Relato propio "El último ámparo"
by Salvador Durbán Acién @salvidurban
- 73
- 0
- 0
El último amparo.
¿Cuántos hombres hay que sepan observar? Y entre el pequeño número de los que saben, ¿cuántos hay que se observen a sí mismos?
Friedrich Nietzsche. “El eterno retorno”.
Un rayo cegador partió la goleta en dos a la altura del palo mayor. El fuego se inició al instante, extendiéndose hacia proa y popa a una velocidad vertiginosa. Apenas me arrojé al agua en aquella mar embravecida, se produjo una enorme explosión. Las llamas habían alcanzado los barriles de pólvora. Justo en ese momento, y empujado por un acto reflejo, me sumergí en un intento desesperado por protegerme, pero tan solo aguanté unos segundos antes de empezar a tragar agua y verme forzado a volver a la superficie, mientras los últimos restos de la goleta llovían sobre mi cabeza como pequeños meteoritos incandescentes hasta quedar flotando a mi alrededor, mezclándose patéticamente con diferentes partes de los cuerpos desmembrados de mis compañeros de viaje. Grité sus nombres, llamándoles uno a uno y rogando al cielo oír la voz de, al menos, uno de ellos, no sé si movida mi alma más por la compasión, o por el pánico de verme solo en aquella aterradora situación. Nadie contestó. Ni uno solo de aquellos quince infelices que dos meses atrás, al inicio del verano, decidieron acompañarme en una temeraria expedición por el mar ártico, había logrado sobrevivir. Solo Dios sabía por qué me había mantenido a mí con vida.
A duras penas conseguí asirme al único bote que se mantenía a flote y que, por fortuna, y pese a la virulencia de las olas, no presentaba daños importantes. Me costaba respirar aquel aire humeante aunque estaba en alta mar; pareciera que mis pulmones se negaran a inhalarlo por algún otro motivo además del humo. En apenas unos segundos, las gélidas aguas me habían entumecido el cuerpo al borde del colapso, cuando, impulsado por el instinto de supervivencia, y movido como por una fuerza sobrenatural, logré milagrosamente impulsarme lo suficiente para subir al bote. La tormenta, que de manera tan cruel e indiferente había puesto fin a nuestra expedición, lejos de mitigarse arreció con más fuerza, mientras que el cielo, nunca oscuro del todo dadas las latitudes en las que me encontraba, se encendía intermitentemente desgarrado por los rayos que parecían buscar en mi pequeña embarcación un blanco con el que saciar su hambre destructiva, como si no se hubieran satisfecho lo suficiente pulverizando la goleta de la que lo poco que quedaba, continuaba ardiendo bajos las llamas que, al ritmo del vaivén provocado por las olas, parecían empeñarse en alumbrar la semioscuridad lo suficiente para que mis ojos pudieran contemplar, espantados, ahora una pierna, ahora un tablón, ahora una pierna… Entonces comprendí el porqué de la negativa de mis pulmones a respirar naturalmente y, sin poder librarme de aquel nauseabundo olor a carne quemada, medio aturdido y desfallecido, perdí la conciencia.
Cuando desperté, el sol estaba en su cenit. La tempestad había cesado, dando paso a un mar calmo bajo un cielo azul, y la corriente y una ligera brisa me habían impulsado quién sabe en qué dirección. No había ni rastro de lo poco que hubiera quedado de la nave y de mis camaradas, si es que algo había quedado. Si bien seguía vivo no duraría mucho en aquellas condiciones, sin víveres ni agua, y mirase hacia donde mirase, el inmenso y solitario mar era lo único que mi vista alcanzaba a divisar. No sé cuantas horas permanecí así, a la deriva, antes de que el cielo se tornase, una vez más, de un negro amenazador que no hacía presagiar nada bueno. De súbito, la brisa que me había acompañado desde que despertara se volvió más y más agitada, y en cuestión de segundos me encontré de nuevo inmerso en una tormenta como mínimo igual de intensa que la que se había desatado cuando todavía me hallaba a bordo de la goleta. En este punto, los elementos de la naturaleza se emplearon a fondo para hacer gala de toda su potencia aniquiladora, haciéndome revivir, otra vez, el horror ya vivido. Con las energías que me quedaban me empleé a fondo tratando de mantener mi embarcación a flote, pero parecía que los cielos fueran a desplomarse en cualquier momento, incitados por una corriente taumatúrgica que arrojaba rayos aquí y allá, acompañándolos de atronadores truenos y de un viento huracanado que arrancaba gigantescas olas que se afanaban por agitar el bote con la máxima violencia que fuera posible sin llegar a volcarlo, como si de manera deliberada quisieran retrasar mi final para hacerlo todo lo agónico que las circunstancias permitieran. En ese momento me convencí de que ya solo podía abandonarme a mi suerte pero, de repente, un fuerte resplandor se me apareció por la proa a no más de quinientos metros de distancia. Aparecía y desaparecía a medida que la corriente me impulsaba en su dirección a través del oleaje. Un nuevo halo de esperanza me invadió, y agarrando los remos remé con ímpetu hacia aquel intenso fulgor, último amparo al que acogerme.
Los rayos parecieron redoblar su intensidad. Un potente estruendo se propagó en el aire. Ya solo me encontraba a unos doscientos metros de lo que podría ser mi salvación. Una vez superara la siguiente ola podría distinguir casi con seguridad el origen de aquella centelleante luz que pareciera un faro para náufragos en medio de ninguna parte. Un penetrante olor familiar me asaltó justo cuando alcanzaba la cresta de la ola mencionada y…, entonces lo vi. Una goleta ardía frente a mí. El fuego se alzaba con vida propia haciendo crujir las entrañas de madera de aquella nave tan querida que parecía lamentarse de dolor. Cesé de remar, con el corazón en un puño, dejando que el mar me arrastrara inexorablemente, pues supe que nada más quedaba por hacer, sino resignarse, cuando distinguí aterrorizado a no más de veinte metros de donde me encontraba el bote al que, movido como por una fuerza sobrenatural, me estaba subiendo.
0 comments
Log in or join for Free to comment