperación después, sale en estampida de la sala hacia las puertas de salida de la casa.
Cuando ya parece no quedar nadie en la sala, Valeria inspira profundamente.
–Hay muchas cosas que no sabes de mí, hermano. He visto cosas… Tú no me cuentas nada, pero no soy tonta. Ya te he dicho que ya no soy una niña. Tengo una idea bastante extensa de tus “negocios” –Valeria remarca esta palabra–. Hace un tiempo que llevo este juguetito bajo mi ropa. La guardo en diversos sitios, depende de las prendas que llevo –pronuncia con voz seductora, mirando de reojo un instante a Luis–. Tenía el presentimiento de que algún día lo necesitaría… –se detiene un instante y los mira a los ojos, primero a su hermano y después a su prometido; después, hace el ademán de secarse las lágrimas de sus mejillas, se coloca un mechón de cabello tras la oreja y, dando un suspiro, endereza visiblemente su espalda–. Quizás ese día sea hoy –sentencia resuelta.
Entonces se dirige a Luis, con la misma resolución, sobreponiéndose a la pena que ahora siente por él.
–Y en cuanto a ti… Creo que tampoco me conoces del todo. Dices que me amas, sí, pero me has escondido cosas. Esos días en París… –Valeria se esfuerza por reprimir pucheros y lágrimas; sus ojos son ahora dos estrellas que titilan–. ¿Sabes que te seguí?
Ahora son los dos hombres los que se sorprenden; se miran entre ellos para luego escudriñar el rostro de Valeria. Aurelio parece no comprender; Luis, en cambio, empieza a temblar más, jadea agotado. Sus rodillas ceden y sus piernas caen a la vez que sus brazos. Aurelio intenta abalanzarse sobre él, pero ahora es Valeria quien le apunta directamente con su pistola.
–¡Quieto! –le ordena con voz firme–. No sé si puedo fiarme de ninguno de los dos. Luis, por favor, ¡dame esa pistola! Necesito explicaciones, ¡ya!
Luis la mira, estupefacto; parece que le cuesta respirar. Tiene el rostro descompuesto, el cuerpo laxo. Aurelio contempla la escena con ojos de halcón.
Valeria observa como Luis, finalmente, parece darse por vencido. Deja caer el brazo como si se lo hubiesen atado a una losa de una tonelada. Ella también relaja su brazo y empieza a aproximarse a ambos hombres. Todo sucede extremadamente rápido. De repente, Luis parece poseído: ignorando a Valeria, mira con furia a Aurelio, toma a duras penas una bocanada de aire, tensa de nuevo los brazos entre temblores y dolor y afianza su espalda contra la balaustrada.
–¡Noooooo! –el grito aterrorizado de Valeria no hace mella en aquél que está totalmente decidido a vengarse de una vez por todas. Valeria, en un acto reflejo, se coloca delante de su hermano.
El sonido del disparo barre hasta el horizonte oscuro de los alrededores, mezclándose con los gritos aterrorizados de quienes todavía se hayan en huida a través del jardín. Resplandores chillones de color azul eléctrico están ya en el límite de la finca y las sirenas cesan repentinamente.
Una sombra de derrota nubla los ojos de Luis. Lo que vislumbra más allá del cañón humeante de su pistola le acaba de absorber lo que le quedaba de vida. No era ese el final que esperaba. Enfrente, Valeria parece haberse fundido en un abrazo con su hermano, pero su cabeza reposa sobre su pecho, inmóvil. Hilos de sangre resbalan por su espalda y tiñen de rojo su vestido blanco; el que ha estrenado para su presentación en sociedad.
Aurelio, acostumbrado a ser expeditivo, parece una estatua de mármol. Aún tarda unos instantes en procesar la situación. En décimas de segundo, ha visto como su hermana, esta vez, se la ha jugado para protegerlo a él. La ha visto saltar con la ligereza de una pluma casi a la vez que Luis había apretado el gatillo. Ha visto, atónito, como la mirada aguamarina de su hermana se ha teñido de muerte hasta apagarse. Ha abrazado su cuerpo inerte para que no cayese desplomado, como si eso pudiera evitar que su vida se diluyera en la eternidad de los tiempos. Siente el flujo cálido de la sangre de su hermana sobre sus manos. Ahora, la cabeza de ella reposa, falta de vida, sobre su corazón latiendo con tanta fuerza que parece querer bombear su sangre en aquel cuerpo sin vida.
