La Danza de las Eras: Capítulo 1-El salto

La Danza de las Eras: Capítulo 1-El salto

La gloria de un mundo que ya no existe, acabado bajo mil capas de guerras. Una sola, la última batalla, se despliega entre los dos últimos eslabones. La muerte merodea junto a la soledad eterna, debatiéndose en cual alma posar sus manos frías y oscuras. El que muera primero, será el vencedor. Para el otro solo queda la desesperación.

Ceniza. Toda la tierra parecía haberse convertido en el desecho de una incendio atroz. Algunas hojas verdes desafiantes luchaban por emerger, abrazar al sol encapotado y sobrevivir. Los árboles, extendían su oración final al cielo inseguros de volver a su antigua gloria, pero en pie, siempre en pie, encarando su destino. La neblina artificial que los rodeaba deja el campo sumido en un sueño, pacífico y quieto. Formas asomaban como sombras fantasmales entre el humo ejerciendo la ilusión de que todo era irreal. Pero no lo era. Todo había acabado. Los ejércitos yacían amontonados, cubiertos en restos cenicientos que les desfiguraba cualquier rastro de individualidad. Si la paz no logro unirlos, la guerra sin duda lo había logrado. Todos era uno ahora y para siempre.

A la lejanía, sobre un montículo aguijoneado por lanzas y espadas rotas, perduraban la últimas llamas. Su rojo encendido crepitaba danzando, obligando a la humeante neblina a retroceder. Comenzó a silbar, alimentándose del viento que traía el poco aire que quedaba y lo engullía voraz, palpitando. Su tamaño aumento, en el lapso de dos suspiros, tomando la forma de un círculo casi perfecto. El plato llameante comenzó a tomar la forma de una puerta con el diámetro indicado para que dos líneas de soldados marcharan por ella. Tal vez era esta la antesala al más allá, la forma en que todas las almas valientes llegan a disfrutar de otra existencia. Eso fue lo único que pudo pensar el príncipe Gaiska, mirando de reojo mientras buscaba entre los caídos el único compañero que le importaba, rogando encontrarlo con vida. Era ilógico, absurdo, casi demente pero ya nada el parecía real.

Y en esa ilusión que aborrecía lo racional encontró al miedo de frente.

“Aran, era Aran”

El pecho estaba clavado por un delgado filo plateado que aún relucía. No estaba destrozado por la explosión gracias al peso de su escudo que cubría aún la mayor parte del cuerpo. Era resiente, atestiguaba repleto de frustración, no hace mucho los ojos se le cerraron a la vista suya o de toda pequeña esperanza. La agonía fue corta, lo decía la ausencia de tensión en su tez de muerte emblanquecida, pero poco consuelo le daba saberlo. El fin era inminente. Geiska comenzó a sentir un tormento venenoso goteando por su torrente sanguíneo a una velocidad que amenazaba con estallarle los pulmones. Estaba desolado y grito profundamente herido. Era el último en pie. Se abrazó con fuerza al calor que le quedaba y que poco a poco cedía ante el frío invierno gris que lo sepultaba.

“Estoy solo”.

Sintió caliente sobre el rostro la sangre de su mejor amigo. Había colocado su mejilla sobre el cuerpo exánime, gimoteando, hasta que todo ruido se detuvo. El corazón de Arlo era fuerte y fue, este entre latidos portentosos, el que se despidió al final. Geiska no pudo soltarlo, pero tuvo que hacerlo cuando noto a su enemigo ascendiendo, encumbrándose en la distancia. Lo reconoció por la corona. La realeza de Engar siempre se adornaba la cabeza con esas puntas firmes como cuernos: como los demonios que eran. El maldito incitador seguía vivo. No Aran, sino aquel infeliz desgraciado era el que vivía. Ahí fue cuando su locura despertó por primera y única vez.

—¡Enric!.

Un grito estentóreo partió el silencio mortecino hasta llegar a voltear bruscamente el rostro del otro sobreviviente. Desde lejos, tenía la forma de un espectro jorobado. La armadura quebrada, la capa raída y ondeante, un brazo descolgado fuera de su sitio y los ojos hundidos casi en sus cuencas, pero brillantes se acomodaban al reflejo de su maldad inhumana. Una visión ominosa de lo que había sido un hombre.

—¡Gaiska, amigo!—respondió con sorna, fuerte para que lo escuchara. —¡Que pena! ¡Ya me voy!.

Atravesó el círculo en llamas alzándose en su real porte en una elegancia monstruosa acorde a sus heridas. Desapareció no sin antes exclamar una risa horripilante: mezcla del profundo sufrimiento que lo deformaba y la dicha de haber consumado sus planes. Eso atizó las fuerzas restantes de Geiska. Iba a matarlo.

Los pies se le convirtieron en dos alas que se encumbraron por sobre todo obstáculo: loma, arma, bestia o cadáver. Nada lo detendría. Lo atravesaría con la misma espada que había desgarrado el corazón de Arlo. Lo vería morir y luego se mataría. Poco le importo arder como un tizón al rojo vivo. Sintió la piel quemada derretirse, llegar al músculo y desprenderse del hueso. Rugió de rabia mas que de dolor. No lograba verlo. Enric se le estaba escapando. De repente su mente se detuvo junto con su respiración. El abismo lo inundo. Cruzó al otro lado.