Miedo, cuento proyecto final
Miedo, cuento proyecto final
von Josué Isaac Muñoz Núñez @josisaak
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Miedo
Nunca pensé que iba a morir con un hambre insaciable. Siempre creí que moriría salvando la vida de mi mujer, mis hijos o mis padres. En algún asalto o una guerra, donde daría mi vida honorablemente. Pero no. Mis tripas me rugen y tengo hambre. Mientras desfallezco me llega un olor muy apetitoso a carne y piel cruda. Me imagino un pedazo jugoso y rojo de músculos. Un brazo que mueve y jala otro cuerpo de carne inerte. Esto es raro, porque aunque sé que muero, tengo muchas ganas de comer, una sensación demasiado viva. Tengo mucha saliva acumulada, estoy de pie junto a la puerta y siento adormecidas las encías. Sé que muero porque todo se va difuminando, apagando. Hay momentos en que me dan escalofríos, y luego nada, blanco. Despierto, babeo y dejo ir mi cuerpo lentamente.
Hace una semana había salido de casa. No pensé que sería la última vez que saldría. Las indicaciones del estado obligaban a llevar cubrebocas y guantes. Cuando llegué a casa me había lavado las manos, el calzado lo dejé en la entrada y no había tocado nada del exterior, pero una pequeña irritación en la garganta me molestaba. Saludé a mi padre como siempre lo hacía al llegar y fui a mi cuarto. Ese día dormí pensando en que iba a mejorar. En la noche carraspeaba o aclaraba mi garganta, el calor era intenso, estábamos a 29 grados. En la noche soñé con un banquete de carne cocida con jitomate aplastados.
Al despertar tenía más dolor justo debajo de la lengua. Las manos me temblaban un poco. Tenía miedo. Las noticas decían que no nos alarmáramos, que se tendría la vacuna pronto y que no saliéramos de casa si no era necesario. Mi padre al principio era escéptico, creía que todo era un invento de noticias falsas. Querían controlar al mundo aterrando a la población.
Salí de mi cuarto para ir al baño. Pasé por la sala y en el comedor vi a mi padre que desayunaba, la tele estaba prendida. Entré sin saludarlo, me lavé la cara y las manos, después tosí un poco. Al salir, mi padre me vio con los ojos rojos e inquisitorios.
—¿Por qué tosiste? ¿Tienes fiebre o te sientes mal?—me preguntó.
Yo le contesté que estaba bien y que fue porque sudé mucho en la noche. Me llevó a su recámara. Ahí estaba mamá, que lleva tres meses en cama sin moverse. Cayó enferma después de que no se quiso atender una infección grave, por suerte seguía viva. Ella me vio e intentó sonreír. Mi padre sacó un termómetro infrarrojo y una de esas cosas para medir la presión. Una goma negra se enredó en mi brazo, me auscultó y me comentó que estaba bien.
—Tienes 36° de temperatura. Parece que estás bien—me dijo al quitar el aparato. Vi su cara de enojó. “¿Por qué tuve que salir?” me recriminaba mentalmente.
Mi madre alargó su mano y me tocó como diciendo hola, o buenos días, o algo así. Siempre me daba enojo no poder responderle adecuadamente. No poderla entender. Mi padre me sacó y me dijo que aunque me veía bien me encerrara. Acepté que era lo mejor. Me dijo que no saliera y que él me llevaría la comida. Tenía miedo, por lo que al entrar solo me acosté y esperé.
Tenía miedo enfermarlos y llevarlos a la tumba. Me atemorizaba que les hiciera daño por un simple capricho. Me maldije por haber salido. Cada que tosía o sentía comezón me tapaba la boca, no permitiría que saliera de mis sistema el bicho.
Decidí ejercitarme para relajarme, así que comencé a hacer pesas. Pensé que podía sacar de mi sistema la enfermedad a fuerza de ejercicio. Al poco rato, dejé de tener molestias en la boca y garganta, pude estar tranquilo casi toda la tarde. Ya todo sudado me quité la ropa y me acosté desnudo. Visualicé a toda la gente que tuvo que ser incinerada en algún pueblo perdido de Europa al empezar la pandemia. Los videos en internet mostraban cuerpos apilados y quemados, madres que eran separadas de sus hijos y hombres que se arrancaban la piel con las uñas. Me puse ropa y me quedé dormido. Al despertar me sentía mejor.
