Creación de cuentos de ficción con personajes reales: Cartas robadas
por Penélope Córdova @pennycordova
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Cartas robadas
Creación de cuentos de ficción con personajes reales
Penélope Córdova
Gustavo trabaja para el servicio postal desde hace cinco años. Es el tipo de empleado que respeta sus horarios, no pide cambios de turno y nunca falta, toma sus vacaciones cuando le tocan y obedece las indicaciones de sus superiores. Apenas pasa de los treinta años, pero sus expectativas son las de un hombre mayor, quizás de uno de cincuenta, desconfiado, fatigado y, en general, quizás demasiado acomodado en las normas y la rutina, que son la razón por la que la vida funciona suavemente, sin sobresaltos, como un mecanismo bien engrasado, que marcha puntual y de manera predecible. Lo predecible es bueno.
Al principio le ofrecieron un puesto administrativo, Gustavo tenía una adecuada preparación, pero desde el accidente, buscaba un empleo más modesto, que no tuviera relación con su anterior vida, algo de bajo perfil. En aquel entonces, el doctor Peredo le había recomendado evitar los sobresaltos y mantenerse alerta sobre los posibles efectos secundarios, y Gustavo se había convencido, con una obsesión que no aceptaba réplica, de que una emoción demasiado intensa terminaría por llevarlo a la tumba. La convivencia diaria en una oficina sin duda acarrearía más de un sobresalto y el desarrollo de relaciones personales, llenas de situaciones imprevistas, gente nueva, pequeños problemas que tendría que solucionar y, a la larga, las temidas emociones fuertes. De modo que pidió a su jefe que lo pusiera a repartir la correspodencia y él accedió con un sutil alzamiento de cejas. Le asignaron una bicicleta maltrecha de Correos, pero él prefirió utilizar la suya. No volvió a hablar con el doctor, pues logró acomodarse en aquella vida donde todo era como se esperaba.
Gustavo vive solo en una casa con fachada azul que heredó de unos padres demasiado quisquillosos, y que conserva tal como ellos dejaron, las mismas cortinas de florecitas amarillentas que antes eran rojas, los manteles estampados con teteras de colores, los cuadros de estilo bucólico colgados en paredes de color verde pálido, los muebles estilo inglés y hasta un par de patines morados de cuatro ruedas del número tres, rastro solitario de una infancia perdida, pero, en fin, ningún detalle que haga sospechar que en esa casa vive alguien joven, como si todo el tiempo hubiera algo fuera de lugar, y ese algo fuera precisamente él. No hay fotografías sobre las repisas o enmarcadas en las paredes. Aquel sitio conserva un orden y olor de museo, como casi cualquier aspecto de su vida, tiene un aire de irrealidad suspendido en el tiempo donde parece que las cosas están ahí pero en realidad ya no están. Ni siquiera se atrevió a deshacerse de la ropa vieja, los zapatos, la vajilla pintada con aves de colores o la colección de animalillos de cerámica que descansaba tras los vidrios de la vitrina desde tiempos inmemoriales. Las cosas y las personas tienen un lugar, a salvo del contacto y la profundización de los afectos, y el equilibrio reside en respetarlo, mantenerse en la línea.
Gustavo comienza a repartir la correspondencia a partir de las diez de la mañana. Las tercera semana de cada mes es la más agitada porque es cuando la gente recibe los estados de cuenta, recibos telefónicos, de electricidad, de agua y servicios derivados de la vida en sociedad, por lo que aquellos días se prepara para una trayectoria más detallada; agrupa los paquetes de sobres según la distribución de las calles, de la más cercana a la más lejana, antes de montarse en la bicicleta y los acomoda prolijamente en las alforjas. A lo largo de los años y la costumbre, ha terminado por conocer los nombres de cada habitante, quién vive en qué departamento y con quién, quién se va, quién se muda, quién hace qué tipo de compras en línea y quién deja de pagar sus tarjetas de crédito. Se ha acostumbrado tanto a cada uno de esos nombres, cuyas caras a veces llega a conocer y otras no, que cualquier envío fuera de la correspondencia habitual despierta su curiosidad y le tiene horas preguntándose qué será de aquella vida. También ha encontrado que algunos de esos rostros le resultan más agradables que otros y que, sin poder evitarlo, a veces desea encontrarse con ellos y cruzar un saludo que pueda dar pie a más, aunque sea una contraindicación. En realidad, no se trata de algunos rostros, sino de uno en particular, el de Lucía Balbuena, una mujer de ojos hundidos que siempre que lo ve, lo mira fijamente, como indecisa, con una turbación que a Gustavo le parece atracción contenida. Lucía es la única persona que no lo hace sentir un extraño en su propia vida.
