La coleccionista de muebles
por Claudia Leonela Valladares Millán @leovami
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En cuanto el hombre entró a la antesala y se detuvo en el centro, los muebles murmuraron cuáles señoras alborotadas. Hacía mucho tiempo que nadie los había visitado por su propia voluntad.
Las lámparas, colocadas en cada una de las esquinas del cuarto, iluminaron con revuelo los tonos oscuros y facciones toscas del invitado.
Las paredes recibieron gustosas las sombras que se pintaron en su extensión y la puerta del fondo, aún cerrada, lanzó un suspiro. Su descanso había sido roto por la intrusión del hombre que vestía con saco y sombrero, así que, sin más, se abrió.
Impaciente porque el peso en su superficie dejara de aplastarlo, el suelo rugió, lo suficiente para despertar al invitado del trance en el que había caído, pero no tanto como para atraer la ira de la dueña.
El hombre, por su parte, pasó una mano por su cabello grasiento y caminó a la siguiente habitación.
La alfombra se erizó al escuchar las pisadas fuertes y decididas con las que el hombre agredió al suelo de madera. El suelo, como era de esperarse, gritó, y crujió con cada paso, quién, para alivio de la alfombra, no avanzó hasta donde ella se encontraba.
La dueña, sentada en un cojín gigante, extendió una mano al invitado.
Los candelabros se encendieron y apagaron, una vez y luego otra vez, y otra vez, como ovación ante un gran espectáculo. Entre las luces disonantes, la copa de vino tembló sobre el buró. Los cubiertos, de la cena olvidada, le hicieron coro; las repisas, por su parte, mantuvieron la compostura.
El proceso era doloroso, la casa lo sabía muy bien, cada ladrillo, cada hoja de papel, cada astilla, piso y traste lo había pasado antes, cada uno había sentido su piel embarrarse en los huesos, la sangre hirviendo, los órganos fundiéndose entre sí, los músculos estirarse y contraerse, deshacerse y rehacerse como arcilla amasada bajo el toque divino de la dueña.
Y así terminó.
El intruso no vio el sobrante de sus partes ser arrojado al fuego, no escuchó los cumplidos de su acabado rústico, no sintió la tela del saco que colgaron en su brazo, ni olió la humedad del sombrero que lo acompañó.
Pero siguió ahí. A la entrada, ubicado justo entre un clóset de servicio y la puerta de la cocina. Por siempre útil.
Impaciente. Inmóvil. Iluso.
Destinado a sostener la ropa de cualquiera que entrara por esa puerta y rompiera la monotonía de su estática existencia.
2 comentarios
mariafernandamp
Profesor PlusMe encantó. Manejas muy bien la escritura, felicidades.
leovami
@mariafernandamp ¡Muchas gracias!, por comentar y por el curso, me ayudó mucho a centrar las ideas. Me alegra que te haya gustado mi escrito.
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