La Villa del Cine. Rememorar el pasado, apoyar al presente, hacer el futuro
by Manuela Moore Rueda @manumoore
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Puede sentirse como un viaje en el tiempo, entre cuidadas casas coloniales, antiguos objetos, peinados añejos y apretados corsés. Pero, ante la analogía, una nota discordante revela la ilusión: modernas filmadoras, pantallas de luz, innumerables cables, cantidades de aparatos tecnológicos y un ajetreo de personas cuyos ropajes –franelas y pantalones– envidian la elaborada suntuosidad de los siglos XVIII y XIX. ¿Inconcordante ensueño, delirio o viaje entre dos dimensiones espacio-tiempo? No. Hablo, pues, de un fragmento de ese mundo llamado “cine” –tierra en la que el guión, a través de su propia crisálida, puede convertirse en película–; de un lugar donde la producción nacional, la memoria histórica y el pensamiento crítico son cosa de todos los días. Hablo, pues, del gran motor del séptimo arte en Venezuela. ¿Su nombre? La Villa del Cine.
En medio de una gran expectativa y de la inminente aventura entre mundos ficcionales e historias, nos sumergimos en la mayor gestadora del cine venezolano, nuestro Hollywood-Bollywood con sabor venezolano. Haciendo las veces de un narrador de novela, Diógenis Jaspe –coordinadora de comunicaciones del lugar– hace su aparición a nuestra llegada, introduciéndonos con eficacia en un recorrido por el país de las maravillas; por una industria que da empleo a cerca de doscientas cincuenta personas, sin contar trabajadores freelance; por una Villa que, como hogar de ecológicos militantes, busca reciclar cada material utilizado, a efectos de aprovechar cada recurso al máximo.
Cual guión de futuro largometraje, hacíamos nuestra entrada por la nunca desapercibida inmensidad de aquel lugar. Como el buen Einstein hubiera dicho: “Si un objeto acelerado a gran velocidad no percibe la escasa aceleración de otro objeto –considerándola nula– entonces un gigante percibirá, basado en su tamaño, un lugar grande como uno pequeño: todo es relativo”. Grandes extensiones pueden ser consideradas pequeñas cuando de productoras de filmes se trata. Por ende, entre más crece la industria más magnitud requiere: no vamos a dejar que el muchacho siga durmiendo en cuna si ya no entra en ella. Tres módulos –integrados por dos estudios de grabación de cuatrocientos metros de ancho y unos nueve metros de alto más un edificio para departamentos, laboratorios, coordinaciones y presidencia– son la pequeña camita de este crecido niño Villa del Cine, cuyas instalaciones serán próximamente ampliadas de acuerdo a su crecimiento.
A nuestro paso veíamos los estudios donde más de un moderno alquimista ha transformado el papel en film; el hogar de innumerables películas donde la independencia, la lucha y la colonia son parte del quehacer diario. Por doquier observábamos calles y casas cuya cuidada apariencia sacaba interjecciones de nuestras sonrientes bocas y ojos abiertos como platos.
En contraste con la época en la que nos hallábamos al pasar entre aquellas calles, aparecía ante nosotros un enorme monstruo: una grúa que, acabando con la ilusión y despertando el extrañamiento del que tanto hablaba Bertolt Brecht, nos traía en un viaje fugaz hasta el siglo XXI, donde aquel aparato inmenso figura como una de las nuevas adquisiciones de la industria cinematográfica venezolana.
Después de experimentar el viaje en el tiempo, fuimos hacia el edificio donde se hallan los departamentos que, cual intrumentistas en una orquesta, construyen la totalidad de la pieza artística.
En tapicería hallamos muebles, cortinas y manteles que causarían la envidia de cualquier dueño de tienda de antigüedades.
En utilería, al mejor estilo de una vieja pulpería, conseguimos la mayor cantidad de objetos acumulados que hemos visto alguna vez en tan reducido espacio: copas, platos, relojes, estatuas de la Virgen María y una sobrecogedora masa que, sumada, daba un total de más de dos mil quinientas piezas.
En carpintería el panorama era un tanto distinto: dos gorditos carpinteros, jocosos ebanistas, movían sus instrumentos al son de una sonora salsa brava, en medio de maderos de distintos tamaños y acabados. "Siempre es bueno divertirse con el trabajo", pensamos y no nos equivocamos.
En el cuarto de anime –sala de elaboración, "maquillaje" y envejecimiento de objetos de la escenografía– nada salía con el mismo aspecto de antes; ahí fue donde, resaltando notablemente, encontramos uno de los cañones utilizado para la película Miranda Regresa, representando muy bien la era del romanticismo –siglo XIX–: época de la creación de los himnos nacionales, de los héroes y patriotas.
Para nuestra sorpresa, en vestuario nos topamos con que habían siete máquinas de coser y más de dos mil quinientos trajes almacenados –algunos desde hace casi tres años–: trabajo duro y eficiente. Observamos cómo envejecían ropa mojándola con café –o té– para otorgarle un color amarillento. Allí hizo su aparición la mágica costurera que con solo una mirada reconocía las tallas de cualquiera que se le parara en frente, junto al diseñador que dibujaba y dibujaba bocetos sin parar. Gracias a ellos supimos que los trajes sencillos del XVIII y XIX podían tardar cuatro días de elaboración y que los complicados –generalmente confeccionados con seis tipos de telas distintas– podían llevar hasta ocho días de proceso. Entre los vestidos más complejos encontramos el de Catalina La Grande, emperatriz de Rusia en Miranda Regresa, que posee cuantiosas piedras, adornos y telas.
Por último, cual rollos de filmación, entramos a los módulos de post-producción, colmados de inmensas computadoras repletas de editores. Ahí fue que, estupefactos, conocimos, de boca de nuestra narradora y guía Diogenis Jaspe, que La Villa del Cine cuenta con más de quinientas cincuenta filmaciones de documentales y cortos. Un stock nada pequeño para desconocerlo.
Luego la sala de mezclas, cuya apariencia es la de una pequeña sala de cine con consola. En ella se editan filmes cortos y series.
Allí cada botón puede cambiar un mundo, por lo que la precisión del editor debe ser digna de un reloj suizo. Incrédulos, nos enteramos de que, en un día de trabajo normal, un editor logra arreglar un máximo –no mínimo: máximo– de ocho minutos de filmación.
Abrumados con la maravillosa muestra de talentos y las numerosas explicaciones sobre minuciosos trabajos, llegamos a la "sala de usos múltiples". Allí, para los empleados, eran proyectadas filmaciones de la productora, invitados por un incólume Charles Chaplin que, observándolos, los estimulaba a recordar los inicios del cine, el silencio y el buen humor.
Ya de ida solo nos quedaba una sonrisa. Es gratificante saber que existen instituciones como La Villa del Cine en Venezuela; es agradable saber que, más allá de las producciones hechas en sus instalaciones, existe un ente que ayuda e incentiva a centenares de creativos, financiando y prestando sus servicios a proyectos de películas, series, documentales o cortos. Habana Eva, Cheila, una casa pa' maíta, Muerte en alto contraste y Taita Boves, el urogallo son –entre muchas otras– pruebas de ello.
Pero detrás de la sonrisa se oculta el peso de la responsabilidad: cantidad y calidad es lo que se espera de ellos, demostrando todo el potencial que poseen. El público aplaude para que la función comience: quiere diversidad sin limitación de géneros, quiere poder elegir entre una gama de temas, quiere entretenimiento y cultura, quiere cine bueno hecho en casa.
Artículo publicado en julio de 2010 en el fanzine de la película Habana Eva, dirigida por Fina Torres.
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