Una mañana, mientras acomoda los sobres y paquetes en su orden habitual, la letra de un nombre escrita a mano salta a su vista inmediatamente. Frunce el ceño con acritud y, duda un momento sobre dónde acomodar aquel sobre, uno como tantos, blanco, tamaño carta formato americano, con un contenido que, por su peso, no debe contener más que una hoja de papel doblada en tres. No es la tercera semana, de modo que no hay más correspondencia para la calle Jacaranda número 86. La destinataria es Lucía. Gustavo hace el reparto de aquel día y deja aquella dirección para el final. Sólo que aquella carta nunca sale de su alforja. El cartero termina la jornada y vuelve a su casa con el documento todavía en el saco. Lo coloca sobre la mesa de centro y lo mira durante algunos minutos. Ese nombre y esa letra escrita a mano, los mismos que conoce tan bien. Es imposible. Guarda el sobre en el buró medio astillado y ya sin manija y se acuesta con la intención de dormir, o más bien, de obligarse a dormir, convenciéndose de que al día siguiente entregará aquella carta, pues no hacerlo es un delito. Quien comete delitos llama la atención. Él no quiere llamar la atención de nadie. Su cuerpo se remueve entre las sábanas sin poder encontrar la tranquilidad del sueño. En la madrugada se levanta a la cocina para tomar un poco de agua. Llena el vaso, coge las tijeras y regresa a la recámara. Enciende la lámpara de noche y abre el cajón. Toma el sobre como si se tratara de un papel ardiente. Hace un corte recto cuidando no maltratar la hoja al interior. Finalmente la saca, la desdobla y la lee. El contenido y la letra de la carta lo dejan pasmado. El remitente se dirige a la destinataria, Lucía, en los siguientes términos: “El hecho de que sostengas esta carta entre tus manos merece ya una explicación de mi parte, quizás ni siquiera sepas que aún estoy vivo. Es necesario que nos veamos.”, y la explicación que incluye el resto de la hoja, escrita a mano por ambos lados, es del todo increíble. En la carta, el remitente le pide a Lucía que se reúna con él porque necesita remover algunos recuerdos, necesita contarle qué fue de él y por qué nadie volvió a verlo. En su interior, Gustavo comienza a albergar la sospecha de la que la destinataria del escrito no es Lucía, sino él mismo. Sabe que no está soñando, por lo que se ahorra el intento de volverse a acostar tratando de invocar el sueño que, sabe, no volverá a posarse sobre sus párpados.
Va a trabajar aquel día con la esperanza de que sea algún tipo de broma muy bien forjada o, acaso, un incidente aislado, una de esas cosas que ocurren en la vida de la gente sin explicación ni razón aparente, que como llegan desaparecen. Un accidente, otro, o el efecto secundario de uno. La rebaba de su vida anterior. ¿Qué vida anterior? Ya no recuerda muy bien. Al volver a casa se dispone a llamar al doctor Peredo, pero piensa que no le creerá, pensará que se lo ha inventado para tener algo de qué hablar con alguien o que empieza a perder la razón, no tardará en mandarlo con un psiquiatra y de ahí, a un sanatorio. No, mejor no lo llama y espera a que pase. No olvida la carta, pero tampoco la entrega. La deja inmóvil en el cajón sin volver a leerla y deja de pensar en ella todos los días a todas horas, aunque aún le causa cierta comezón.
Después de dos semanas, otra misiva vuelve a aparecer en sus paquetes a repartir y él repite el procedimiento de la primera vez: entrega el resto y se lleva a su casa el sobre dirigido a Lucía Balbuena. Lee la carta. El remitente le ruega un encuentro, sólo uno, le jura que todo lo que cuenta es cierto, y para probarlo, adjunta una fotografía vieja. Gustavo suelta la hoja cuando ve la imagen, una gota de sudor le resbala por la frente. Corre al armario de los padres, abre el cajón superior y extrae el viejo álbum que no mira desde hace tantos años que no recuerda cuándo fue la última vez. Y ahí está, la misma fotografía: un niño y una niña que no rebasan los ocho y diez años, delante de un árbol de tronco grueso con un columpio colgando de una de las ramas, abrazándose y sonriendo a la cámara. La voltea para ver si hay alguna anotación al reverso, una fecha o la confirmación de los nombres, pero no hay nada escrito. Rebusca en su memoria, escarba y desentierra todo lo que puede, lo más atrás que su memoria es capaz de recordar, pero no encuentra a aquella niña que debía ser Lucía.
