Aún en los días más nublados... el sol está ahí detrás!
von Víctor Castellà @torino_kaste
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Después de haberme arrastrado por el asfalto al menos durante unos cincuenta metros, acabé tirado en medio de la calzada, consciente pero inundado de dolor.
Mi primera reacción fue la de sujetarme la pierna con las dos manos, apretándola con todas mis fuerzas mientras mordía -como si fuese a destriparla- la correa del casco que todavía llevaba puesto.
Intenté corregir mi posición, arrastrando la cadera por el suelo hasta restablecer la forma natural que debería tener mi pierna y que ahora no tenía. A media altura, entre la rodilla y el tobillo, un trozo de hueso con forma de cuña puntiaguda estaba atravesando mis tejanos. Aturdido, recuerdo que me preguntaba si además de la tibia… acaso no se me acababa de romper también la vida.
Hasta ese mismo día yo era un chico alegre, sano y deportista.
Era evidente que, por lo menos, los dos últimos atributos acababan de hacerse añicos en el instante en que simplemente tomé una mala decisión. Lo de alegre, fue desapareciendo a medida que la sonrisa se iba borrando de mi rostro, durante los dos meses de hospitalización.
Aquella mañana de sábado tenía tres partidos de baloncesto de los chavales de la escuela. A las 9h, a las 11h y el último a las 12,30h. Un monitor del Thau, donde yo trabajaba, me había pedido que le sustituyera en uno de sus equipos, porque él estaba fuera el fin de semana.
- Muy justo, pensé… ¡pero ya me las apañaré! Si hace falta, le pediré ayuda a alguno de los padres que hacen de delegados.
Uno de mis equipos era de infantiles que corrían como gacelas, luchaban como leones y disfrutaban como lo que eran: unos críos encantadores.
Era un año estupendo. Jugábamos bien y nos divertíamos mucho. Teníamos en nuestra mano acabar primeros de grupo y clasificarnos para las fases.
Deberían ser sobre las 11.15h cuando la ambulancia me recogía del suelo. Ni siquiera había podido llegar al segundo partido. Con las prisas por no llegar tarde, fui tan rápido que me quedé a medio camino.
Allí acabó mi temporada. Y acabó también mi carrera como jugador de baloncesto. 24 años era muy temprano para jubilarme, pero el destino en ocasiones juega malas pasadas. A veces incluso se empeña en ser retorcidamente jodido.
Con mi paga de entrenador había podido ahorrar lo suficiente como para comprar una “Laverda 500” de segunda mano (un hierro) y aparcar así mi fiel vespino, que durante tanto tiempo me había acompañado. Fue la potencia mal controlada de esta moto la que me llevó al suelo, provocándome una fractura abierta de tibia y peroné por tres sitios.
Dos operaciones, un par de meses en el hospital, más de medio año enyesado y otro de rehabilitación. Además de en el asfalto, aquel accidente me hizo aterrizar sobre la dura realidad de nuestra existencia. Por primera vez en mi vida, experimenté que las cosas se pueden torcer en un instante.
Entré por la puerta del hospital estirado en la camilla y sedado, pero el dolor seguía siendo insufrible. La herida de la fractura me había dejado empapado de sangre el pantalón. En la ambulancia me cortaron la ropa para realizar una primera cura y me habían puesto una especie de malla alrededor de la pierna para sostenerla de alguna manera. Tenía todo un aspecto tan horroroso que, por lo poco que me atreví a mirar, estaba convencido de que no me podrían salvar esa pierna.
El anestesista, para poder establecer la dosis, me preguntó qué había desayunado. Yo, temiéndome lo peor, tuve la reacción de cogerle por la pechera y zarandeándole empecé a amenazarle para que no me durmiera. Recuerdo gritarle -más que pedirle- anestesia local. Quería poder ver lo que me hacían durante la operación. Estaba convencido que, si no conseguía estar despierto, no podría impedir que el cirujano me la amputara.
Recuerdo también que el médico me dijo que no me preocupara, que estuviese tranquilo y que cogiera aire de una mascarilla que me impusieron a la fuerza. Mientras tanto, los técnicos me sujetaban los brazos con correas para que no empeorase todavía más la situación. Estaba fuera de mí.