A la hora de la comida olí que habían hecho picadillo o eso pensé, mi padre llegó y me dio una pasta con salsa de jitomate. Roja y espesa. Estaba en la puerta esperando el otro platillo.
—¿Qué pasa?—me preguntó
—Y el picadillo—le dije.
—Ya se acabó la carne. Solo queda eso y pescado congelado.
Me quedé pensativo, me dio la pasta humeante y se fue. Escuché cómo entraba a ver a mamá y le decía palabra tiernas; imaginé cómo le ponía el babero, cómo abría un Gerber y le daba lentas cucharadas de papilla de carne.
Ese día dormí tranquilo. Mi sueño era todo blanco, pero me despertaron unos gritos de gente que lloraba como si le arrancaran un brazo. Al incorporarme vi a mi padre que estaba en medio del marco de la puerta. Me tomó de nuevo los signos.
—Estás sano, hijo—me dijo. Llevaba un cubrebocas y sobre ellas unas amplías ojeras. Seguro se desveló viendo noticias—. Vente a desayunar—me invitó a ir al comedor.
En la mesa había una ensalada, la comí apenas con gusto, las verduras me sabían a papel y cera.
Ese día me quedé en mi cuarto intentando no aburrirme, leyendo o jugando videojuegos. De repente una comezón me picó en la garganta, “de nuevo no”, pensé. Fui a lavarme los dientes. Mi padre me siguió con la mirada, a la mitad del camino quise toser pero ahogué el sonido. Al entrar me cubrí con ambas manos y tosí muy leve. Hice gárgaras, me lavé los dientes; me revisé la lengua y la garganta frente al espejo. Nada. Solo la cavidad roja de la boca con puntitos blancos “lo normal, ¿no?”. Al salir, lo vi amenazante.
—¿Por qué tuviste que salir a la calle?
—Tenía que salir.
—Dime la verdad ¿por qué lo hiciste?
—Me cuidé y seguí todas las indicaciones…
No me dijo más, se levantó del sillón, se dirigió a la mesa, se sirvió agua y le subió el volumen a la tele. Mi garganta me picaba, no podía moverme ni hablar. Las noticias marcaban la cantidad de enfermos y muertos con una línea roja y gruesa, la cifra subía rápido, llegaba a los mil, dos mil, tres mil, cincuenta mil. Decían que en nuestra ciudad apenas se veían los primeros brotes.
—Estoy bien…—dije pero una tos, que apagué de inmediato, me cerró la boca. Mi padre se sentó y me dejó ir.
Al ir por el pasillo, vi que la puerta de su cuarto estaba abierta. Vi a mamá recostada, pálida y viendo la tele. Ella me miró y me indicó con los ojos que me acercara, no quise hacerlo.
Me encerré en mi cuarto. Volví a hacer pesas pero ahora la comezón era más fuerte. No me sentía mal, no me dolía nada, solo tenía la comezón, un picor adentro y debajo de la lengua que cuando respiraba, se sentía como una lija suave. Cuando cerraba la boca para no toser se me enchinaba la piel y el pelo se me ponía de puntitas. Sentía un temblor. Antes de la comida me faltó el aire, el pecho se me cerró, fue cuando me acosté y me quedé dormido.
Ahora soñaba que tenía 15 años.
Había regresado de un concierto con unos amigos. Estaba mojado, sudado y sucio. Ese día llovió. Estaba afónico y no podía hablar. Empecé a tener molestias en la garganta: tos y flemas. Al siguiente día empeoró. No podía dejar de toser. Le pedí a mi madre que me llevara al doctor.
—Eso te lo ganaste. Además te compondrás solo—me dijo con un gesto de desfachatez.
Ese día respiré con la nariz tapada y las cosas me sabían a medicina rancia. La noche fue peor porque tenía fiebre. Sudaba frío y me revolvía en la cama. Cuando tenía momentos de lucidez pensaba decirle, pero no quería despertarla, y no podía, era mi culpa.
Al amanecer, seguía con la tos, mi cama estaba húmeda, por lo que sentía el cuerpo adolorido. Después de salir le repetí.
—Mamá, puedo ir al doctor por favor.
—Bueno ya deja de molestar y ve.
Me dio un billete de cien pesos y fui a la farmacia donde atendía un doctor particular. Esperé media hora, había otros tres pacientes. Mi estómago me temblaba y tenía ganas de vomitar.
Al entrar me revisó el doctor, y después de auscultarme con cuidado, me dijo que era sorprendente que pudiera respirar bien:
—Están muy inflamados tus pulmones. Necesitas medicamento. Me dio una receta y una palmada en el hombro.