Gustavo no se presenta al siguiente día para recoger la correspondencia. En lugar de eso, se encamina hacia la dirección del remitente para ver con sus propios ojos quién se ha tomado tantas molestias en deshacerle la vida que ha construido a lo largo de los últimos cinco años. Espera ver a alguien distinto, a alguien desconocido o quizás conocido que tenga algún motivo para jugarle una broma pesada o acaso vengarse de él, alguien a quien pueda ver de frente y preguntarle la razón de aquel desajuste. Llega al domicilio, que encuentra fácilmente porque se ubica a algunas cuadras del consultorio del doctor Peredo. La casa es una fachada de aspecto semejante a la de la suya, pero de color terracota intenso, como si le hubieran dado una capa de pintura recientemente. No sabe si acercarse y tocar el timbre o esperar a que algo pase, que alguien entre o salga, entonces todo se resolverá, piensa, y quizás todo quede en un malentendido. Transcurren dos, tres, cuatro horas. Los transeúntes caminan con prisa frente a aquella fachada, algunos coches se estacionan junto a la acera y después de un rato se van, dejan libre el lugar para nuevos automóviles, los ropavejeros, los camiones de la fruta avanzan lentamente por las calles, pero Gustavo no reconoce nada en particular.
Y entonces, quince minutos antes de las dos de la tarde, la puerta de la casa se abre y de ella sale un hombre. Gustavo, situado en la acera contraria, medio oculto tras un árbol, alcanza a verle el rostro antes de que se vuelva para cerrar la puerta con llave. Aquel hombre se mueve como él, se viste como él, tiene su misma altura y sus mismos rasgos; aquel hombre es él mismo. Gustavo, con las piernas temblorosas, lo sigue a buena distancia, cuando cae en cuenta de que sabe exactamente a dónde se dirige.
Al llegar a la casa donde está el consultorio, Peredo lo recibe y extiende la mano hacia el interior de la casa para invitarlo a entrar, pero él, Gustavo, el otro Gustavo, hace ademanes con las manos y gesticula, está alterado, mira hacia un lado y hacia el otro, entra a la casa seguido por el doctor. Sale después de treinta minutos con el semblante tranquilo, incluso con algo que se parece a una sonrisa de conformidad o tan sólo de cortesía. Gustavo, el que sigue oculto, duda si seguir a Gustavo o enfrentar a Peredo para pedirle una explicación. Al final, no se decide por ninguna. En cambio, vuelve a su casa.
Al cruzar la puerta, le parece que todo aquello le es ajeno, el mobiliario, las cortinas, los manteles, aquellos cuadros horrorosos y cursis, el color de las paredes, los patines, el olor a deshabitado que tiene todo en aquella casa. Revuelve los cajones y saca ropa que debió pertenecer a los padres, pero no es ropa ni la reconoce, no sabe de quién eran todos esos trapos estampados ni esos chalecos de punto con diseños de rombos de colores, quién usaba los sombreros ni qué pies se calzaron aquellos zapatos genéricos con las suelas desgastadas; hace lo mismo con las vasijas encima de la consola y las gruesas páginas de cartón de los álbumes, todos vacíos salvo por aquella fotografía donde sale esa niña abrazada de alguien que se parece a él a los diez años pero no es él, no puede ser él, porque él, Gustavo, no sabe nada de aquello, no recuerda nada.
Y es eso. Antes de aquellos cinco años, Gustavo no tiene recuerdos. No existe una vida previa. Antes de esos cinco años, él no existía. Esa casa es una réplica. Sólo entonces lo sabe a ciencia cierta. Gustavo no es más que el efecto secundario del otro. El otro es él mismo.
3 comentarios
jorge_alas
...reminiscencias de "El otro", de Jorge Luis Borges. Felicitaciones.
pennycordova
Profesor Plus@jorge_alas Sí, Borges siempre presente, indispensable :)
Abrazo,
P.
silvermelar
Me gustó muchísimo la historia.
Muy buena toda la descripcion de cada espacio, todo se puede "ver" con claridad.
La historia es super atrapante
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