Amor
by Inés Castro @ines_castro
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LE COMPLOT. ENTRADA 41.
Hay cosas que nos pasan y que si contamos por ahí no nos creen. De pequeña rompí el cristal de un coche con una piedra y cuando confesé no me creyeron porque pensaban que yo no era capaz. El otro día, una plaga de animales asesinos arruinó mi fin de semana. Así de absurdo, así de surrealista, así de real.
A veces el calor -otra vez el calor- levanta cosas inesperadas. Pasiones, incendios, tedio. E insectos. Eso no lo sabíamos ninguno de los que fuimos en agosto a la casa de campo de un amigo. una casa con jardín, piscina y una barbacoa de obra; no puedo pedir más. Está muy bien refugiarse en unos grados menos al amparo de la naturaleza. Ansío escapar del ruido y del asfalto y mi vida necesita un puntito más de verde.
No hemos dejado el equipaje en las habitaciones cuando ya hemos detenido el tiempo y decorado el césped con nuestros cuerpos en un acto de deliciosa holgazanería. Nos movemos despacio, siempre adormilados, hasta que empiezan a caer la noche y las primeras botellas, y despertamos poco a poco. El vino de la tierra es duro, pero frío se deja beber y arropa la garganta como un guante de terciopelo.
Hay una ola de calor en toda de Europa y sudamos sin parar mientras nos reímos. Del calor, del sudor, de la revolución de insectos que celebran con lascivia la noche. Hace un rato que un amigo del anfitrión no me quita ojo y yo finjo no darme cuenta. A veces le regalo un cruce de miradas y noto, cuando aparto la mía, cómo se le enciende el rostro. Mientras, una orquesta de chicharras amenaza con ahogar nuestra conversación, que se hace más intensa a medida que arreglamos el mundo con más pasión; hormigas dibujan líneas negras en el suelo y la mesa para saquear los restos de la cena. Parecemos dos críos apartando la vista cuando se cruzan nuestros ojos. Me ha sonreído cuando le he aguantado la última mirada, y juraría que algo se ha dado la vuelta en mi estómago. No le conozco, pero el juego sí.
La bombilla tiembla a cada sacudida de mariposas y escarabajos. Seguimos sudando y pronto empieza a circular el antimosquitos; nuestra conversación se ha convertido en un concurso de palmas. Alguien es alérgico a los mosquitos y en seguida tiene el gemelo tan grande como su cabeza y, aunque intentamos reírnos y dejar que el vino se ocupe de las preocupaciones, la situación pierde gracia poco a poco. Se hace un silencio en la mesa, sólo se oye un zumbido errático y constante, y el cri-cri en la oscuridad más allá de nuestra luz. Él todavía me mira y noto un roce suave en el tobillo. Sonrío e imagino que me ruborizo. Sube por la pierna, haciéndome cosquillas, y la estiro hacia él. Ahora ya sólo le miro a él y el resto me da igual. Cuando toco su silla con el pie veo que se sobresalta, no se lo esperaba, pero yo le sigo notando en mi pierna. Entonces me quedo helada, y de golpe miro debajo de la mesa. Yo nunca chillo, no hago eso porque soy tranquila. Pero ahora sí, con todas mis fuerzas, porque lo que acaricia mi pierna desnuda no es el pie de un hombre, sino un alacrán del tamaño de Italia. Ya de pie consigo sacudirlo y darle un pisotón, todavía sin aire y creo que chillando todavía, pero ya no oigo nada. A mi alrededor crece la histeria. Una dice que nos vamos a morir todos, otro que no pican. Alguien que acaba de matar otro, y luego otro, porque salen con el calor. Al parecer hay una plaga y están por todas partes. Cuando me sobrepongo y vuelvo a mí, el chico me está mirando como si hubiera visto un fantasma. A lo mejor me ha imaginado muerta, aunque la picadura no hubiera matado. O puede que lo que le dé miedo sea pensar que podría haber sido él. A mí ya me da igual porque sólo quiero irme de ahí.
Así de absurdo, así de surrealista, así de real.
LE COMPLOT. ENTRADA 39.
soñé contigo por primera vez
LE COMPLOT. ENTRADA 33.
Sola estás bien. Sola eres más fuerte. Me lo repito como un mantra. Por las mañanas, antes de acostarme, en el metro. Sólo eres libre cuando sólo estás tú. Sin cuerdas, sin arnés, sin red.
A veces la gravedad empuja y deseas que tu mano no agarrara el vacío.
LE COMPLOT. ENTRADA 28.
Imagino que tenía el día tonto, uno de esos en los que la primera gota que cae ya colma el vaso. La noche anterior había discutido con Elena porque al parecer ninguna de las dos nos habíamos entendido bien y terminamos haciendo las paces alrededor de una montaña de cascos vacíos de cerveza Pacífico. La resaca con ardor de estómago es eléctrica y me genera un poco más de ansiedad.
No sé si fue un ataque de limpieza o de nostalgia absurda, pero de repente estaba subida a una silla bajando cajas viejas de una estantería con la firme intención de liquidarlas. En realidad era lo segundo camuflado de lo primero, porque en seguida buceaba en un mar de recortes viejos –intentos frustrados de hacer collage en papel–, fotos y varios inclasificables, que me producían sensaciones raras. La limpieza ya se había convertido en ese engañabobos que consiste en pasar de un montón a otro la mierda bajo la premisa de 'por si acaso', y de vez en cuando deshacerse de algún papelillo suelto que dé credibilidad a la limpieza, y estaba a punto de entrar en ese estado de estupor que produce sumergirse en recuerdos que por alguna sabia razón han acabado en una caja lejos del alcance de la mano, cuando me encontré con un recorte que había olvidado. Era una nota minúscula de una edición del New York Times de hace tres años, de una sección que publicaba noticias de hacía 100 años, que decía así:
1909 Suicide in Paris Café
After asking the Tzigane orchestra of the Taverne du Capitole, rue Notre Dame de Lorette to play for him seven times the famous waltz “Quand l’amour meurt,” a young Englishman yesterday [Nov. 5] shot himself through the head. He was immediately taken to the Lariboisière Hospital, and died on arriving there without having recovered consciousness. No papers throwing light on his identity were found in his possession, and the police authorities have ordered the body to be conveyed to the Morgue.