“Mejorarás”, me dijo. Al salir del consultorio, sólo pude comprar el antibiótico.
Regresé a casa. Mi mamá platicaba con una vecina. Le conté lo que tenía y me dijo “eso te pasa por haberte mojado”. Me recuperé muy rápido.
Mi padre luego, al verme bien, me dijo, que yo no me podía enfermar, que estaba muy bien. No creían que pudiera sentirme mal.
Desperté, estaba sudando. Más que un sueño, era un recuerdo que había olvidado. Enfrente de mi cama había un plato de verduras cocidas. Brócoli, zanahoria y dos jitomates crudos. Los abrí y comí, estaban muy jugosos.
Ese día solo jugué videojuegos. Me sentía bien y cada que quería toser me tapaba la boca. En la tarde comí en mi cuarto y no salí más que a lo necesario.
Esa noche soñé de nuevo en blanco, como un desmayo. Al siguiente día mi padre no me dijo nada. Ya no tenía tos ni problemas para respirar. Fui al baño y al salir me invitó a desayunar. Me volvió a preguntar si estaba bien y le dije que sí, que no pasaba nada.
Le comenté que la comida me sabía bien, que no tenía tos y tampoco dolores. Aunque los huevos estrellados me sabían algo raro. Pero todo lo demás bien. Ese día estuvo tranquilo.
Volví a ver a mamá. Le tomaba su mano mientras cambiaba de canales hasta que un programa le gustara, con los ojos sonreía cuando algo le agradaba. A veces aparecían las noticias: pandemia, cuarentena, quedarse en casa, cien mil muertos; gente que salía corriendo y pedía auxilio, casa enteras eran quemadas para evitar la propagación del virus. Mi madre quedó con la mirada fija. Le cambié al canal y me pellizcó con el índice y el pulgar, me observó y le dije que todo estaba bien. Que no tenía nada. Sonrío como pudo, una mueca rígida. La dejé en la cama. Esperaba que la despidiera con un beso en la frente. No lo hice.
Ese día pude hacer pesas, lagartijas y abdominales como si nada, estaba curado. En la tarde papá hizo caldo de pescado. Un caldo rojo con papas, calabaza, zanahoria y cabezas de pescado que flotaban tímidamente. Comí con muchas ganas el platillo. Nunca me había sabido tan rico el ojo del pescado, paladeaba la masa amarillenta y gris de las cuencas. Mi padre estaba cortando un limón cuando se cortó. Sangre le brotó del dedo. Fue un corte fino, delgado y una gota gorda roja chorreó. Empecé a salivar. Me recordó a mi primer cigarrillo: un delicado sin filtro, amargo y seco; sentía que me faltaba probar algo así. Papá fue por una venda.
El cuchillo estaba en la mesa todavía con sangre. Lo tomé. Algo dentro me decía: “pruébalo, pruébalo, no pasará nada”. Me lo acerqué a la boca, el paladar me cosquilleaba, lo olí y saqué la lengua. Su aroma era delicioso, pero antes de probarlo lo tiré al suelo. El olor a limón, sangre y el caldo de pescado lo potenció todo. Estaba mareado. Quería devolver. Regresó mi padre a la mesa y seguimos comiendo. Tomé dos vasos de agua de jamaica, me volvió el hambre y me serví dos veces más. Mi papá me dijo que ya llevaba cuatro días desde que salí a la calle y que si no tenía síntomas podía estar libre por la casa.
—Ya no tendré que desinfectar todo lo que tus inmundas manos tocan—dijo entre risas. Asentí y nos pusimos a ver las noticias. Dieron las seis y mi padre fue a darle de comer a mamá.
En las noticias dijeron que ante el aumento de enfermos y asesinatos sería obligatorio el toque de queda. Se multaría a los que salieran y si había transformados en las casas se eliminarían. Los trasformados caminaban tan lento por su putrefacción que fácilmente serían quemados con lanzallamas. Al volver, mi padre me dijo que le daba gusto que estuviera bien. “Tú no te puedes enfermar”, me dijo.