Es entonces cuando una nueva detonación rompe el macabro hechizo de aquel momento. Aurelio, de forma refleja, cierra los ojos, preparado para encajar la derrota. Preparado para marchar junto con su hermana, allá donde la eternidad los quisiera acoger. “Ya nada importa, hermanita; desde que papá nos dejó, tú has sido el motor de mi vida. Si tú te vas, yo te sigo. Siempre te protegeré”, piensa mientras, paradójicamente, sonríe dulcemente.
Tras esos instantes instalado en un limbo flotante, sus sentidos vuelven a reactivarse. Se conciencia de nuevo del peso del cuerpo de su hermana y percibe el caos de sonidos y órdenes que se ha desatado frente a la puerta de la casa: coches que frenan bruscamente, portazos, órdenes y corredizas, sonidos procedentes de varios walkie talkie... “¿Qué… qué ha pasado?”, se dice sorprendido. Ha escuchado claramente la detonación, pero ningún proyectil ha impactado en su cuerpo. Abre los ojos con lentitud, como si los párpados estuvieran resecos. Contemplan el cabello dorado de su hermana revuelto sobre su pecho, la noche está teñida de destellos azulados, lo que confiere al lugar un aire más surrealista. Alarga su mirada al frente y descubre el cuerpo inerte de Luis en el suelo; un enorme charco de sangre se extiende alrededor de su cabeza, su pistola aún permanece en su mano, con el dedo enganchado al gatillo.
–Quién lo hubiera dicho, hermanita: el infeliz ha tenido la decencia de quitarse la vida él solito –murmura Aurelio en voz baja, como si Valeria pudiese oírlo.
Con todo el dolor del mundo sobre sus hombros, desciende lentamente acompañando el cuerpo sin vida de su hermana hasta posarla suavemente en el suelo, y se arrodilla a su lado. Delicadamente, le aparta unos mechones dorados del rostro y al hacerlo se desata un tsunami dentro de él. Las lágrimas brotan sin control y durante unos instantes pierde de vista el mundo que le rodea.
–Tú no tenías que acabar así, Valeria. No te lo merecías. ¡Maldita sea mi vida! –grita Aurelio mientras su cuerpo se convulsiona con desesperación–. ¡Maldita seaaaa! Papá, lo siento. Lo siento, lo siento… –musita casi sin voz ya, posando su cabeza sobre el regazo de su hermana, abandonándose al dolor.
De nuevo sonidos de corredizas y órdenes invaden su intimidad. Al levantar la cabeza del regazo de Valeria, descubre la pistola que ella había dejado caer al recibir el disparo; sin razón alguna, quizás por rescatarla y guardarla como recuerdo de su hermana, la toma en su mano derecha mientras la acaricia con la izquierda. Aún puede percibir el tacto de su hermana en ella. También le plantea algunas preguntas. Y algunas dudas. Siente un gran vacío; su hermana se había llevado las respuestas.
En realidad, poco importaba ya.
–¡Suelte el arma! –la orden ha sonado como un guantazo–. Con mucha calma… ¡las manos donde pueda verlas!
Al alzar la vista, a través de las lágrimas, Aurelio se encuentra con unos cuantos policías desplegados por la sala apuntando sus armas directamente hacia él. El que ha gritado la orden avanza lentamente, con las piernas flexionadas, los dos brazos extendidos sujetando una pistola, como un gato a punto de cazar un ratón. Ahora sus botas hacen crujir los cristales dispersos por el suelo.
Aurelio no mueve un músculo. Observa al policía que se acerca. Detrás de éste, otros tantos hacen lo propio. Está acorralado y el futuro se le presenta como una fosa abismal en medio del océano. “Aurelio, hijo: cuando sientas las brasas quemar tus pies, no mires hacia abajo sino hacia delante; pisa fuerte, ignora el dolor y camina firme hasta salir del fuego”, la voz de su padre resuena ahora en su cabeza con la fuerza de una descarga que recorre todo su ser. Sin pensar en nada más, inspira profundamente y se alza del suelo de un salto, dispuesto a salir de las brasas. No es consciente de que la pistola de su hermana sigue en su mano, fuertemente asida.
Ante el movimiento repentino de Aurelio, el policía más cercano a él se detiene, da un paso atrás y tensa el cuerpo. Abre la boca dispuesto a compeler al presunto sospechoso para que le obedezca, pero el estruendo de un disparo procedente de su flanco derecho lo deja con las palabras en la boca. Un pitido intenso le ensordece el oído. Momentáneamente aturdido, observa como la camisa del sospechoso se tiñe de rojo a la altura del pecho. Su retina recoge la última mirada de éste, frustrada y perpleja, mientras se desploma hacia atrás abatido por la fuerza del disparo.