En pocos minutos había descendido del cielo al infierno de una forma cruel. En mi cabeza se produjo un vuelco mental que no me dejaba otra imagen que la de un precipicio tenebroso. Del miedo pasé al pánico y del pánico a la profunda oscuridad que produce el temor a no poder soportar la realidad que se me venía encima.
Y así entré en quirófano. Yo, con el total convencimiento de que me tendrían que cortar la pierna y ellos, intentando que me durmiera para poder intervenirme.
El judo se me havia dado bien de jovencito. Con la esgrima conseguí ser campeón de Cataluña y con la vela llegué a competir en la Copa del Rey de Mallorca varios años. Pero el deporte que me apasionaba y me daba popularidad, era el baloncesto.
La verdad es que la vida me había sonreído siempre. Los estudios los iba tirando hacia delante, los deportes me proporcionaban amigos y la salud me mantenía fuerte y alegre para afrontar los pequeños contratiempos de una existencia bastante controlada y mayormente feliz.
Pero esa felicidad se fue diluyendo con cada uno de los días que duró convalecencia. En el hospital me pudieron salvar la pierna con dos operaciones y frecuentes curas. Pero no me pudieron salvar el ánimo ni la alegría. Nadie me había preparado para esto. Simplemente nunca había entrado en mis planes tener que abandonar todos los deportes, suspender todas las asignaturas de la carrera y dejar que mi alegría se marchitara a fuerza de comprobar que las cosas ya no volverían a ser como antes.
Tuve toda la ayuda de mi familia, a quienes les pido perdón por el enorme susto que les di y por los meses de desánimo y autocompasión que tuvieron que aguantar después.
Empecé a evitar las visitas de mis amigos. No me gustaba que me vieran en el estado en que estaba. Las muletas me ayudaban a mantener la estabilidad de mi maltrecho cuerpo, ahora con 15 kilos menos, pero el equilibrio, en mi mente, había sucumbido. Ni siquiera me atrevía a reconocer lo que me pasaba.
Aprendí a llorar. Sentí lo que significa estar realmente triste y experimenté en carne propia lo que a menudo había criticado en cuerpo ajeno: la depresión existe, no es una excusa del débil ni un invento del pesimista. Lo sé de buena tinta.
Entras en una dinámica complicada y te vas hundiendo en una apatía que no te permite ver ni puertas de salida ni ventanas donde coger una bocanada de aire fresco. A menudo ni siquiera entiendes cómo los demás pueden continuar con sus vidas “normales”. Más que el paisaje, cambia la mirada con la que lo estás contemplando.
Fueron pasando los meses y fui dejando atrás el dolor y la autocomplacencia. La cojera, por cierto, me sigue acompañando. Dejé la universidad y encontré un trabajo que me hizo resucitar. Cambié de deporte. Me pasé al pádel donde no hacía falta saltar y pude volver a competir.
Ahora soy mejor persona. Aprendí un montón de lecciones por el camino. Sé empatizar con los que no están bien. Valoro más las cosas buenas porque soy consciente de lo rápido que las puedo perder. Se me escapan las lágrimas cuando una película me llega al corazón y soy feliz cuando mis amigos consiguen sus anhelos.
Aprendí a gestionar los golpes que te da la vida (porque después de ése llegaron otros peores), con una paciencia y algo de sabiduría que antes no tenía. Fue como una vacuna que me sirvió para combatir los siguientes avatares que me fueron sacudiendo.
Volví a subir a una moto. Y nunca más he vuelto a correr cuando tengo prisa.
Correr demasiado es la forma más probable de no llegar. De modo que muchas veces me consuelo pensando que ese accidente, que me fastidió la pierna y que pensaba que me iba a joder la vida, puedo decir que, prácticamente, hizo lo contrario.
Ese accidente… me ayudó, sin duda alguna, a valorar nuestra existencia.
+2 Kommentare
misabelyus
Ich liebte es !
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torino_kaste
@misabelyus Dank für deinen Kommentar!
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