Esa noche le di un beso a mi madre antes de dormir. Estaba en mi cuarto a oscuras, pensando que ya estaba curado cuando me empezó a dar comezón en las manos, en las piernas y en el cuello. Me puse muy nervioso, uno de los síntomas más comunes de estar infectado era una comezón enfermiza, decían que la gente se arrancaba tiras de piel con las uñas. Tomé mi celular y busqué información. Síntomas: tos, fiebre, perdida del gusto, comezón, todo concordaba. “¿Cómo le podría decir a mi familia que estaba enfermo? ¿Tenía o no los síntomas? Y ¿si los tuve pero no tan graves?” No era justo, me había cuidado y mi familia también. Luego recordé el beso en la frente a mi mamá, seguro estaba infectada. Me intenté tranquilizar y no pude, estuve buscando más datos. De repente me desmayé, oscuridad total.
Desperté con mucha hambre horas después. El celular estaba prendido y marcaba la una de la madrugada. Sentía que no había comido en días. Me di cuenta que estaba sentado en la cama sin moverme. “¿Cuándo me senté?” Sabía que había gente inmune al virus, que no desarrollaban síntomas ni se transformaban. “¿Cómo decirle a mi padre? ¿Qué era lo correcto?” Tal vez todo era parte de mi imaginación, tendría que estar ya trasformado. Y “¿si yo era más resistente?” El estómago me rugía, solo pensaba en satisfacer mi hambre.
Se escuchaba una tele prendida. Me acerqué a la puerta. Sentí las piernas adormecidas, me hormigueaban. Un presentador explicaba:
“Las personas transformadas pierden en cuestión de días o semanas su capacidad de raciocinio. Quedarían como objetos inertes si no fuera porque su instinto de supervivencia sigue latente. Este deseo innato de sobrevivir los convierte en bestias. Aunque en realidad entran en un estado de necrosis. El cuerpo muere y no quiere aceptarlo. Por medio del instinto más básico: el de alimentarse, buscan anular su descomposición molecular, y racional…”
Alguien le cambia a la tele. Seguro fue mi padre. Va a su cuarto. Abre un cajón. Está cuidando a mamá. Le curara sus llagas y le cambiara el pañal. Es la hora de su medicina para dormir.
Abrí un poco la puerta, lo vi arrodillado, limpiándola con una esponja. El cuerpo de ella estaba pálido. Acostada, me veía directo. Su mirada era de miedo.
Mi padre estaba agitado, podía escuchar su corazón, veía sus músculos contraerse, era inevitable. Cerré la puerta y volvió a quedarse todo en negro. Mi cuerpo se iba descomponiendo, ya no podía pensar más que en comer. En alimentarme. Se dice que los transformados son como bestias, pero no es cierto, también pensamos en lo que pasará con las personas que amamos. Pensamos en eso y el miedo de saber que terminaremos devorándolos. Y es mejor así, porque ver a mi padre transformarse y tener que quemarlo sería monstruoso. Lo que más duele es saber el daño que les podría hacer.
También pensé que si pudiera le diría a mi padre que estoy enfermo y que me prenda fuego antes de que los mate. Es imposible. No puedo expresar palabra. Tengo la mandíbula acalambrada. Pienso que me queda muy poca consciencia.
Estoy parado junto a la puerta cerrada y no queda más. Yo quería salvar la vida de alguien más, no matar a mis padres. Mi corazón late más lento, y el hambre se incrementa más. Un deseo de carne, de lo que sea y de quien sea, de algo que te mantenga vivo. Solo pienso en eso, en tendones, músculos, venas, arterias, en dos corazones que laten, uno agitado, otro quieto, en masticarlos, y en los brazos de mi padre y el cuello delgado de mi madre. Tocan la puerta. Mi corazón se detiene, me escurre sangre de la nariz. Vuelven a tocar. Me da un escalofrío. Mi padre se acerca a la puerta, “¿sigues dormido?”, pregunta. Escucho sus latidos, su pulso lo siento en mi paladar, me imagino abriendo su tórax.
—Ven ayudarme con tu mamá, no encuentro unas pastillas—me grita. Se retira y va al cuarto.
Abro la puerta. Me hormiguea la mano. Mi corazón vuelve a latir arrítmicamente. Me acerco al cuarto. Arrastro los pies. Veo a mi padre arrodillado, buscando algo debajo de la cama. Otro latido, estoy babeando. Veo su nuca y me acerco. Alzo mi mano. Mamá me mira fijo, quiere llorar. Por un incontenible reflejo abro de forma desmesurada la boca. Ahora siento un dolor agudo en la espalda. Estoy a centímetros de mi padre. Se detiene mi corazón, todo queda en negro, nunca pensé que iba a morir con un hambre insaciable.

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