Frente al policía, Luis no ha tenido tiempo de asimilar los acontecimientos. En un lapso de tiempo que para él ha dejado de ser mesurable, se ha visto flotar sobre las brasas, apagadas por una fuente de sangre brotando de su pecho. Al final de las cenizas, su hermana le sonríe y abre los brazos para recibirle. Él le sonríe a su vez mientras se acerca, feliz, sin dolor… Una luz cegadora ha borrado los límites del espacio y del tiempo. Ambos hermanos se funden en un abrazo etéreo y eterno…
En la terraza, el policía que encabeza el despliegue ha llegado pausadamente hasta el cadáver de Aurelio. Comprueba que ni éste ni los otros dos cuerpos presentan signos vitales, mira hacia sus hombres y niega con la cabeza, mientras enfunda su arma. Se acerca entonces hasta el policía que ha disparado.
–¿Se puede saber en qué estabas pensando? ¿Se te ha ido la olla, o qué? –le espeta con cara de peras agrias.
–Pero… mi sargento… ¡tenía una pistola! Pensé… pensé que iba a dispararle… –balbucea el otro, que tiene el rostro blanco como el techo de la sala.
El sargento gruñe y se aleja mientras habla por su walkie talkie. “Sospechoso abatido. Repito. Sospechoso abatido. Todo ha terminado. Avisen al equipo forense. Cambio y corto”, se le oye decir con ira contenida mientras contempla su imagen reflejada en el gran espejo de la sala. Después, se vuelve hacia sus hombres. Todos están pendientes de sus movimientos. Mira una vez más hacia la terraza, donde tres cuerpos yacen sin vida, resopla meneando la cabeza y, finalmente, se dirige a sus hombres.
–¡A ver! –grita mientras da unas palmadas–. ¡Presten atención! No voy a negar que el agente Ramírez se ha precipitado –afirma mientras sus ojos se clavan en el aludido provocando que éste mire al suelo, avergonzado–. Pero todos hemos visto lo que ha pasado: ese hombre –dice levantando un poco más la voz mientras extiende su brazo izquierdo señalando hacia la terraza– se ha alzado bruscamente del suelo con un arma en la mano. Todos conocemos la reputación y las sospechas que recaían sobre él; ya hace tiempo que seguimos sus pasos para vez por donde podemos atraparle. ¿Quién ha podido dudar hace un momento de que ese hombre iba a dispararme? –mientras presenta su argumentación en un tono categórico, pasea su vista entre sus hombres, comprobando si captan el mensaje, cosa que parece suceder porque según los va mirando van afirmando con movimientos de cabeza–. Sí, ese hombre me hubiera disparado sin vacilar, y quizás si el agente Ramírez no hubiera usado su arma yo no estaría ahora soltándoles esta mierda de discurso. No sé si me entienden… eso es lo que ha sucedido y eso tenemos que declarar. Ese hombre se alzó del suelo de forma violenta con una pistola en la mano, sin obedecer a mi orden de soltarla, con determinación de dispararme, cosa que el agente Ramírez evitó disparando primero. ¿¡He hablado con claridad!? –su vozarrón ahora resuena por toda la sala.
–¡Sí, señor! –gritan todos sus hombres al unísono.
–¡Bien! Ahora, todo el mundo a trabajar. Sigamos con el protocolo. Vigilen la escena del crimen y que nadie toque nada. La científica está a punto de llegar –ordena el sargento mientras se encamina con grades zancadas hacia la puerta.
Los agentes parecen relajarse. Algunos empiezan a conversar sin atreverse a alzar la voz mientras lanzan miradas apagadas hacia la terraza. “¿Qué demonios habrá pasado aquí?”, se preguntan con desánimo mientras sus miradas apagadas observan los cuerpos ensangrentados de aquellas tres personas que han perdido de cuajo sus jóvenes vidas; una de ellas, demasiado joven. Poco a poco, van tomando posiciones para controlar el lugar hasta que llegue el equipo forense.
Todo está decidido ya. Se pondrá en marcha ahora la pertinente investigación. A través de la declaración de los testigos se conocerán los hechos. Cuando llegó el equipo policial, la sala ya estaba vacía y en la terraza solo un hombre seguía con vida, aunque finalmente también la perdió al intentar disparar contra el sargento. No había más testigos. Su testimonio cerrará el caso.
Los medios de comunicación especularán durante un tiempo: la historia no deja de ser suculenta. Sin duda quedarán algunas preguntas que el tiempo se encargará de ir diluyendo en el olvido.
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