Me contagié de crepusculismo
by Manuela Moore Rueda @manumoore
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Llegó a mí, en un momento en el que realmente necesitaba distracción, el famoso libro negro de atractiva portada en la que dos manos espectralmente blancas sostienen una roja manzana. Mis primas me lo prestaron enloquecidas de fanatismo, queriendo contagiarme la sensación, el virus. Crepúsculo, rezaba la portada; mientras la contraportada contrapunteaba revelando información importante, pero intrigante. Y yo, que estaba realmente ávida de cursilería, dejé a un lado Crimen y castigo de Dostoievsky para aventurarme en un affair con un best seller.
Al principio era simplemente divertido: Bella se siente atraída por Edward, un chico enigmático de su nueva escuela; poco a poco se ven envueltos en una serie de acontecimientos extraordinarios y, llegado un punto, ella se da cuenta de lo que revela la indiscreta contraportada: “Hay tres cosas de las que estoy completamente segura. Primera, Edward es un vampiro. Segunda, una parte de él se muere por beber mi sangre. Y tercera, estoy total y perdidamente enamorada de él”. A partir de ahí empieza una historia de amor no convencional entre una humana –que, a propósito, es la narradora del texto–, cuya única virtud destacable es su afición a la lectura, y un “vampiro vegetariano” que optó por no beber sangre humana, alimentándose con sangre animal y luchando con su instinto asesino para no ser un “monstruo”.
El amor surrealista del libro solo tiene comparación con el de los protagonistas de Romeo y Julieta –obra shakesperiana reiteradamente mencionada en la saga, al igual que Cumbres borrascosas de Emily Brontë; Orgullo y prejuicio y Sentido y sensibilidad de Jane Austen–. La similitud entre esta famosa tragedia y la saga es, en esencia, grande: amores “imposibles” y peligrosos que los protagonistas solo pueden concretar en la muerte.
El tema es que me prestaron el libro el 29 de julio y el 31 ya me lo había engullido: quinientas yo no sé cuantas páginas de amor intenso y aventuras vampíricas no convencionales. El librito me pareció entretenido, ameno, sencillo y enviciante; ingredientes que pueden encontrarse en la famosa saga del nunca menos contagioso virus Harry Potter.
En todo caso me encontré el 2 de agosto con el segundo libro en las manos, gracias al virulento fanatismo de mis primas. El sufrimiento masoquista y morboso que me hizo sentir Luna nueva solo es comparable con el de Ifigenia de Teresa de la Parra, El joven Werther de J. W. Goethe y María de Jorge Isaacs. Sinceramente, las más memorables historias de amor son las más románticas, esas que tienen muchas dificultades y finales lacrimógenos –y sí, esta historia tiene esas características–.
El 4 de agosto me descubrí nerviosa y angustiada al no tener el tercero de los libros en mi poder; entendí que me había contagiado y que, a falta de Eclipse, debía tentar a mi madre como Satán a Eva con la manzana –así como mis primas lo hicieron conmigo y con mi tía; ahora dos fanáticas irremediables–. Habiendo logrado que mi madre se adentrara en el primer libro, pasé los siguientes días con una angustia a flor de piel, viendo el trailer de Crepúsculo –la película– con una obsesión patológica y llenando mi disco duro de fotografías de los actores; el virus se estaba apoderando de mi wallpaper, de “Mis Imágenes”, de mi computadora y de mi vida.
Para el 9 de agosto el tercer libro negro estaba en mis manos. En el ínterin, mi tía –que ya se estaba leyendo Eclipse– le había dado a mi mamá el impulso que necesitaba para ver la saga como algo más que “unos libros para chamos”. Paradójicamente para mí desgracia, mi madre se leyó los dos primeros libros a una velocidad absurda y cuando yo iba por la mitad del tercero me lo arrebató para leerlo; la peleadera fue tan grande que tuvimos que poner horarios de lectura y aun así terminábamos engañándonos mutuamente con frases como “déjame terminar el capítulo” para leer unos capítulos más hasta que la otra se diera cuenta.
Luego empezó una interminable espera por el cuarto libro: Amanecer, el final de la historia, pero no el último libro de la saga. Para ese entonces el virus y yo éramos como uña y carne; fue en esos días que empecé a ver estudiantes con libros negros en toda la universidad, incluso contagiados en mi propia escuela.
Después de leerme en tiempo record más de dos mil quinientas páginas de la pluma de Stephenie Meyer, puedo decir con conocimiento de causa que el crepusculismo es un virus rápido, absorbente y cada vez más indetenible.
Artículo publicado en enero de 2009 por Revista Ojo.
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