La recorté porque pensé que esa noticia tan triste guardaba una gran historia y me convencí de que me sentaría y se me ocurriría en algún momento. Me pregunté quién sería ese joven inglés, al que por azar bauticé como William y a quien sus amigos llamarían Bill, así que nadie le llamaba Bill. Qué tontería, inventarme su nombre. Podría haberme preguntado qué le llevó a creer que merecía la pena morir por amor, o si de verdad era tan profundo ese amor como para suplicar a una orquesta que tocara siete (7) veces una canción con un nombre tan obvio para luego pegarse un tiro. Quizá sólo intentaba que alguien se levantara y le hiciera entrar en razón. Yo creo que no estaba enamorado sino solo; que lo que necesitaba era que alguien le dijera que no merecía la pena. Pero nadie lo hizo porque la gente no hace esas cosas. Pobre Bill (vamos a concederle el honor), a lo mejor todo era verdad y yo estoy aquí diciendo que era un necio, y la necia soy yo en realidad por ser así de cínica.
Cuando ayer encontré la nota busqué la canción y di con esto:
La guapísima Jeanne Moreau, en modo pastoral, presentada por el bueno de Jean Renoir.
También me acordé de Ian Curtis porque, igual que el joven Bill, lo último que hizo antes de suicidarse fue escuchar música. Y resulta que mañana es el aniversario de eso.
¿Qué podemos hacer si no bailar y bailar?
LE COMPLOT. ENTRADA 21.
Debajo de la oficina hay una cafetería pequeña a la que van todos los currelas de la zona, porque hay café para llevar y es barato, y donde las cuatro mesas están siempre ocupadas por parejas de funcionarias con caras cenicientas que desayunan de 9.30 a 11.30. Me gusta bajar a deshoras, para encontrármela vacía porque me agobian las prisas de la gente ávida de cafeína por la mañana. Suele haber una cola, que va desde la barra hasta la puerta, de trabajadores que no quieren subir a la oficina y que inventan trucos extraños para conseguir que les atiendan primero, como acercarse a la barra por un lado con cara de despistados y fingir que miran algo, y mientras la camarera hace un café le susurran el suyo.
Claudia siempre tiene el aspecto de quien se acaba de caer de la cama y no entiende por qué le han puesto a servir cafés, cuando quien de verdad necesita uno es ella. Tiene el gesto despistado, de mirada perdida y movimiento torpe, que en alguna gente inspira ternura y en otra un odio visceral. Cuando llego, una vez ha pasado el temporal de gente, la cafetería es desoladora y huele a café derramado. Las mesas tienen tazas apiladas y restos de pan con tomate porque hay gente que desayuna sin hambre y otra a la que se le quita cuando piensa en subir otra vez. Claudia recoge muy despacio un caos que le supera y a veces da un poco de lástima.
Esta mañana esperé junto a la barra a que me sirviera el café. Me hablaba mientras cargaba la cazoleta y ponía la taza. Empezó a sonar el zumbido monótono y atronador del molinillo de café y se calló porque no nos oíamos. La miré mientras calentaba la leche y vi que se quedaba absorta, con la vista clavada en la jarra metálica. El café se empezó a desbordar de la taza y Claudia no se daba cuenta. Cuando por fin miró y vio el desastre, dio un salto y corrió a pararlo y a poner uno nuevo.
-Es que le doy al botón de automático y me olvido de apagarlo.
Me lo puso y me confesó:
-La leche hace un remolino cuando empieza a subir la crema, y gira a toda velocidad. Me quedo como hipnotizada mirándolo. Entre eso y el ruido constante, me voy a otro sitio.
Le dio un poco de vergüenza contármelo, pero como no dije nada, sólo sonreí y probé el café, se debió sentir a gusto. Bajó un poco la cabeza y siguió, en tono de confidencia.
-Es que, desde que era pequeña, me invento historias en mi cabeza. Son prácticamente las mismas que entonces, apenas han variado, pero las repaso mentalmente, y me distraigo. Tienen sus personajes y eso, y me las cuento una y otra vez, añadiendo detalles, quitándole otros.
Me hizo gracia averiguar dónde está cuando devuelve el cambio mal o cuando se mueve con parsimonia detrás de la barra mientras desde el otro lado le lanzan dardos de estrés. Pensé que en cierto modo estaba bien, si conseguía que esas historias fueran mejor que su vida siempre tenía un sitio mejor al que ir. También se lamentó porque le daba la sensación de perderse cosas. Le dije que no se torturara con eso.
-De hecho, a veces, cuando conozco a alguien que me gusta, voy siempre un paso por delante. Me imagino cómo puede ser y me invento la relación. Dónde comemos, cómo dormimos, las peleas, las fiestas... La realidad es siempre peor a lo que me imagino, así que a veces me quedo con eso porque en mi fantasía no hay fracaso posible.
-Pero a la mañana siguiente te sigues levantando sola.
-Sí, eso sí.
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